Otra vez volvimos a entrar al salón azul. Sin dejar de agasajarme, Emilia me dejó instalado a una mesa calmilla con falda larga y un tapete de ganchillo encima y salió de nuevo. Mientras se ajetreaba en la cocina, eché una ojeada a todos los bibelots que me rodeaban. No podía dejar de imaginar que en mi misma silla se había sentado Umanuno, tan amigo de doña Emilia, o el propio Galdós, que por supuesto frecuentaba esta casa como si fuera propia. Recordé que Wenceslao Fernández Flórez dejó escrito que la enorme cultura de la Pardo Bazán le intimidaba: él también se había sentido empequeñecido por el oceánico saber de quien, muerto Menéndez Pelayo, había pasado a ser el primer polígrafo de España.
Siempre he tenido en contra a todos los escritores y a todas las mujeres: Mulier mulieribus lupus est… —y siguiendo mi mirada, añadió— Ese de la vitrina es mi abanico favorito. Se nota en los patrones la influencia asiática. Y el varillaje, finísimo, ostenta el típico claveteado de oro del periodo Luis XIV. El paisaje, por el anverso, representa los jardines de Armida… Pero hablemos de cosas más dulces. ¿Qué te parecen estas yemas?
—Buenísimas —dije, llevándome una a la boca.
—Pura cocina castellana. De lo mejorcito que existe. Una indiscreción, ¿te gusta cocinar? Entonces te regalo esto —dijo, entregándome un pequeño libro.
—La cocina española antigua. Muchas gracias, no lo había leído.
—Fue otro de mis muchos intereses. Cuando lo saqué muchos lo vieron como una claudicación después de tanto que había escrito sobre la cuestión de la mujer. No lo era en absoluto. Lo publiqué en la Biblioteca de la Mujer, donde precisamente pretendí tratar cuestiones de actualidad feminista pensando que podría ilustrar por lo menos a una minoría. No tardé en darme cuenta de que no era así y, visto el fracaso, para atraer a las mujeres me propuse enriquecer la sección de Economía Doméstica con obras que pudiesen ser útiles, como esta. Muchas de las recetas se han cocinado en mi casa desde niña. Sospecho que bastantes se han perdido.
—Pues yo le confieso que el libro estrella de cocina en mi casa sigue siendo las mil ochenta recetas de Simone Ortega.
—¿La nuera de Ortega y Gasset?
—Esa misma, ¿la conoce?
—Los muertos insignes nos conocemos todos.
—Pues salúdela de mi parte la próxima vez que la vea. Yo aprendí a cocinar con su libro de recetas, y ahí sigue en mi cocina, por muy lleno de grasa que esté. Es más, cuando se vayan mi hijo y mi hija de casa, les compraré a cada cual un ejemplar…
—¿Tienes hijos?
—Dos. Niño y niña.
—¿Y reciben la misma educación?
—La mismita.
—¡España ha cambiado tantísimo desde que yo la conocí! —exclamó doña Emilia sorbiendo su te. El mío me pareció que todavía quemaba—. En fin, lo importante de este libro mío es que es un documento etnográfico. Comer define una cultura. Si el cosaco de la estepa era un hombre que llevaba la ración de carne cruda bajo la silla de su caballo, si los espartanos sacaron su energía del bodrio, la sopa negra de sangre de cerdo que comían a diario, y si la decadencia romana la marcó la glotonería de sus banquetes, yo estoy convencida de que el carácter español lo definen antes que nada el gazpacho y el cocido.
—¿También es nacionalista en esto de la cocina?
—Más que en ningún asunto, guapiño. Nuestras materias primeras son excelentes, si bien las reses de matadero yo creo que en otros países se ceban mejor. En cambio nos podemos ufanar de nuestros pescado de mar y de río, de la fruta, que es inmejorable, de las aves de corral, de la caza de pluma y por descontado de nuestros jamones. Ahí no cabe competencia. Y las hortalizas empiezan a cultivarse como es debido, pese a que ha costado meterlas en la mesa. Y desde luego el arroz no hay ningún país del mundo donde se prepare como aquí. En Francia sabe a aguachirle. Y eso que yo creo que no se le puede negar ser el país culinario por excelencia. Pese a ello hay terrenos en los que podemos competir: el arroz, los platos populares, los vinos… Y desde luego nuestros embutidos. Esos no tienen parangón ninguno ni con los suyos ni con los italianos. Dicho lo cual, la cultura culinaria que tienen los franceses es tremenda. Admito que hay que quitarse el sombrero en esta cuestión, como en lo literario. Ahí son el país más civilizado de Europa, el más culto y fino.
—Seguramente. Y no obstante a mí me pasa, ahora que mencionamos el pescado, que es un país tremendamente carnívoro. Las primeras veces que crucé los Pirineos me costó hacerme a la mesa. Al final me di cuenta de que era porque había mucha grasa. Siempre comían carne. Comparado con la dieta a la que yo estaba acostumbrado, a nuestro alternar carne con pescado, me costaba…
—Es lo que explico en ese librito. Tenemos una cocina variadísima. La cocina española puede alabarse de sus sabores fuertes y nítidos, sin ambigüedad de salsa y aderezo, de su variedad, de su adaptación al clima y de una tendencia vegetariana, debida yo pienso que sobre todo al calor. En cualquier caso, es una cocina importante que ha dejado su sello. En Cuba, Méjico y Chile abundan los platos hoy nacionales que tienen un origen hispano y que demuestran su adaptabilidad. Yo he incluido algunas recetas americanas en este tratado.
—Supongo que no estará el arroz a la cubana.
—Ja, ja. No, ese plato de arroz bárbaro no está, desde luego. Aunque hay platos muy sencillos que no dejan de ser suculentos manjares. Uno por ejemplo es el pan tumaca catalán. Es la cosa más sencilla del mundo —pan, ajo, tomate, un hilillo de aceite— y para mí vale tanto como la pizza italiana. Es más, si hubiésemos sabido exportarlo, habría podido ser lo que es hoy la pizza en la cocina mundial. Y luego está esa gran combinación desconocida: el queso con membrillo.
—No puedo estar más de acuerdo. Eso habría que exportarlo. Estoy convencido de que los chefs podrían hacer maravillas reposteras. El membrillo además combina lo mismo con queso fresco, de Burgos, que es como se ha comido siempre en mi casa, que con curado manchego o incluso roquefort. Quitando el cabrales, que sencillamente no combina con nada y al que es necesario rebajarlo, se puede combinar con cualquier queso.
—Esta vez soy yo la que no estoy de acuerdo, pero no vamos a discutir sobre ello, aunque me encanta que te guste tanto comer. ¿Has visto estos dulces de almendra granadinos que te he traído? ¿No te has dado cuenta de esos dibujitos de azúcar que reproducen los alicatados de los frisos de la Alhambra? ¿No te parece que es una delicia ya solo el verlos?
—Sí, y además ennoblecen una faceta que siempre, a mi entender, ha sido el punto flaco de la comida española. Durante muchos años hemos tenido incluso muy buenos restaurantes donde te servían unos excelentes primer y segundo plato, pero que luego te lo acompañaban con un pan malillo o un postre lamentable, cuando no te ofrecían sencillamente una fruta. En ese aspecto, el pan francés y el cruasán francés, la vienesería, como dicen ellos, y toda su repostería, sigue siendo algo fantástico. Es cierto que ha mejorado mucho la cocina peninsular en los últimos años en todos esos detalles y que se está poniendo de moda… Tanto, vamos, que ahora los chicos han pasado de querer ser futbolistas a querer ser todos cocineros…
—Mucho mejor, ¡cuánto me alegro! De todas formas, la cocina es una de las artes más aristocráticas y que más ha evolucionado con el paso del tiempo… No, no me pongas esa carita porque digo que algo es aristocrático, que sabes que es verdad… Uno ya no puede sino considerar como bárbaro bárbaro aquel jabalí que servían los romanos y que llevaba dentro un cabrito, que a su vez tenía dentro un cochinillo y este un pavo y ese unas gordas codornices, y estas unos pajarillos dentro.
—No me extraña que lo vomitasen.
—Eso por no hablar de las grandes lampreas servidas sobre un lecho de hierbas aromáticas, ni de las ostras confitadas en miel y otras cosas que gustaban a Lucano y que entonces eran una delicatessen. Hoy nos harían llevar los dedos a la garganta. Piensa en las especias, cómo abusaban, y no solo el azafrán, la canela o el clavo. ¿Y qué decir de la tosquedad de la Edad Media, donde no tenían ni servilletas ni cubiertos y donde los nobles se limpiaban los dedos en la rubia cabellera de un paje? Hoy nadie puede cuestionar la evolución no solo de los utensilios —cazuelas, almireces, sartenes, ollas, tarteras, cazos, parrillas, moldes infinitos— sino la propia cocina en sí, que se ha ido refinando una barbaridad. ¡Y qué inventiva se necesita! ¿A quién fue al primero que se le ocurrió hacer una salsa con perejil, preparar el arroz con almejas, la sopa con fideos, el besugo asado con ruedas de limón, mezclar las berenjenas con queso, empanar las carnes o comer algas? La imaginación que le hemos echado, como especie, ha sido tremenda.
—¿Y qué opina de las sopas frías?
—Qué voy a decir, sino que es uno de los emblemas de nuestro pueblo. Cuando un pueblo adopta un manjar no se equivoca nunca. Ni el japonés con su arroz ni el bracero de Andalucía que prefiere a todo su gazpacho. El clima es cálido, la sangre ardiente, y el gazpacho refrigera y nutre sin cargar el estómago. ¿Te puedes creer que yo pasé diez años sin querer probarlo porque la primera vez que me lo presentaron en casa de unos amigos andaluces estaba empecatado y sabía a pintura de puertas y ventanas? Pero si te soy sincera, lo que de verdad me gusta son los dulces españoles, como esas yemas cubiertas de caramelo duro y brillante, las rosquillas bañadas en azúcar y sobre todo los tocinillos del cielo.
—Era el dulce preferido de mi abuela. Era manchega. Ella solía decir que si uno comía treinta y tres tocinillos seguidos se moría.
—Ja, ja, me empieza a caer bien tu abuela. ¿Cómo se llamaba?
—Mercedes.
—Qué nombre más bonito. Come, come, que estás muy delgado. ¿No te parece que el dulce es la cosa más agradable que ha puesto Dios en la Tierra?
—Me gusta, pero yo soy más de salado que de dulce.
—¿Salado? La que soy salada soy yo…. Y tan cariñosa, verdad, que te dejas derretir por estos arrumacos… —dijo, soltando la taza de té para pasar a acariciar mi mano encima de la mesa.
Anteriormente en Zenda:
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (I): Sobre Galdós
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (II): La primera feminista
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (III): Una vida aristocrática
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (IV): El corazón literario de Emilia
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (V): El españolismo de Pardo Bazán
Próximamente en Zenda:
- Una conversación con Emilia Pardo Bazán (VII): La intimidad de Doña Emilia
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José Ángel Mañas es novelista. Su próxima novela, Una novela de bar en bar llegará a las librerías el 25 de marzo. Domingo Espinar va contándole su vida a un amigo escritor. En esas largas charlas, de bar en bar, le relata sus primeros amores, sus fracasos, habla de las personas que quiso, a las que perdió, sus primeros contactos con los movimientos sociales y hace un repaso por la historia político-social y económica de la España de las últimas décadas: desde el boom inmobiliario y la corruptela de algunos ayuntamientos, hasta su implicación en un proceso por violencia de género acusado por su penúltima esposa. No se puede tener una vida más completa ni un personaje más logrado. Después de haber ganado el premio Ateneo de Sevilla con La última juerga, Mañas deleita a sus lectores en la que posiblemente sea su mejor novela hasta la fecha.
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