Esta reseña va a ser un poco extraña, puesto que no hablaré de una obra a la venta en su librería de barrio favorita ni al alcance del lector interesado, a menos que ese lector en concreto cuente con el hábito de escarbar en las librerías de viejo y se vea regularmente acompañado por la suerte (que para un perseguidor de libros raros no deja de ser una prolongación de la paciencia). Como en muchos de los relatos de Borges, de Lovecraft, como en Bolaño (La literatura nazi en América) y en Lem (Vacío perfecto), apelar a un libro casi inalcanzable siempre puede confundirse con la falsa reseña a una joya inventada; pero el libro al que me refiero existe, y esta reseña la escribo como una carta de solidaridad con ese lector ideal y también como ruego a un editor, todavía sin rostro ni nombre, que debería hacer algo para remediar cuanto antes este otro vacío, para nada perfecto: el de tantos amantes de la buena poesía a los que, sin saberlo él y sin saberlo ellos, está dejando cruelmente huérfanos de libro. Yo lo descubrí por pura casualidad, en su primera edición (1990), tirando del hilo de una entrevista con Jaime Gil de Biedma, la que Miguel Munárriz y Carme Riera le hicieron, rodeados de cámaras de televisión, en 1987, en casa de Carme (y en la que Jaime, con “una amabilidad y una educación británicas”, fue montando las piezas de su sombra futura con frases tan sobrecogedoras como estas: “No es que haya decidido no escribir poemas, es que el conocimiento de mí mismo me hace pensar que lo más probable es que no los escriba: se parece mucho al amor, tener esa sensualidad verbal, lo que ahora yo me considero incapaz de hacer… Todo cuanto yo esperaba de la poesía era nulo, no existía y era un puro engaño”), y fue por la amistad de su autor que conseguí una edición más completa, publicada un cuarto de siglo después de la primera, gracias, por cierto, a la propicia labor de mecenazgo que Ramón Pernas llevó a cabo durante muchos años al frente del departamento de cultura de una conocida sastrería, una labor que muy pocos supieron aprovechar y que, por desgracia, me atrevería a decir, menos aún —en especial muchos de los más favorecidos— le han sabido agradecer.
El libro, cuyo título es Encuentros con el 50: La voz poética de una generación, lo editó Miguel Munárriz a partir de las conversaciones —los llamados «Encuentros», con una justificada mayúscula— que durante tres días de 1987 mantuvieron en el Teatro Campoamor de Oviedo siete poetas de la generación del 50: Carlos Barral, José Manuel Caballero Bonald, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Francisco Brines, Claudio Rodríguez y Carlos Sahagún, a las que lamentablemente no asistió Jaime Gil de Biedma porque coincidían con un compromiso suyo en Manila y tampoco José Ángel Valente porque entendía que su única adhesión con los poetas de los 50 empezaba y terminaba en una fotografía con bufanda que se hizo con ellos en Collioure. Como notita marginal, en esa foto, homenaje de unos poetas a otro poeta, Antonio Machado, en el vigésimo aniversario de su muerte —a la manera de Zorrilla deshaciéndose en unos maravillosos versos ante el féretro de Larra, “memoria del poeta que perdí”—, también aparece Blas de Otero, el único del grupo que no nos mira a nosotros (aparte de un desprevenido Ángel González que, si la vista no me engaña, parece llevar encima su propia cámara, y por tanto es posible que esté distrayéndolo el trino de otro pajarito) sino, con media sonrisa y un poco de reojo, a esa juventud tan similar y a la vez tan distinta que ya se preparaba, nominalmente, para tomar el relevo de la primera generación de posguerra. En esa foto, dicho sea de paso, es imposible no mirar a Valente, el que menos querría haber figurado ahí, un Valente en cuclillas que aparece menos adusto que asqueado del mundo, como si desde 1959 estuviera perdonándonos la vida; todo lo contrario de Barral, que sonríe aunque sea mediante un rictus (a lo mejor ni sonríe y es sólo que le da el sol), y sobre todo Jaime, un hombre de expresión tan despejada y serena, tan llena de comprensión hacia tus faltas, que, incluso sin leerle, algo de él ya lo convierte en tu amigo.
(Queda claro que me gusta Gil de Biedma. Pero, como a cualquiera con un poco de corazón en las costillas, también me gusta Valente… y su reluctancia hacia los grupos no menos de lo que me gusta él).
Las conversaciones comenzaron el 27 de mayo de 1987, con una presentación de José Luis García Martín y Alejandro Duque Amusco, tras la que tomaron la palabra Claudio Rodríguez y Francisco Brines —en 1987 estos hombres se bastaban para llenar el Teatro Campoamor. Parece que estamos hablando de otro planeta, en otro siglo: ¿acaso sigue habiendo eso que se llamó «generaciones», aunque sea como excusa para eso que se llamó «conversaciones»?—, y terminan el 29, ya anocheciendo, con todos los poetas declamando poemas propios y ajenos, incluido uno de Valente que recita Claudio Rodríguez, como una delicada manera de hacerle estar. Entre un día y otro planean inevitablemente los conceptos que durante años habían encasillado a los poetas del grupo de los 50, en particular el de “poetas de la experiencia”, que José Luis García Martín es el primero en mencionar: habla, al referirse a Insistencias en Luzbel (1977), el espléndido poemario de Brines (¿pero qué poemario de Brines no es espléndido?), de esa aérea cualidad que tiene como “meditación sobre la nada” y que por su “despojada belleza” encuentra comparable a los poemas de Miguel Molinos, y que a mi modo de ver tienen su más noble antepasado en estos versos de Guillermo de Peitieu, escritos a finales del siglo XI en un idioma inventado por poetas, la langue d’oc:
Haré una poesía sobre absolutamente nada:
no tratará de mí ni de ninguna otra gente;
no tratará de amor ni juventud,
ni de ninguna otra cosa.
Habrá sido compuesta durmiendo, sobre un caballo
Una meditación, continúa García Martín, que se alterna “con la habitual poesía de la experiencia que trata de perpetuar, por medio del verso, la fugacidad de su instante”. Por su parte, Duque Amusco recurre a un tópico también común para definir a los poetas del grupo de los 50: me refiero al término “poetas del conocimiento”, que no es menos epatante que el de “poetas de la experiencia” —de alguna forma, esos términos parece que validarían la existencia de unos “poetas de la inexperiencia” y de unos “poetas del desconocimiento”—, aunque ni Claudio Rodríguez ni Francisco Brines, a la pregunta que les lanza Duque Amusco, se muestran muy proclives a dejarse abrazar por las etiquetas (y con razón: creo que ya va siendo hora de decir que la poesía de la experiencia y la poesía del conocimiento son la misma poesía de siempre sólo que con taxis, semáforos, y alguna volandera gabardina):
DUQUE AMUSCO: Les hago una pregunta a los dos poetas del grupo del 50: ¿cómo explicáis el término “poetas del conocimiento”, al que muchas veces se ha recurrido de forma extensa para presentar vuestra generación? ¿Cuál es ese “modo especial de conocer a través de la poesía”, según vuestro punto de vista?
RODRÍGUEZ: Se me ocurre una cita de Rilke, que creo que responde mejor que yo a la pregunta. El conocimiento de la propia experiencia, he aquí el gravísimo problema: está fuera o no está fuera, es el viejo tema. Rilke escribe: “Atreveos a decir a lo que llamáis manzana”. Ahí está la raíz del conocimiento, el nombrar las cosas, es la esencia misma, el secreto de las cosas, y voy a insistir: secreto sagrado, no hemos hablado del tema trascendental, que es el religioso [Barral, lamentablemente, se quedó con las ganas de hablar un día después de “la relación con el ámbito del cristianismo”], y no hablo desde el plan confesional, sino de nombrar las cosas, buscar el secreto. Lo sagrado, repito, para mí, está ahí. Poco más. Santa Teresa confiesa: “Me paso mucho tiempo contemplando cómo es el agua”. Ahí está el intento siempre frustrado de conocer la realidad y conocer la propia existencia, conocer la propia vida. Eso es lo que yo entiendo por conocimiento.
BRINES: Habría que hablar de la poesía como revelación; lo que en el texto se revela es el conocimiento que se nos da, y esto tanto con respecto al mundo exterior como al mundo interior. Nuestra generación escribe principalmente desde la propia experiencia vital, por lo que ese conocimiento tendrá lugar a partir de cuanto condiciona la vida personal. Pero yo creo que esa revelación la tiene todo verdadero poeta, grande o pequeño, que escribe para conocer, para que se le revele en el texto, entregado en la emoción, lo que antes desconocía, y que él sabe que puede desvelar, aunque pudiera parecer incognoscible. Y lo es hasta que se escribe. Entonces el poeta que ha producido la emoción la recibe como lector, con sorpresa. Ahora bien, cuando el poeta crea el poema desde los escombros de la propia vida, el conocimiento lo procura de esa misma vida, y eso es lo que, quizá, ha hecho que a esta generación se le haya llamado «de la experiencia»; pero yo no creo, en absoluto, que sea sólo propio de la generación, sino que es bastante común en otras generaciones.
“Habría que hablar de la poesía como revelación”. “Secreto de las cosas, secreto sagrado”. Esto, que define la poesía mejor que cualquier categoría en la que pretendamos incrustar a los poetas de cualquier condición social y cualquier siglo, es lo que persiguieron a través de su experiencia personal los Brines y Rodríguez de la generación de los 50 como los Garcilasos y los Lorca que les acompañan en su búsqueda a lo largo de una resplandeciente cadena áurea. Es, también, lo que persiguieron los poetas de la generación inmediatamente posterior, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Luis Antonio de Villena, a través de esas sedas y esos palacios incendiados en llamas de crepúsculo (los “rasos amarillos a cambio de mi vida” del poema de Guillermo, “Capricho en Aranjuez”), con los que crítica y lectores pretendieron confrontarlos —también es verdad que algún que otro novísimo trató a los del 50 poco menos que de poetas carpetovetónicos, devolviéndoles ese parco desprecio con que algunos del 50 trataron a su vez a la primera generación de posguerra—, y a los que Ángel González dirigió un poema en el que defendía sus propias armas derrotadas y el canto de todo aquello que perdió, banal y gris “como la espuma sucia / de un día anticipadamente inútil”:
Otro tiempo vendrá distinto a este.
Y alguien dirá:
“Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:
violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas”…
Al final, todo el debate novísimos vs. poetas de la experiencia se reduce a la cuestión, por lo demás bastante absurda, de si es más valiosa en términos poéticos (y quizá también en términos vitales/estéticos) la experiencia vivida o la experiencia leída, si un poema en el que se pide enfrentar el esplendor de una piel a “una corbeille azul / de siemprevivas” tiene más o menos valor que otro poema escrito (cita de Brines) “en un compromiso de urgencia con el hombre histórico, paciente de una situación política y social concreta.” La respuesta es sencilla: todo depende del poeta, de la belleza del poema. Uno de mis poetas preferidos, Guillermo Carnero, atajó no sé si involuntariamente en “El sueño de Escipión” este dilema un tanto bizantino entre origen del poema y lo que no deja de ser, a fin de cuentas, un puro revestimiento formal, que es lo que realmente separa a los novísimos y a los poetas de la experiencia, aparte, obviamente, de todas esas cosas que separan a los miembros de cualquier generación, sean o no poetas:
El poema procede de la realidad
por vía de violencia; realidad viene a ser
visualizar un caos desde la perspectiva
que el poeta preside en el punto de fuga.
“Violencia” es una manera de llamar a ese golpe que asesta la belleza al individuo (no necesariamente el poeta, aunque sólo el poeta sabrá expresarlo) situado en el punto de fuga, ese centro hacia el que se precipita con apariencia de entropía la imperturbable corriente de los hechos. Pero eso que para entendernos poéticamente llamamos así, violencia —recordemos a Rilke (en la bella traducción de José María Valverde): “Pero lo bello no es nada más / que el comienzo de lo terrible, que todavía apenas soportamos, / y si lo admiramos tanto es porque, sereno, desdeña / destrozarnos”—, viene de la misma realidad, de la experiencia colectiva que se arranca un pedazo y nos lo tira a la cara, convertido en experiencia personal.
Uno puede contar ese golpe así:
Lejanos te parecen hoy los días
de campamento en el asedio a Murcia;
olvidaste el aroma del azahar
la luz de las fogatas de tus hombres
y las canciones de los catalanes…
y otro así:
Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos.
Con que trajín se alza una cortina roja
o en esta embocadura de escenario vacío
suena un rumor de estatuas, hojas de lirio, alfanjes,
palomas que descienden y suavemente pósanse.
Componer con chalinas un ajedrez verdoso…
Pero cada uno de ellos es soberano de sus ruinas, rey y mendigo a su manera. (Por cierto, me gusta mucho esto de Guillermo, la “realidad viene a ser”. La realidad siempre viene a ser: nunca termina de llegar, y nunca es.)
Me he detenido en este asunto de la estética porque, si hablamos de poesía, no es cuestión de dejar el abrigo de raso amarillo colgado de la percha. Pero la encantadora riqueza de este libro llega por supuesto mucho más lejos de lo que puede dar de sí un debate, al fin y al cabo, semántico. Para cualquier lector que ha educado su gusto no ya en la poesía, sino en todo lo que un poema conlleva —la emoción de descubrir una emoción, como decía Brines, sentirse siempre el joven que busca compartirse en unas páginas, la forja adolescente, por ejemplo, en una plaquette o una revista—, hay algo intensamente personal en la historia colectiva que va perfilándose en estos encuentros. Lo hay para mí, desde luego, cuando veo a Claudio Rodríguez apelando al alma al hablar de Escrito a cada instante de Leopoldo Panero (“la palabra arrimada al alma”) o de la estructura de La casa encendida, “la casa del espíritu”, que llega a comparar con Las moradas de Teresa, y siento a Claudio más y más presente, más reducido a una lejana transparencia, justamente entonces, cuando empieza a verse sepultado por el remolino de las voces de los amigos y las dudas que todos ellos muestran respecto a eso tan intrépido que alguien ha mencionado ahí, el alma, nada menos, esa niebla entre tanta cosa material, “como la flor del almendro en enero”, dice Goytisolo, “que también sale de la materia; si queremos llamar espiritual a la flor del almendro, pues entonces…” Y se queda ahí, en esos puntos suspensivos tan —por otro lado— barralianos. (Barral que, por cierto, empieza respondiendo a Claudio Rodríguez con un tajante “el alma de los poetas no me importa nada, me importa su intención lingüística”, y un día más tarde reconoce, sin darse cuenta de la paradoja, que “el alma es también un problema lingüístico”). Todo eso y todo lo demás es una pura delicia para el lector interesado —y, quiero pensar, para el editor delicado y atento— del primer párrafo: las disputas del grupo del 50 con los poetas de la generación anterior (la repulsa por completo subjetiva, “la razón maniática, sin un contenido serio”, que Barral admite sentir hacia Rosales, hasta el punto de leer “molesto, con rabia”, La casa encendida, que de tan exótico —y para colmo obra de un “personaje tan detestable”— le parece hindú, o la decepción de todo el grupo con Vicente Aleixandre al descubrir que las cartas que enviaba a poetas menores contenían los mismos elogios, casi escritos con las mismas palabras, que les dedicaba a ellos), la manera en que se concibió y se creó la famosa antología de Castellet, polémica por su “contenido ideológico” —no menos polémica seguramente que la de Las ínsulas extrañas, con Valente como uno de sus antólogos—, o se fundaron revistas que sirvieron como temprano disparadero para aquella nueva poesía; todo ello ya no constituye tan sólo un retrato de grupo con poemas sino algo mucho más personal, mucho más íntimo, una historia de nosotros en relación con el mundo y su lenguaje que adquiere una luminosidad más aterciopelada, más ambarina y medio crepuscular —iba a añadir que ligeramente novísima— cuando consideramos que todas esas voces se fueron apagando una por una hasta que de ellas sólo ha quedado su forma destilada, su esencia más pura prendida a tantos libros. Diría que es a causa de ese sucederse de silencios que el segundo prólogo de Miguel Munárriz, escrito casi a la vera de los últimos ataúdes —Brines y Caballero Bonald morirían en poco más de cinco años—, tenga ese fondo un poco melancólico, pero lleno de vida como ocurre con ese desatendido y maltratado tesoro que es la melancolía. Aunque diría que en su voz hay además un poso de amargura, y no sólo por los amigos perdidos: también, creo yo, porque en esa fecha que todavía es reciente (2016) terminaba ya de desaparecer una manera particular de vivir y de entender la literatura, quizá irrecuperable, entre un sueño de papeles que se convertirían en libros o revistas, al calor de amistades vivas y muertas (porque un poeta que muere no es un poeta que calla) junto a las que emprender ese difícil camino hacia el alma, hacia la flor del almendro, que se iniciaba cuando uno era todavía casi un niño, en una cuartilla iluminada por un flexo.
Libro de amigos —amigos nuestros, amigos ajenos— que perfectamente podría haber terminado así:
Sólo quiero deciros que estamos todos juntos.
A veces, al hablar, alguno olvida
su brazo sobre el mío,
y yo, aunque esté callado doy las gracias.
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Autor: Miguel Munárriz (editor). Título: Encuentros con el 50: La voz poética de una generación. Edición no venal de Ámbito Cultural.
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