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La peluquera y Proust, de Stéphane Carlier

La peluquera y Proust, de Stéphane Carlier

Esta novela ha cautivado a cincuenta mil franceses, muchos de ellos jóvenes, que querían saber quién fue Marcel Proust y que no sabían cómo iniciarse en su obra. Stéphane Carlier ha escrito una ficción en la que, sin solemnidades ni pedanterías, presenta al clásico y, además, lanza la idea de que los libros pueden cambiar las vidas.

En Zenda ofrecemos el arranque de La peluquera y Proust (Duomo), de Stéphane Carlier.

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Clara ha pasado de largo su parada del bus. Es la primera vez que le ocurre. Ha bajado en De-Lattre-de-Tassigny, en lugar de en Libération. Como faltaban trece minutos para que llegara el bus en el sentido inverso, ha hecho el trayecto a pie y ha llegado tarde a la peluquería. Ha soñado toda la noche con una campanilla que pendía de la cancela de un jardín, con el crujido de un vestido de muselina en la escalera, con campanas que sonaban en el silencio de la noche. Se paseaba por un pueblo a la caída de la tarde, con un mensaje en la mano que se desvanecía cuando intentaba ver lo que ponía… En el bus ha retomado la lectura del libro, sin pensar que iba a leer un capítulo tan apasionante que no ha oído la voz grabada que anunciaba la parada, la primera vez en un tono más interrogativo que la segunda: «Libération… Libération». Marcel, ya convertido en adulto, bebe un sorbo de tila en la que acaba de mojar una magdalena y le invade algo extraordinario; algo revive. «Todas las flores de nuestro jardín y las del parque de monsieur Swann; y las ninfeas del Vivonne, y la buena gente del pueblo; las casitas, la iglesia, Combray y sus alrededores; todo ello toma forma, se vuelve sólido y brota, con la ciudad y los jardines, de mi taza». Es un párrafo tan poderoso que Clara lo ha releído para sentir de nuevo su sabor, al igual que Marcel ha tomado otro sorbo de infusión para recuperar la sensación del recuerdo. Es así, exactamente. La pequeña magdalena de Clara tuvo lugar unos años atrás, en el instituto, durante una clase de Ciencias Naturales. Habían vuelto los días bonitos, las ventanas estaban abiertas y se oía el cortacésped en el jardín. El ruido del motor del cortacésped mezclado con el olor de la hierba recién cortada sumió a Clara en un estado de extraordinario bienestar, como si una mano le acariciara la cabeza. Pero había más. Si el ronroneo del motor y el aroma de la hierba le producían tal efecto era porque la transportaban a un momento placentero de su pasado. En este caso era en casa de su aya, que acostumbraba a dar de merendar a los niños que cuidaba. Una rebanada de pan con mantequilla y una barrita de chocolate con leche. Y fue en una de esas meriendas, porque en otras ocasiones se encontraba sentada en la cocina de Madame Le Hennec, cuando Clara oyó por primera vez el sonido del cortacésped en el jardín y olió la hierba recién cortada.

Esas impresiones de su niñez fueron las que revivió durante la clase de Ciencias Naturales. El momento de la merienda, como una pausa en una tarde de juego y movimiento; el gusto del chocolate con leche que tan bien casaba con el de la rebanada de pan, como si los hubieran inventado para comerlos juntos. En el autobús revivió las sensaciones de la clase de Ciencias Naturales. Los primeros días calurosos del año; la sensualidad difusa, excesiva, casi dolorosa que los acompañaba; así como el placer de una asignatura fácil gracias a una profesora simpática; los nombres de otros alumnos, Estelle Joffre, Nathan Girardin… Esta tercera experiencia de felicidad fue tan intensa que Clara estuvo a punto de interpelar a los pasajeros sentados con ella en el bus: «Qué locura esta historia de la magdalena que hace revivir el pasado. ¿A ustedes también les ha ocurrido?». Y es entonces cuando oye la voz grabada. «De-Lattre-de-Tassigny… De-Lattre-de-Tassigny». –¿Su madre le había metido una pastilla en la infusión? –pregunta Madame Lopez, mirándola fijamente en el reflejo del espejo. –No, no hizo falta ninguna pastilla. Es el gusto de la infusión que bebe en casa de su madre lo que le recuerda a la que bebía en casa de su tía cuando era niño. Madame Habib les lanza una mirada por encima de las gafas, preguntándose de qué estarán hablando. Madame Lopez ha renunciado a entender lo que le está explicando Clara y fija la mirada en su propia imagen en el espejo, con aire de pensar: «Me importa un pimiento si el tipo se bebió la infusión en casa de su tía, de su madre o de la misma reina de Inglaterra. Lo único que quiero es que mi corte de pelo quede bien». Clara insiste: –Como quiere quedarse en el recuerdo, bebe un sorbo más de infusión, pero el recuerdo no llega con la misma intensidad. Un poco como los sueños cuando nos despertamos. Cuanto más nos esforzamos en recordarlos, más se nos escapan, ¿sabe lo que le digo? Madame Lopez gira la cabeza a un lado, observa su perfil en el espejo y se limita a responder: –Eh, no, no, tampoco demasiado corto.

Ya lo ha comprobado. Las mejores ideas, las más pertinentes, las más constructivas, le vienen a la mente durante la última parte de su trayecto en bus, pasado el puente viejo. Seguramente porque su cerebro comprende que no le queda más que un ratito de libertad. Esta mañana, por ejemplo. Cuando el autobús acaba de atravesar el río Saona, Clara aparta la mirada del libro y comprende una cosa: su sensibilidad por las palabras, por su precisión, por su música, todo eso que la ha llevado a enamorarse de esta obra y de su autor, es algo que ha poseído siempre. Simplemente, era una disposición que no tenía objeto, como una tierra en barbecho, hasta que abrió este libro. En realidad no es justo así. Bien pensado, se ha apasionado por este libro, pero habría podido apasionarse por el ajedrez, el cultivo de bonsáis o la creación de perfumes. Lo que preexistía en ella era la necesidad de una pasión absorbente y exigente. Inteligente.

El inicio de El mundo de Guermantes, que explica el traslado de la familia Proust a una vivienda dentro del palacete de Guermantes, constituye para Clara una conmoción inesperada. Ya no quería salir de ese apartamento, en especial de la cocina de Françoise; se resistía a que la historia la llevara a otra parte. Leyendo esas páginas se produjo una especie de magia que, por primera vez en su existencia, la llevó a pensar que los libros podían ser mejores que la vida.

Sumergida en la bañera, se topa con una frase que tendrá que releer cinco veces para captar su sentido: «Bastaba para despertar en él la angustia de tiempos pasados, aquella lamentable y contradictoria excrecencia de su amor que alejaba a Swann de lo que era ella, como la necesidad de alcanzarla (el sentimiento auténtico de la mujer por él, el deseo escondido de sus días, el secreto de su amor), puesto que esta angustia elevaba entre Swann y aquella a la que amaba una resistente barrera hecha de las sospechas anteriores que tenían su causa en Odette, o tal vez en otra que la había precedido, y que no permitían al viejo amante conocer a su amor actual más que a través del fantasma viejo y colectivo de “la mujer que excitaba sus celos” un fantasma en el que había depositado de forma arbitraria su nuevo sentimiento». Lo que significa que Swann sentía unos celos injustificados por su nueva conquista, porque ha sentido celos de otras mujeres, sobre todo de Odette, antes que de ella.

Una vez que Clara la ha comprendido, la frase le parece absolutamente nítida. No cree que fuera posible decirlo tan bien de otra manera, con tal precisión.

Empezó diciéndose que Nolwenn guardaba alguna semejanza con Françoise, de En busca del tiempo perdido. Luego fue Madame Habib la que le pareció un personaje salido del libro, con sus accesos de esnobismo, sus tics idiomáticos y gestuales, y su mirada de rana melancólica. Al final, comprendió que este libro es tan inmenso, aborda tantos temas, que cuando lo estás leyendo resulta casi imposible no ver el mundo a través de su prisma. La cosa más nimia te parece proustiana. Un racimo de glicinia, el color violeta de sus flores destacando sobre el verde de sus hojas. El polvo en suspensión que aparece en el rayo de luz que atraviesa una habitación a oscuras. Y Annick, su madre, que siempre que la fotografían vuelve ligeramente la cabeza y entreabre la boca como si alguien, aparte del fotógrafo, la llamara en ese mismo instante. Es algo proustiano, realmente proustiano.

Lo lee antes de dormirse y, a menudo, lo que ve al cerrar los ojos son las flores. Capuchinas bajo un sol resplandeciente, setos de espino blanco que huelen a almendra, flores de manzano que se mecen bajo una lluvia primaveral. Y lilas como las que hay a la entrada del jardín de Swann, ramos de violetas como las que lleva Odette en el corpiño, rosas de Pensilvania como las de Balbec, nomeolvides, amapolas, vincapervincas… Sus colores persisten, impregnan el inicio de sus sueños, que, sometidos también al esplendor proustiano, son más vastos y creativos que nunca.

Ahora deja por escrito sus impresiones de la lectura, tal como le aconsejó Claudie. Las escribe en un cuadernito rosa. «En este libro, las personas pasan mucho rato observándose. Swann observa a Odette. Marcel a Gilberte. Marcel está pendiente de lo que hace la duquesa de Guermantes». «El nombre “Guermantes” es como un globo. Si lo pinchamos, aparece todo Combray». «Hacemos las cosas por razones distintas a las que imaginamos». Anota también algunas frases que la han emocionado, por una u otra razón: «Soplaba un viento húmedo y agradable». «Comprendía que las cualidades de Odette no justificaban que atribuyera un precio tan alto a los momentos que pasaba con ella». «En tanto que un acontecimiento que deseamos no se produce nunca tal como lo habíamos imaginado, ni nos ofrece las ventajas con las que creíamos poder contar, otros que no esperábamos se hacen realidad, de modo que todo se compensa». «La sabiduría no te llega así como así; la tienes que descubrir por ti mismo tras un recorrido que nadie puede hacer en tu nombre y que nadie te puede ahorrar, ya que es un punto de vista sobre las cosas». «La existencia no tiene interés más que en esos días en que el polvo de la realidad se mezcla con granos de arena mágica». «… en que el polvo de la realidad se mezcla con granos de arena mágica».

Proust. Antes, este nombre mítico era para ella como el de algunas ciudades –Capri, San Petersburgo…– que daba por descontado que nunca iba a pisar.

Nunca había leído tanto, en especial por la noche. Ahora no es raro que apague la luz a las dos de la mañana, incluso entre semana. ¿Es porque leer le ayuda a olvidar que está sola? ¿O simplemente porque ahora tiene más tiempo para sí misma? El caso es que los personajes de este libro, Françoise, los Guermantes, Charlus, le resultan casi tan familiares como las personas que ve a diario. En ocasiones, cuando está cansada y recuerda algunos detalles, una reflexión aguda, una expresión de sorpresa en el rostro de alguien, ya no está segura de si se trata de recuerdos personales o literarios.

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Autora: Stéphane Carlier. Título: La peluquera y Proust. Traducción: Isabel de Miguel. Editorial: Duomo. Venta: Todostuslibros.

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