Del mismo modo que en poesía no resulta habitual y nos sorprende la eclosión prematura del talento (el archiconocido caso de Rimbaud, pero también el de Josep Carner o Carmen Jodra), lo es también el constatar la hondura y afinación de la palabra poética en autores situados al otro extremo del arco temporal, cruzado ya el umbral de una senectud cumplida, atenta aún al fulgor y al temblor del hontanar de donde brotaron aguas vivas. Yves Bonnefoy, Ida Vitale y Victoriano Crémer dan ejemplo de esa suerte de maestría ejercida a una edad avanzada con sabiduría, temple y oficio.
Victoriano Crémer supo de la cárcel en León cuando la guerra. Más tarde, junto a otros compañeros como Eugenio de Nora, fundará la revista Espadaña, atenta al pálpito de la actualidad y a forjar una palabra honda y viva capaz de traducir las zozobras —muchas— y las esperanzas —pocas— de aquella España única, aislada y sacerdotal. Son famosas las controversias sostenidas con los integrantes de Garcilaso, la otra revista literaria de referencia en la época, y partidaria del inmovilismo clásico y formal tributario de las supuestas glorias del pasado.
1944, además de ser el año de fundación de Espadaña, lo es de la publicación de dos libros importantes en el acontecer de la poesía española de posguerra: Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, y Sombra del Paraíso, de Vicente Aleixandre, libros ambos que desobedecían la rigidez del verso engominado y engolado y apostaban por la fluyente versatilidad del versículo, capaz de dar cabida a la perplejidad de lo angustioso, en el caso de Alonso, o los vaivenes serenos del inconsciente en el caso del futuro Premio Nobel.
También es el año de publicación del primer libro logrado de Crémer, Tacto sonoro, con sentidas reflexiones poéticas como Hombre habitado y Hombre bajo la lluvia recogidas en esta antología, y deudor aún de los hallazgos de la Generación del 27, Salinas y Guillén sobre todo.
Seguirán libros importantes y que caminan al paso de la realidad social contemporánea como Caminos de mi sangre (1947), Las horas perdidas y La espada y la pared, ambos de 1949 y por encima de todos ellos, Nuevos cantos de vida y esperanza, con guiño, en aquella España gris, al cromático y seminal Darío, y en que el poeta —cuyo oficio, además del periodismo, es el de impresor y linotipista, y en consecuencia sabe del trabajo manual—, desde el humilde barrio leonés de Puertamoneda, se adscribe a la corriente de la poesía social que se abre paso (Celaya, Otero, Labordeta), dando voz a quienes no la tienen y probablemente no la hayan tenido nunca, en forma de estampas estremecidas como «Las carbonerillas» o cantos en forma de pregunta como «Niebla»: ¿De dónde brota o cae? ¿Qué amplio aliento / resume el resplandor de las estrellas / en tierra de ceniza? […]. ¿Y la verdad? ¿Y el hombre? / ¿Quién le canta / ya misterioso vaho, húmedo vaho?
Ya instalado nel mezzo del cammin vital y creativo, Tiempo de soledad (1962) le hace acreedor del Premio Nacional de Literatura, que reconoce en él la valía de su testimonio lírico, de esa su escritura que, cada vez más remansada, ahonda sin descanso en lo existencial: Porque la piedra sabe su destino remoto / de barro creador; la flor su verde / transfusión en el viento; y el pequeño / animal de la selva su resumen de sangre. // Pero el hombre se asoma a su vacío y grita / para saberse vivo. Y pregunta y no sabe…
Convertido en un referente periodístico a través de su columna en el Diario de León y colaboraciones radiofónicas, la poesía de Crémer, en palabras del profesor José Enríquez Martínez, entra en un tiempo marcado por la atención a la realidad social, por un lado, y el fallecimiento de su esposa, con títulos como Lejos de esta muerte tan amarga (1974), Los cercos (1976) y Última instancia (1984).
Una vez traspasado el pórtico de la vejez definitiva, su lira seguirá alumbrando títulos como La escondida senda (1993), El fulgor de la memoria (1996) y La resistencia de la espiga (1997), entre otros.
Con El último jinete, la voz áspera, estremecida y desnuda de Victoriano Crémer logra en 2008 un último reconocimiento con el premio Gil de Biedma.
Una vez fui joven / y las gloriosas golondrinas / sostenían el vuelo. / Con tanto cielo sobre mí / coloqué alma y más alma en el camino / y esperé el paso / de los bueyes sagrados / que trasportan / amor entre las piedras.
Tal y como imagina Luis Cernuda al viejo Tiziano en su taller trabajando en su cuadro «Ninfa y pastor» (La cifra de una vida / Perfecta al acabar, igual que el sol a veces / Demora su esplendor cercano del ocaso), la vida cumplida y comprometida de Victoriano Crémer se apagó en León, en 2009, a los 102 años.
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Autor: Victoriano Crémer. Título: Los nombres sencillos de las cosas: Antología poética. Editorial: Averso. Venta: Todos tus libros.
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