La función ética de la literatura es tan antigua como la literatura misma. Desde el Mio Cid convirtiendo en buen vasallo al que escuchase sus versos, hasta la devoción mariana de Berceo en Los Milagros de Nuestra Señora. Desde las moralinas de Quevedo en sus Sueños hasta la espiritualidad sacramental de Calderón. Qué decir de la Ilustración, con sus luces enfocando la construcción moral y revolucionaria. Sin embargo, el XIX lo cambió todo. La identidad literaria empieza a ser relevante. Los seres más estrafalarios entran en escena. El Romanticismo, que había centrado su atención en lo políticamente incorrecto (cadáveres, piratas, verdugos, canallas, donjuanes…) alumbra a hombres de moral licenciosa como Byron, que se acuesta con su hermanastra, o Espronceda, que rapta a su amada. Las grandes apariciones del siglo, desde Poe hasta Baudelaire, desde Pushkin hasta Darío, beben más del deshonor que de una conducta ejemplarizante. Con la llegada del Realismo y el Naturalismo, que dan testimonio fiel de la oscuridad del mundo, nada queda ya de aquel tutelado literario. Todo el siglo XX es un desfile de autores que reflejan en su obra la penuria moral de su vida.
Se tiende a pensar que la historia es cíclica, y a fe del que aquí escribe que estamos cerca de un nuevo giro, oteando aquel puritanismo previo a la Edad Moderna. La noticia surgió días atrás: las agencias literarias y las editoriales más destacadas de Estados Unidos ya están imponiendo cláusulas de buena conducta a los autores con los que firman. No tardarán en exigirlo también a la cola de Occidente. Si a esto sumamos que una gran parte de la crítica ya no es capaz de discernir entre realidad y ficción, censurando escenas con esclavismos y violaciones, con discriminaciones y exabruptos, el pasado parece acercarse rápido. Aquellas monjas y arciprestes que volcaban en sus estrofas las moralejas más púdicas están hoy susurrándonos al oído. El infierno espera a la vuelta de la esquina, las antorchas de los censores modernos ya prenden la hoguera.
Cuesta creer que volvamos a la literatura casta y pura, al autor que ora et labora. Cuesta creerlo, pero debemos aceptar que Dostoievski, aquel que fue capaz de reflejar la saña atroz de su cautiverio siberiano en las pupilas de Raskolnikov, hoy no sería publicado. Que ese mismo Oscar Wilde que fue repudiado socialmente y encarcelado por homosexual, hoy no podría sacar el retrato del sótano. El puritanismo hortera ha fulminado el talante de los viejos descubridores de talento. Hoy el duque de Osuna no apostaría por Quevedo pese a su fama de borrachín pendenciero («Entre Quevedo y Osuna no dejan una», rezaba un refrán entonces); Gertrude Stein no perseguiría a Scott Fitzgerald por los psiquiátricos de Boston para publicar cualquier cosa; John Martin no intentaría rescatar a Bukowski de las tabernas más pútridas de California. No queda espacio para aquel escritor maldito que tocaba el fondo del pozo con sus propias manos. El mundo editorial nos quiere dóciles. Abran paso a la nueva castidad literaria.
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