Sólo hay que leer una página de cualquier libro de Julien Gracq para percibir que tuvo una relación distinta a la habitual con el lenguaje. Porque hay algo íntimo en la forma en que este escritor francés manejaba las palabras, algo de una sensualidad extraordinaria, algo casi sensorial. Ahora la editorial Shangrila nos ofrece la oportunidad de comprobarlo con el rescate de una de sus obras emblemáticas: La orilla de las Sirtes.
En Zenda reproducimos las primeras páginas del prólogo que Alberto Ruiz de Samaniego ha escrito para esta nueva edición de La orilla de las Sirtes, de Julien Gracq (Shangrila).
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Alberto Ruiz de Samaniego
La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.
Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones
Sostenía Ricardo Piglia que los narradores son los que saben transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir. Esa misma capacidad de captación de los movimientos secretos del acontecimiento posee, y en grado sumo, Julien Gracq. Su prosa, tan precisa y exuberante, es como una sonda que penetra lentamente —y con pasos de paloma— hasta lo más arcano de las líneas de fuerza en que se juega el destino del mundo. Envuelta en una tensión irresistible, como en la inminencia de una revelación por fin decisiva, su escritura va cercando el territorio donde eso secreto anida y se transforma: se descompone o corrompe, crece en variaciones incesantes y acaba por fermentar, de forma un tanto larval y oscura; rodeado, como las corrientes eléctricas que avisan de una tormenta, de señales y presagios cargados de entera ambigüedad.
En la magia —ha notado Blanchot escribiendo precisamente sobre Gracq— las cosas buscan existir a la manera de la conciencia, y la conciencia se aproxima a la existencia de las cosas. Por un lado, entidades como la fortaleza, el lago, los acantilados o —ejemplo eximio— el volcán Tängri de esta novela, semejan contener una intención y esconder una disponibilidad enigmática. Por otro, los hombres pierden su autonomía y libertad, caminan como sonámbulos a pleno día, o se confunden con los elementos del paisaje, como si se hallase adherida su existencia a una suerte de pegamento cósmico; cuerpos apesadumbrados y cautivos en medio de una disolución brumosa. De ahí la importancia de las apariciones y los espíritus, que son menos espíritus que cosas, sustancias en proceso: conciencias que se diría fundidas o semienterradas en un telúrico entorno natural.
Existe en Gracq una clara atracción hacia procesos de hundimiento y desintegración; al colapso de las formas estables tal como lo manifiestan las ruinas, aquí encarnadas en esa ciudad decrépita que es Sagra. Las ruinas, en efecto, dramatizan con evidencia el desplome en una organicidad turbia y desarreglada: el mundo como un ilimitado cuerpo sin órganos en continua (de)formación donde los objetos pierden, en medio de la inestabilidad general, sus líneas o fronteras precisas; para dar lugar a los puros elementos o las fuerzas tectónicas que impulsan en cada momento el azar histórico. Figuras de un tiempo anacrónico, del todo inactuales, las ruinas —extraña presencia de un pasado sin presente que fue sin embargo presente en algún otro momento— dibujan esas zonas de mutabilidad que interesan a Gracq, estratificaciones en que dejó su marca severa el destino. Delante de ellas, el contemplador se sitúa ante las evidencias del tiempo mismo: como quien dice, de cara a él, tomando conciencia de la historicidad en tanto que destino, siempre trágico. Y del apoderamiento que las fuerzas de la naturaleza y el olvido efectúan sobre los afanes del hombre.
Se diría que la intensa prospección que el narrador de La orilla de las Sirtes realiza en relación con ese campo informe o inconstante, tan dudoso cuanto problemático, no puede más que conducir a una escritura envolvente —plena y gloriosamente barroca— que se halla en perpetua lucha con el equívoco o el espejismo. Los párrafos largos y preciosos, las descripciones sumamente demoradas y sinestésicas quieren dar cuenta de todas las vicisitudes, las alternativas de logros o de fracasos, de luces y sombras que van a ir conformando la comprobación de la cadena infinita de metamorfosis: la sustancia fluida en que las fuerzas del mundo se desenvuelven, se ocultan y muestran. Pues sabemos ya, al menos desde Heráclito, que el hacer pródigo y gratuito de la physis es inseparable de su deshacer: la naturaleza gusta de esconderse y encriptarse (kruptesthai).
El imaginario de Gracq procura moverse, por ello, en la más profunda intimidad del lenguaje. Desde luego, si hay algo evidente en esta escritura es la relación con la lengua, que en su caso es del todo abierta: se vuelve decididamente perceptiva; en el sentido de que la palabra deja de ser el instrumento que uno usa cotidianamente y se convierte en otra cosa, una invocación, un sutil engendramiento, o un conjuro. Y por eso, también, y tal como hacía Flaubert con sus textos, la prosa pletórica de La orilla de las Sirtes debería paladearse en voz alta, masticarse palabra a palabra como quien prueba un fruto precioso y muy raro, verdaderamente singular.
La misma tensión descriptiva —Gracq es un maestro de ese género clásico que fue la ecfrasis— promueve la elaboración de una suerte de compleja y continua mirada topográfica, lo cual no es nada extraño en un profesor de Geografía como lo fue Gracq a lo largo de su vida, amante además de fatigar los mapas, como él mismo ha recordado. Las escenas favoritas del autor están llenas de muros, fortalezas, criptas y descensos a cavernas, fisuras y fallas del terreno, islas y abismos. Todo colabora entonces a desdibujar la lógica simple de las fronteras, el aquí y el allá, lo alto frente a lo bajo: el espacio, anfractuoso y laberíntico, se llena de umbrales, desvíos, rupturas, interrupciones, recónditos e íntimos recovecos, como le sucede majestuosamente a la prosa misma de Gracq.
Con toda lógica, pues, lo que la novela va a ir destilando será la vocación —no del todo consciente— del protagonista por pasar al otro lado, cruzar en un acto decisivo el límite, la frontera que una tradición inmemorial y descuidada alguna vez impuso: zafarse del interdicto que impide o prohíbe el paso, y con él de la opacidad turbia, monótona: repetitiva de la vida cotidiana. De la decrepitud y vacío que encarna la ciudad de donde él procede, Orsenna: “ciudad intacta y carcomida” cuyo letargo como de momia o muerto-vivo la mantiene en una dimensión meramente retórica, en el peor sentido del término: vaciado todo gesto de su sentido vital, haciendo “que para todo el mundo conservase autoridad el signo, que sobreviviese a la cosa significada”.
Aldo, el protagonista y narrador, es un joven patricio militar perteneciente a una de las familias más antiguas de Orsenna. Cansado de la deriva mundana y banal de los bailes y reuniones de sociedad típicos de su rango, decide romper con la vida fácil y los placeres urbanos al ser enviado al frente sur de las Sirtes, como observador, es decir: como espía oficial de la Señoría, el poder que gobierna hace mucho tiempo en Orsennna. El viaje lo conducirá a un mundo de fuerzas elementales: praderas, estepas, juncos, lagunas y “altas hierbas de emboscada”.
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Autor: Julien Gracq. Título: La orilla de las Sirtes. Traducción: Rubén Martín Giráldez. Editorial: Shangrila. Venta: Todostuslibros.
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