Cuando admitimos que todo cambia a nuestro alrededor, es porque hemos perdido algo que nunca recuperaremos. El dolor es la catarsis que nos despierta y demuestra que vivimos en una quimera creada por otros. Salir de ese mundo es posible, gracias a los libros y a una fuerza de voluntad a prueba de manipulaciones oportunistas. Aunque reconocer el continuo cambio pueda sonar a tópico en la sociedad de la información, nunca viene mal recordarlo, sobre todo si nos ayuda a desmontar instituciones que creíamos inamovibles, como nuestra lengua materna. Basta perder el contacto directo con ella durante una temporada para constatar que está tan viva y tan obligada a adaptarse al cambio como nosotros mismos.
Cuando abandonamos el país donde nacimos, la imagen que tenemos de nuestro idioma permanece detenida en el preciso instante en que lo dejamos atrás. A pesar de seguir utilizándolo, lo hablamos cada vez menos, solo con familiares y algún que otro expatriado que conozcamos. Con el paso de los años vemos que las nuevas expresiones nos son ajenas o que nuestra forma de hablar se ha vuelto anticuada. Y cada vez que volvemos a casa por vacaciones, nuestros amigos nos miran extrañados cuando utilizamos la palabra equivocada, que chirría en cualquier conversación. Es la que delata nuestra incapacidad de encontrar el término adecuado, resultado de traducir directamente fórmulas que estamos acostumbrados a utilizar cuando hablamos en esa lengua extranjera cuya melodía nos acompaña la mayor parte del tiempo.
Comprendo que pueda parecer exagerado a quien no haya vivido semejante experiencia, pero mentiría si dijera que no he cogido alguna vez el diccionario francés-español para traducir palabras que uso habitualmente en Francia y cuya familiaridad me obliga a utilizarlas aun cuando hablo en español. Incluso me he sorprendido a mí mismo buscando ciertas expresiones españolas en internet para comprobar que se utilizan realmente y no son una mala traducción que he hecho de forma intuitiva. En mi caso, ocho años en el extranjero no pasan en balde y el resultado sería aún peor si no tuviera a la literatura como aliada en este interminable combate contra el olvido. Para mí, leer y escribir no son solo dos placeres irremplazables, sino los medios que me permiten mantener el nexo de unión con mi lengua materna. Además de libros, leo ediciones electrónicas de diarios españoles para estar en contacto con las palabras que se van añadiendo al diccionario y seguir las expresiones más utilizadas. Aunque estos cambios sean sutiles para muchos, no me cuesta encontrarlos si los comparo con la situación de la lengua en el momento en que dejé mi país. Como sucede cuando reencontramos a alguien que no vemos desde hace mucho tiempo y distinguimos cada nuevo rasgo en su rostro.
Todo esto me lleva a padecer una extraña esquizofrenia lingüística. Incluso mi subconsciente me juega malas pasadas: sueño y pienso tanto en francés como en español y de vez en cuando se me escapa alguna palabra española cuando utilizo el idioma de Molière. La inmersión en mi país de acogida no llega a ser total y el contacto con mi lengua materna se aventura insuficiente. Mi acento me delata cuando hablo en francés y no me expreso en español con tanta facilidad como antes de partir. Lejos de vivir en un lugar donde un único idioma me acompañe durante todo el día, resido en un extraño limbo suspendido entre dos países que me reciben como un intruso.
Confieso que no conocía la existencia de este indefinido espacio hasta que, hace una década, asistí a una conferencia de Beatriz Colomina, una arquitecta valenciana cuyo trabajo como historiadora goza de gran prestigio, que vive y trabaja en Nueva York desde hace treinta años. Más allá de la calidad de la ponencia, me sorprendió su forma de hablar. Tenía un marcado acento inglés y muchas veces se detenía para buscar el término adecuado, que prefería decir en inglés antes de usar la palabra equivocada. En su momento me extrañó que alguien pudiera encontrar dificultades para hablar en su lengua materna y no pensé que la vida me acabaría llevando a una situación muy similar. Y no he encontrado una mejor descripción de la inquietud de quien vive entre dos lenguas que el prólogo escrito por Colomina para la primera edición de su libro Privacidad y publicidad. La arquitectura moderna como medio de comunicación de masas:
“Escribía en español y después traducía al inglés. Cuando intenté poco después hacerlo directamente en inglés, me sorprendió constatar hasta qué punto había cambiado no solo mi manera de escribir, sino incluso aquello que decía. Era como si, junto con la lengua, estuviera dejando atrás también toda una manera de ver las cosas, de escribirlas. Incluso cuando pensamos que sabemos lo que queremos decir, en el momento de hacerlo la lengua nos lleva a su propio terreno. Si, además, esta lengua no es la nuestra, estamos definitivamente en territorio extranjero. Últimamente he empezado a sentir lo mismo con el español. Me he convertido en extranjera en ambos idiomas, moviéndome como una nómada a través del discurso en un itinerario intransitado”.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: