Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
***
Cuando Fernández tomó el tren en Béccar le pareció que viajaría parado hasta Retiro, pero una mujer se bajó de pronto en la estación siguiente y quedó a su disposición un asiento inesperado junto a un anciano de barba blanca, camisa leñadora y tiradores. Fernández se acomodó al sol y se dispuso a disfrutar del viaje. Pero el anciano no lo dejó en silencio.
—¿Va a trabajar, jefe?
—Sí —respondió Fernández.
—Se nota —acotó. Tenía una voz extrañamente agradable—. Por la pilcha, digo.
Fernández asintió con una sonrisa y luego cerró los ojos como si fuera a echarse una siesta. Ganas no le faltaban.
—Yo tenía una novia en Béccar —dijo entonces el anciano. Y Fernández abrió los ojos—. Fue allá por el 72 o el 73, creo. Se me confunden los años. Sí, creo que fue en el 72. Yo, por supuesto, estaba casado. Imagínese.
—¿Casado? —repitió Fernández con cierta incredulidad.
—Los dos estábamos casados, pero igual nos pusimos de novios.
El anciano miraba por la ventanilla. Fernández miró a los dos pasajeros que dormitaban enfrente: una chica metida en la somnolencia de sus auriculares y un tipo que cabeceaba con un libro de management. Como Fernández no reaccionaba, el anciano se contempló las manos manchadas de vejez y siguió hablando:
—La conocí en una fiesta del Centro Lucense. Al principio no me pareció linda. Sólo agradable. Pensar que luego me parecía la mujer más linda de la Tierra. Pero, bueno, usted sabe cómo es este asunto del amor. ¿Qué edad tiene usted?
—Cuarenta y cinco.
—Yo tendría más o menos lo mismo. Y le digo la verdad: tenía un agujero acá, en el pecho. Andaba pésimo y no sabía por qué. A mí no me iba mal: mi mujer era buena, mis hijos estaban creciendo, tenía un buen laburo. Soy relojero, ¿sabe? Siempre me di maña. Todo parecía que estaba perfecto y que tenía que darme por muy contento. No sé si usted se sintió así alguna vez…
—No, nunca.
—Tiene suerte, pero igual me va a entender. Un día vamos con unos amigos al Centro Lucense para festejar una despedida de soltero, y salgo a bailar con ella. Yo jamás fui un picaflor. No sé, no me daba por ahí la cosa, ¿sabe? Pero ella era tan joven. No, no era una pendeja. Tenía pocos años menos que yo. Pero era joven, ¿me entiende? Una chiquilina. Una mujer muy mujer, madura, con cabeza, pero a la vez una chiquilina. Puf, cuando me di cuenta de que se podía ser todo eso a la vez me enamoré, amigo. Me metí hasta el caracú. ¿Le pasó a usted? Digo, de enamorarse así, perdidamente.
—Dos o tres veces.
—Uno se vuelve ciego, ¿no? Es algo que da miedo. Se levanta de noche, y le enflaquece el cuerpo y le da por escuchar canciones y cree que todas fueron escritas para uno.
Un vendedor de lapiceras Parker entró en el vagón vociferando y el anciano sacó un reloj antiguo de su bolsillo y le pegó un vistazo. Después miró de reojo a Fernández y se rascó la barba.
—Es increíble cómo pasa el tiempo —dijo enigmáticamente, y guardó el reloj. Parecía un poco fatigado—. Bueno, ella resultó más sensata que yo. Un romance anterior la había dejado herida y a la defensiva, y la verdad es que no quería sufrir. Entonces me decía que me quería, me lo decía sinceramente y con ardor, ¿vio? Pero luego me daba a entender que me quería como hasta ahí nomás. Que también quería a su marido, y que en realidad no sabía en el fondo de su corazón si estaba enamorada. ¡Eso a mí me enloquecía! ¡Me ponía de rodillas, señor! ¿Estuvo alguna vez de rodillas usted?
—Sí, alguna vez.
—Es muy feo, muy feo —el anciano sacó un pañuelo de otro bolsillo y se lo pasó por la frente—. Porque uno se siente desnudo, atormentado. El amor es una celebración, ¿vio? Pero sólo se puede celebrar de a dos. Cuando uno se entrega y el otro se refugia, mamma mía, parece que te arrancan la carne con una tenaza. Tuve que aprender mucho para sobrevivir, amigo. Muchísimo.
Se mantuvieron callados un buen rato, mientras pasaban las estaciones y pasaban también discapacitados ofreciendo gangas y pidiendo limosnas. El relojero puso sus pulgares en los tiradores y dijo de repente algo, cuando parecía que ya no tenía nada más que decir:
—Ella me pedía que yo dejara de pensar todo con la cabeza y que me dejara guiar sólo por el corazón. Que siguiera mis instintos. Que la quisiera mucho, que le tirara con munición gruesa, que le ofreciera casamiento. Le encantaba todo eso. Pero cuando yo lo hacía, su mundo temblaba y se ponía en peligro, y ella se volvía atrás y me dejaba colgado. Colgado de un pincel.
El tren estaba entrando en la zona de Retiro. El viejo se quedó otra vez en silencio, mirando las torres lejanas. Fernández se puso de repente ansioso. En cualquier momento entrarían en la estación y bajarían en el andén, y aquel viejo se llevaría el final de la historia como la ballena blanca se llevó para siempre al capitán Ahab.
—¿Y qué pasó con su novia? —le preguntó de pronto, y se sintió ridículo.
El anciano lo miró un segundo y le palmeó la pierna.
—Le voy a dar un consejo, amigo —dijo—. Un consejo paternal.
El tren frenó y se abrieron las puertas, y el anciano y Fernández se pararon juntos entre la corriente de pasajeros que los arrastraba. Salieron al andén y caminaron. Fernández iba con la boca seca. El anciano caminaba rápido y decidido, sin mirar atrás. Cuando cruzaron la zona de los molinetes, el viejo le dijo al joven:
—Le voy a dar un consejo. No quiera saber qué fue de ella. No quiera saberlo nunca. No tiene importancia.
—¿Cómo no va a tener importancia?
—Hay mujeres que son como las golondrinas.
—¿La perdió?
—También le voy a dar algo porque sé que puede servirle.
Fernández, con el ceño fruncido, se quedó esperando algo. Pero el viejo solamente le palmeó el brazo. Luego dijo:
—Me tengo que ir. Lo que le dejo es la paciencia. Si alguna vez le pasa algo parecido es lo único que va a servirle, créamelo. Lo único. Que el tiempo pase y pase, y que usted aprenda.
Ya estaban en la calle. El anciano se subió a un colectivo y se esfumó en su propia sombra. Fernández se metió las manos en los bolsillos del saco, pensativo, y descubrió en el fondo el antiguo y reluciente reloj.
El periodista sintió un cierto desasosiego en los días posteriores: tenía una historia trunca y un regalo que no merecía. Se le hizo costumbre tomar un capuchino en “Café-Café” todas las tardes mientras leía libros de Historia y espiaba a los pasajeros que bajaban del tren y cruzaban el ruidoso vestíbulo. Una de esas tardes, mientras estaba completamente abstraído en una batalla naval del siglo XIX, sintió la inminencia de alguien. Era el viejo relojero, que le golpeaba el vidrio. Fernández lo hizo pasar y lo invitó con una copa. El viejo aceptó una caña. Tenía una sonrisa amplia y lúcida.
—Yo era la pasión y el amor incondicional; su marido era el amor sereno y la garantía —dijo sin demasiados preámbulos—. Cuando su marido vio que la perdía, reaccionó y ella se dio cuenta de que nunca había dejado de amarlo, ¿me entiende?
—¿Y qué hizo usted?
—Lloré, señor. Lloré mucho. Mucho tiempo. Me fui olvidando. Fui volviendo a mi mujer. Volví a enamorarme, llevé una buena vida.
—¿Y qué hizo ella?
—Ella extrañó. Volvió a engancharse con el marido. Y fue muy feliz.
—Y un día volvieron a verse.
—En una tanguería de Palermo, señor. Fue de casualidad. Le aseguro que era una vieja hermosa. No había dejado de ser una chiquilina.
—¿Y qué pasó?
—Los años. Habían pasado veinticinco años. Pero descubrimos que nunca habíamos dejado de querernos. ¿Puede creerlo?
—No.
—Créalo. Éramos viudos. Nos casamos. Pero yo siempre le digo que no puedo asegurarle ciento por ciento que esté enamorado de ella.
—Y ella no le cree. Es una buena historia.
—¿Vio que la paciencia tiene un premio?
Fernández, en una breve pero sentida ceremonia, le devolvió su viejo reloj de bolsillo.
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