A bordo, en el Estuario del Támesis.
Octubre del 2017.
–¡Firme a proa! —la voz rasgada de Tom llegó al puente a través de la radio.
–Thank you, Mr. Owen —le respondí, antes de retransmitir la novedad a través del aparato de VHF al inmenso buque portacontenedores que estábamos a punto de sacar de puerto—. Firme remolque a popa, práctico—.
–Firme remolque a popa, muchas gracias —contestó el práctico inglés con mucha corrección. Era ése un práctico cuya voz y entonación son idénticas a las de un locutor radiofónico de los años sesenta, elegantes, afectadas, ampulosas, y con una modulación de tiempos pasados.
Coloqué las hélices azimutales en un ángulo adecuado y aumenté las revoluciones de ambas máquinas, comenzando a alejar lentamente el potente remolcador de la popa del enorme buque mientras filábamos estacha de remolque. Una vez la longitud del remolque fue suficiente indiqué al jefe de máquinas que frenara el carretel, y anuncié al práctico que estábamos listos.
Manteniendo la mínima tensión en el cabo de remolque maniobré para intentar mantener el remolcador en su debida posición. No resultaba fácil, pues debía vencer la corriente del río Támesis unida a la corriente de marea vaciante —que era, además, sicigia—, una corriente combinada de algo más de 8 nudos; a lo que había que añadir el viento del suroeste de fuerza 6-7.
El veterano capitán Ned Shelley supervisaba la maniobra en pie, detrás de mí. Sugirió variar levemente el ángulo del remolcador antes de lanzar la pregunta:
–Bueno, ¿y qué opinas acerca del asunto de Catalonia?
Ante lo inesperado de la pregunta giré un poco la cabeza para mirarlo. Y vi que todas las cabezas que había en el puente en ese momento se habían a su vez girado hacia mí. Creo que había en ese instante más expectación por mi respuesta que por la siguiente indicación del práctico.
Volví la mirada al frente, observando de nuevo la estacha de remolque, el buque portacontenedores y el muelle de la terminal de London Gateway, donde los amarradores comenzaban a largar los cabos del MSC Tina.
Me tomé unos momentos para pensar antes de responder con total franqueza:
–La verdad es que no tengo una opinión muy hecha… Algo he oído, pero confieso que no estoy siguiendo el asunto.
–¿Algo has oído…? Sin duda oirías que Cataluña ha declarado la independencia de España —presionó el viejo capitán.
—Sí, eso he oído —admití—. Pero la verdad es que no me importa en absoluto —respondí—. Y en ese momento, al escuchar mis propias palabras que acababa de pronunciar sin siquiera pensarlas mucho, al darme cuenta de que eran más reales de lo que yo mismo quisiera creer, sentí una oleada de algo similar a soledad. Soledad y distancia. Soledad silenciosa y solitaria. Distancia en el espacio y en el tiempo.
–¡Cómo! —exclamó el viejo capitán Ned Shelley—. ¡Pero si es tu país!
Las últimas amarras del inmenso buque portacontenedores caían en ese momento a las turbias aguas del Estuario del Támesis antes de ser rápidamente viradas a bordo por los diminutos tripulantes filipinos, y el práctico nos pedía con su voz de locutor radiofónico de los años sesenta que remolcásemos a un 50% de potencia. Le contesté confirmando la orden antes de volver a dirigirme a mis compañeros.
—Bueno, es verdad que he nacido allí. Incluso tengo un pasaporte que lo recuerda y confirma. Pero lo cierto es que a estas alturas de travesía no me siento muy de allí. Y han dejado de importarme muchos de los asuntos de aquella vieja península.
–¡Se está britanizando- —exclamó Tom, riendo con esa carcajada suya tan canalla y tan golfa, modelada en tantas noches de tabernas en puertos de medio mundo.
–No diría tanto, Tom, pero quizás sí podría decir que los asuntos de Inglaterra me importan tanto como los de España —respondí diplomáticamente. Y es bien cierto que me importan casi lo mismo: prácticamente nada.
El inmenso MSC Tina, con sus 20.000 TEU’s (capacidad de carga en contenedores) en sus casi 400 metros de eslora —es uno de los buques más grandes del mundo— apenas comenzaba a despegarse lentamente del muelle. Un buque ciertamente mastodóntico de unas dimensiones y porte que deberían estar prohibidas. El práctico ordenó aumentar la potencia al 75%. Accioné las palancas y el trepidar de las máquinas aumentó, mientras me estrujaba la memoria intentando recordar en qué momento exacto —o incluso aproximado— habían dejado de importarme los sucesos políticos de España. Creo recordar que hace dos años, una temporada que viví en Valencia, aún me preocupaban esos asuntos.
—¿Cuál dirías que es tu país, entonces? ¿De dónde dirías que eres? —preguntó Dick Hammond con su acentuadísimo acento del East End londinense, un acento tan tan cerrado que hasta otros compañeros ingleses tienen problemas para entenderle incluso aunque no utilice la jerga cockney, cosa que hace a menudo con los otros Eastenders. Me observaba con esa mirada suya tan afilada, dejando escapar las palabras por la comisura de su permanente sonrisa de medio lado, fanfarrona, sus poderosos brazos tatuados cruzados sobre su robustísimo pecho.
—¡Su única patria es la Mar, Dick! ¡Es un auténtico marinero! —exclamó Tom. Lo cual, viniendo de un marino veterano de la Royal Navy, es un cumplido que vale por dos. Se lo agradecí con un asentimiento de cabeza.
–Home’s where ye have a nail in the bulkhead to swing yer oilskin and knife —repliqué, y todos aplaudieron con entusiasmo (“El hogar es donde hay un clavo en el mamparo para colgar mi chubasquero y mi cuchillo” — escuché esa frase a un viejo marinero inglés hace años en el Mar del Norte, y en ese momento me vino a la memoria—).
–No, en serio… ¿qué quieres decir? —insistió el viejo Ned— ¿De dónde dirías que eres?
De nuevo sentí toda la atención puesta en mí. Cómo explicarles. Todos mis compañeros son muy patriotas, muy ingleses. Fervorosos Brexiteers. Creo que no hay muchas naciones en el mundo con un instinto patriótico tan fuerte y arraigado como la inglesa. Cómo explicarles…
En ese momento comenzamos a virar el MSC Tina, girándolo en redondo para enfilarlo hacia la desembocadura del estuario y alta mar. El práctico pidió toda la potencia y cuando subí las máquinas al 90% (nunca damos el 100% a los prácticos… siempre dejamos al menos un 10% de reserva para sacarles las castañas del fuego si se meten en apuros) el estrépito de las máquinas fue tal que la conversación se vio interrumpida.
Pasado ese cuarto de hora y ya con las máquinas a un régimen más moderado, la charla se reanudó en el puente por otros derroteros. No sabría decir cuáles. No participé en ella ni le presté la menor atención. Durante todo ese tiempo yo me había quedado dándole vueltas al asunto con una intensidad obsesiva, casi enfermiza. ¿Por qué no me importaba lo de Cataluña? ¿Cuál era —es— mi patria? ¿De dónde diablos soy?
Comencé a ver clara la respuesta cuando terminábamos la maniobra y nos aproximábamos a la popa del inmenso buque para que sus tripulantes largaran nuestra estacha de remolque, que fue prontamente virada a bordo.
Saludé a los marineros filipinos que se asomaban al coronamiento antes de alejar el remolcador del portacontenedores y aproar a nuestra boya, fondeada en la margen norte del Estuario del Támesis, en la que permanecemos amarrados entre trabajos.
–Mi patria es mi gente —fue mi sencilla respuesta cuando salí de mi reconcentrado mutismo. Creo que ya nadie la esperaba.
–¿Qué quieres decir?
–Eso… Mi patria es mi gente: mi familia, mis amistades íntimas, mis viejos compañeros de armas, mis buenos compañeros de tripulación. Ese selecto grupo de gente desperdigada por el mundo que realmente amo y me importa, y a quienes importo y me aman. La gente que siempre estará ahí para mí, y para quienes yo siempre estaré. Las amistades íntimas, leales, intensas, verdaderas, incondicionales.
Miré fugazmente por encima del hombro y, por cómo me miraban, supe que o no me creían, o eran incapaces de comprenderlo. Volví la vista a proa. Y ante el denso silencio subsiguiente me sentí obligado a intentar explicarlo.
–En menudo jardín me estoy metiendo —murmuré en español antes de continuar en inglés.
No estoy seguro de haberlo conseguido. Algunos de mis compañeros han pasado toda su vida navegando el Támesis o aguas litorales inglesas, y apenas han salido del Reino Unido. Otros han surcado aguas profundas —deep sea—, han navegado por el mundo antes de regresar a las aguas costeras de su isla; pero todos son tan puramente ingleses que hay cosas que es difícil hacerles comprender, cuando no imposible.
Tal vez no me hayan entendido. Tu patria tiene que ser un sitio, insistieron. Un lugar. Y ante la presión, tras pensar un poco, contesté que si me forzaban a definir un lugar como mi patria, si me obligaban a precisar un sitio, si no aceptaban ninguna otra posibilidad que no fuera un espacio físico, ése sería mi biblioteca. Lo respondí así porque es como lo siento. Creo que tampoco lo comprendieron. O tal vez creyeran que les tomaba el pelo. En cualquier caso la discusión terminó en aquel punto, pues habíamos llegado a nuestro destino.
Recuerdo la sensación en mi biblioteca, que dejé allá en España, a buen recaudo en mi cueva del tesoro, donde acumula polvo y quizás humedad con algunos otros objetos. No es particularmente grande, la última vez que me dio por contar los volúmenes no llegaban ni siquiera a dos mil. Pero era un lugar especial para mí. Era como mi santuario. En momentos de confusión, de hastío, de tristeza, de agobio, de pérdida o desorientación, en ella encontraba siempre paz, consuelo, guía, sosiego, ventanas a las que asomarme, ideas, inspiración. También diversión e hilaridad, recuerdos y memoria. En ella hay volúmenes que me acompañan desde mi más temprana infancia. En ella está parte del origen de lo que hoy soy. En el fondo, objetivamente, no dista tanto de ser una pequeña patria.
Como decía, creo que no logré convencer a mis compañeros acerca de mi patria —o falta de ella—. Sin embargo para mí fue un ejercicio de reflexión muy interesante. No sólo medité acerca de ello ese día, sino a lo largo de varios días y varias noches. Y fui poco a poco descubriendo, comprendiendo y asimilando mis nuevos sentimientos y convicciones —si es que de algo se puede estar convencido en esta vida, más allá del paso del Tiempo—.
Patria. Esa palabra con un significado tan bonito, pero que el vil uso que de ella se ha hecho a lo largo de siglos la ha denostado y convertido en sospechosa, peligrosa, a veces hasta sucia.
Desde un punto de vista etimológico, patria viene siendo la tierra de nuestros antepasados. ¿No es algo hermoso? Propiamente la tierra de los padres, según el Corominas. La tierra de nuestras raíces, con la que sentimos vínculos familiares y afectivos; sangre, historia y memoria.
Sin embargo, etiquetarla con un nombre —sea España, Cataluña, Inglaterra o La Conchinchina— o abanderarla bajo una tela estampada —con todo lo que ello representa— es un artificio que puede desembocar en algo más complejo. Incluso peligroso.
La patria de cada cual no tiene por qué necesariamente coincidir con los límites impuestos por estados o quedar delimitada por las fronteras que otros hombres deciden. Se trata, creo, de sentimiento, genética y memoria, no de decisiones políticas.
Las fronteras no dejan de ser rayas que los hombres pintan sobre los mapas. Y estas fronteras pueden cambiar con muchísima facilidad y rapidez. Y a menudo sin mucho sentido. Me viene a la memoria la curiosa historia de un antiguo compañero de tripulación polaco con el que navegué hace años. Él y todos sus antepasados hasta donde su memoria alcanzaba habían nacido en el mismo pueblo. Él nació en Polonia; pero sus antepasados, aún habiendo nacido en el mismo lugar, habían nacido también en Ucrania y en Prusia. Así, cuatro generaciones de una misma familia nacidas en el mismo lugar habían tenido nacionalidades diferentes.
Cualquiera que lea Historia puede ver que las fronteras de países y naciones han cambiado, cambian y cambiarán constantemente. Es algo casi tan natural como las estaciones. Y quizás sea ése uno de los motivos por los que oigo las noticias de Cataluña con bastante ecuanimidad e indiferencia.
Supongo que soy español, sí, pues es el lugar en el que nací y su Autoridad expidió mi pasaporte y mi DNI. Eso es irrefutable. Pero llevo tiempo fuera. He vivido también en otros países. No hay mucho que me vincule a España, excepto mis escasas posesiones materiales que están bien guardadas en mi cueva del tesoro, y mi dependencia del Estado Español para asuntos administrativos.
España ha hecho bien poco por mí. Más bien al contrario, su Estado me complica frecuentemente la vida y me trae problemas, disgustos y amarguras. No creo deberle nada. Lo que me ha proporcionado —alguna educación, sanidad, servicios e infraestructuras— cuando vivía allí ha sido pagado con impuestos razonables. Estamos en paz.
Mi lealtad está para con mi gente allegada… y para con quien paga por mis servicios profesionales, independientemente del pabellón que ondee a popa. Si el acuerdo es bueno, me importan bien poco los colores de la bandera.
Visto desde una perspectiva práctica, debería importarme más lo que suceda en el Reino Unido que en España, puesto que esta temporada vivo aquí, trabajo aquí, tributo aquí y mi día a día se ve afectado por los sucesos que acaecen por aquí. Pero la verdad es que tampoco me importa mucho lo que pudiera pasar en el Reino Unido. Estoy, como siempre, de paso. Casi toda la vida he sido un nómada. No tengo cadenas que me anclen a ninguna parte. Tengo bastante libertad para picar amarras cuando se levantan los Vientos del Cambio y marcharme a otro lugar. Hay puertos en todo el mundo y barcos en todos los mares.
Puesto que una posible independencia de Cataluña no me afectaría para nada, para qué preocuparme, alegrarme, irritarme o molestarme lo más mínimo. No es asunto mío. Que sea lo que tenga que ser. Que los hombres pinten otra raya sobre el mapa, si les place; en cualquier caso no será para siempre, otros hombres vendrán que volverán a pintar nuevas rayas sobre los mismos viejos mapas. Tal es el devenir de la Historia.
Probablemente si tuviera hijos, o posesiones —tierras o bienes inmuebles—, o negocios en aquella comarca sí me importaría. En esas ataduras está la trampa mortal de la vida, que te hace más vulnerable. Pero vivo al día con poco más que aquello que puedo echar en las alforjas. Viajo ligero. Soy un nómada solitario que sobrevive allá donde haya una mar y un barco sobre cuya cubierta poder desarrollar mi oficio; con un clavo en un mamparo del que colgar mi chubasquero y mi cuchillo. Y si arrecian los Vientos del Cambio o si vienen mal dadas en algún momento, soy libre de picar el cabo del ancla y marcharme a otro lugar. A otro país, otro barco, otra mar.
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