La reunión de intercambio de ideas sucedía en el piso 25 de un rascacielos mexicano, rodeado de un aire polucionado, propio de una maldición azteca, uno de esos eclipses precolombinos con cuya predicción, convertida en designio, los por entonces amos del Norte del continente sometían al resto de las tribus.
Era el único argentino de aquel cónclave creativo, y aquella torre no era ni remotamente la más alta del DF. ¿Por qué me han convocado?, se preguntaba Ducase, quien de casualidad, en la multinacional de productos de afeitado, había propuesto el muy atinado y exitoso nombre de la nueva afeitadora, que arrasaba con las ventas aquel invierno porteño, y en Latinoamérica en general.
Ducase participaba del departamento de Relaciones Públicas, por una decisión incidental de uno de los principales gerentes de la marca. Sucintamente: en un concurso televisivo de preguntas y respuestas auspiciado por la empresa, representando a su colegio, Ducase había expresado unas ideas sorprendentes. Lo convocaron al Departamento de Relaciones Públicas a modo de prueba, y desde entonces había destacado y pasado a formar parte de la planta, como observador singular y generador aleatorio de propuestas de innovación .
Las sinapsis empresariales lo habían llevado, de boca en boca, a participar de aquella Babel de guionistas, para arribar al producto navideño cinematográfico que lanzaría la compañía Bruner en el segundo diciembre a partir de aquel encuentro.
Bruner era la más importante de las productoras independientes latinas, luego de los grandes tanques norteamericanos. Realizaba el camino inverso: reventar las taquillas en Hispanoamérica, para arribar con blasones a USA, Europa y Asia. La ejecutiva que ingresó in media res a la reunión, lucía un cuerpo exuberante en camisa, un peinado sobrenaturalmente aireado, y un bozo apenas visible a lo Frida Kahlo en cada una de las comisura de su bella boca. Ducase nunca le había encontrado algún encanto a Frida Kahlo; ni a sus cuadros, ni a sus dichos. Mucho menos a su leyenda. Tampoco a Diego Rivera. Pero contra Trotsky, que los había frecuentado, Ducase sentía verdadera animadversión: un criminal.
El ingreso de la señora Paloma —señora porque ya cruzaba, levemente, los cuarenta años—, determinó un clima de cierre. Las ideas debían exponerse en ese momento. Llegaba sobre el final para dar un veredicto. Como siempre le ocurría a Ducase, los momentos de inspiración se le cruzaban contra el dead line.
—Una paloma —dijo sabiendo que rozaba el malentendido—. Pertenece a una familia de palomas mensajeras, londinenses: cinco siglos, de generación en generación, cumpliendo su tarea de llevar los recados a buen puerto.
“Desde donde quiera que las suelten —China, Namibia, Trinidad Tobago, Madagascar—, los integrantes de la familia Colombo funcionan como el más eficiente de los correos privados contemporáneos. Son la versión paloma del correo del zar. Nunca algún Colombo ha perdido un sello, un código, una cifra bancaria”.
“El secreto y la entrega segura han estado garantizadas durante 500 años, atravesando tormentas, climáticas o de misiles, nevadas, tornados o tsunamis”.
“Un palomo Colombo arribó en la luneta de un camión a los alrededores de la costa de Normandía el 1 de junio de 1944, anunciando a quien correspondía la inminente incursión que liberaría a Europa de la garra nazi, y regresó por el aire hasta el sótano secreto de Churchill con un mensaje decisivo”.
“La familia de palomas Colombo representa en la entrega de mensajes en papel lo que la puntualidad inglesa en Occidente”.
“Pero Paloma, nuestra protagonista se llama Paloma, ya no quiere participar del negocio familiar. Vive en el mundo libre y quiere ser libre ella también”.
—¿Negocio o vocación? —preguntó la señora Paloma.
—A Paloma le da lo mismo —respondió con osadía Ducase—. Ya está saliendo de la adolescencia, es casi una joven paloma, en la década de 1960, y decide que no quiere volver siempre al mismo sitio. Pretende elegir su destino. Genera un conflicto familiar monumental. Y finalmente…
Se hizo un silencio a tono con ese remate que definiría la trama. Pero Ducase produjo un anti climax:
—El final decidámoslo entre todos. Si es que la idea
interesa…
—En principio, yo la dejaría a un costado —sentenció la señora Paloma—. Demasiadas aves animadas en este cielo de celuloide. Si no aparece nada mejor, la retomamos. Que tengan buen resto del día. Seguimos el lunes.
En el hotel de estadía, apenas a dos cuadras del edificio corporativo —el tránsito mexicano hacía imposible cualquier distancia mayor—, Ducase descubrió que le habían impuesto un compañero de cuarto. Un americano de Miami con acento colombiano. La mar de simpático, pero Ducase había decidido nunca más compartir habitación con nadie que no fuera una mujer; y en ese caso coyunturalmente, si la situación lo ameritaba. Había configurado aquella promesa a sí mismo a los 18 años, cuando marchó a vivir por su cuenta en una suerte de comuna de bohemios. A sus presentes 25 años, era una de las pocas convicciones que sostenía. La ejecutiva Paloma lo divisó sentado en el pasillo de mullida alfombra roja a las once de la noche, y le preguntó qué ocurría. Ducase confesó que estaba cobrando fuerzas para pagarse una habitación a solas. Paloma inquirió el motivo. Y agregó:
—En ese caso, podés compartir la mía.
Ducase intentó con la mayor sutileza aclarar sus condiciones.
—Sí, sí —replicó Paloma—. Podés compartir la mía.
La noche fue un milagro del que Ducase no se recuperaría, hasta donde un hombre joven puede sentir en el alma la revelación de una experiencia sensorial. Los fenómenos naturales —ni siquiera el temido terremoto que figuraba en las inútiles tarjetas de cartón de advertencia sobre la mesa de luz—, no alcanzaban a explicar aquellas horas deparadas por el azar y el misterio.
El sábado por la noche, desolado por la extraña debilidad del día después de la pasión a esa edad, dejó un “billete” (como se llamaba a los mensajes en papel) bajo la puerta del cuarto de Paloma, con una de las mejores canciones de amor de aquella tierra exótica: no se tú, pero yo, quisiera repetir. No obstante, el domingo por la mañana, sin haber dado respuesta al desahuciado Ducase, que durmió en la habitación menos onerosa del hotel, a cargo de su propio pecunio, la ejecutiva Paloma salió sin prisa ni pausa del cuarto del miamense de acento colombiano con quien Ducase se había negado a compartir.
En el concilio del lunes, la ejecutiva Paloma le dio humo blanco a la idea de Ducase, y entre todos comenzaron a destriparla, como si compartieran una común rivalidad contra el único argentino del grupo. Apenas si quedó algo de su Paloma original.
Ya de regreso en la alfombra mullida roja del interminable hotel de su derrota, cruzó con la ejecutiva Paloma, y con esa inocencia de los niños grandes que aún no quieren reconocer las reglas del mundo, le preguntó a su descomunal amante:
—¿Por qué me dejaste así? Era solo una noche más…
Ella sonrió y asestó con gracia:
—Me llamo Paloma. Pero como la que tú inventaste, no traigo ni llevo mensajes. Mucho menos una respuesta como la que me estás reclamando.
Le dio un beso en la mejilla, una estela de perfume y el adiós piadoso de un trabajo en ciernes.
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