Si Ángel Gracia no fuera novelista sino pintor, Campo Rojo (editorial Candaya, 2015) pertenecería a la imaginaria escuela del “hiperrealismo costumbrista”. Expresado así, el nombre suena bolañesco, o vilamatiano, pero no se me ocurre un modo mejor de describir la sensación vívida que provoca la lectura de su novela.
El Gafarras, o el Cuatroojos, es un niño de once años que vive a comienzos de los ochenta en el extrarradio de Zaragoza, frente a una plazoleta a la cual llaman La Balsa debido a los charcos perennes y a los materiales de construcción sobrantes de los bloques aledaños, que se agolpan frente a las casas porque ni los promotores ni el Ayuntamiento los retiraron nunca. A lo lejos se divisa la Academia General Militar. Frente a la casa del Gafarras se alza la fábrica de Almidones del Ebro, vomitando humo y mal olor y ruido en estado puro, al decir del autor.
El hiperrealismo deviene de los detalles, de pinceladas tales como esa placa en el ascensor en la cual se lee: “Impidan que los menores de 14 años viajen solos”; o de la descripción del mueble del comedor, donde se agolpan la foto de la Primera Comunión, los souvenirs de Salou y Cambrils o los jarroncitos de dudoso gusto, recuerdos de las bodas familiares.
En este ambiente de sueños rotos se incardina el lugar que da título al libro, el Campo Rojo: un descampado lleno de ratas, de escombros, de electrodomésticos con las tripas fuera, donde jugáis a gol portero y a los fusilamientos. Curiosa práctica esta última que consiste en disparar con un balón de fútbol a la cara o al vientre de los “pringados” de la pandilla.
El Campo Rojo es un enclave cargado de simbolismos. Por ejemplo, es la parcela donde el Gafarras acude con su padre a varear los colchones antes del verano. Mientras éste lo hace, asegura a su hijo: Hay que golpear fuerte, ¿lo ves? Así, sin detenerte…
Pronto las notas costumbristas que surcan las páginas de la novela pasan a un segundo plano y el autor nos adentra en el relato. Lo descriptivo se transforma en novela de formación de tintes dickensianos, donde el paso de la infancia a la adolescencia transcurre del modo más precario, en colegios y en pandillas en las cuales impera la ley del más fuerte y el débil resulta acosado.
Como contrapunto a la fealdad que los rodea, el Santito —uno de los miembros de la pandilla— lee un extracto del libro de lectura Senda, de quinto de EGB titulado: “El comienzo de la primavera en Canadá”, del conservacionista norteamericano J. Oliver Curwood, donde todo es belleza y bucolismo: Más allá distinguíanse grandes extensiones de espesos bosques, interrumpidos aquí y allá por llanuras y un gran número de lagos resplandecían en el tinte rosado del sol poniente (…). Por todas partes formaba arroyos el deshielo, en todas partes oíase el ruido del hielo romperse, y cada noche la aurora boreal se acercaba un poco más al Polo Norte.
Cuando escucha estas palabras, el Gafarras siente como un puñetazo en la tripa: ¿es posible que exista ese mundo? —se pregunta sin llegar a verbalizarlo—. La idealización romántica de Curwood deja al descubierto la realidad acre que rodea al protagonista, añadiendo, sin embargo, una nota paródica dirigida al lector.
Yo también leí Senda a los once años, y quizá por ello he decidido titular esta reseña con las palabras que empleó Ángel Gracía para dedicarme la novela; porque, en efecto, Campo Rojo es la otra cara, el reverso de esa serie de libros humorísticos sobre los años ochenta llamados Yo fui a EGB. Bajo la epidermis que constituyen todos los detalles jocosos y costumbristas acerca de la época, Gracia ha sabido dibujar el tejido oscuro de una sociedad agresiva de la que muchos no salen indemnes.
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Autor: Ángel Gracia. Título: Campo Rojo. Editorial: Candaya. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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