Nadie debería sobrevivir a sus propios hijos. No, no es natural que las Parcas corten el hilo de la vida de aquellos a los que hemos llevado en nuestra entrañas. No, no me digáis que es ley de vida, no lo es. La ley de la vida es que los padres mueran de vejez y los hijos vivan para engendrar nuevas vidas.
Los dioses me hicieron fecunda, no hay duda de ello, pues me regalaron una vasta descendencia, pero alguno, envidioso de esta dicha, me maldijo a mí y a mi prole. ¡Ay, en verdad, el número de hijos multiplica las preocupaciones y dolores de las madres! Ninguno me ha sobrevivido, he soportado la muerte de mis seres queridos, he soportado la pérdida y la agonía de ver cómo los mataban ante mis ojos. Y hoy aquí me veo metamorfoseada en una triste perra, que vagabundea errante por estos parajes malditos de la infesta Micenas.
No, no es dolor lo que siento. La palabra dolor simplemente se queda corta a la hora de describir la sensación que me acompaña desde el alba al ocaso, las noches se hacen eternas en la soledad de una madre sin hijos y de una esposa sin marido. La rabia y la culpa acompañan mis aullidos nocturnos. La rabia de ser una simple mujer que no pudo interceder por ninguno de ellos; la culpa por haber hecho caso omiso de mis sueños premonitorios, invadida por la ternura y los remordimientos de una madre que había abandonado a un hijo.
Ojalá y hubiera sabido que recuperando un hijo iba a perderlo todo: mis hijos, mi marido, mi casa, mi tierra, mi libertad y mi cuerpo. Ojalá hubiera sido más sensata, ojalá y hubiera sacrificado a Paris cuando tuve la ocasión. Pero no, conmigo pudo la compasión y el amor de una madre.
Una tea que salía de mi pecho y quemaba mi ciudad, perdiéndolo todo, fue el sueño que me advirtió días antes de su nacimiento de este desenlace. En contra de la opinión de los adivinos no maté al niño, sino que lo entregué a unos pastores para que lo criaran como propio. Pero ¡ay, fortuna caprichosa! ¡ay, hados dibujados en el firmamento desde el principio de los tiempos!
Maldito, maldito el día en el que lo volví a ver y la felicidad que entonces sentí. Si los mortales tuviéramos conciencia de nuestro futuro no juzgaríamos como afortunados algunos días de nuestra vida y tampoco lo haríamos con aquellos que nos provocan dolor. Pues, a veces, una mala experiencia a la larga se convierte en un gran bien y una buena en un gran mal…
Aquel reencuentro fue la mecha que detonó la desgracia. La guerra, pestilente causa de todo infortunio, guerra provocada por el rapto de una mujer y alimentada por la codicia de los hombres, llegó hasta el mismo umbral de mi Palacio, traída por él, por mi hijo, por Paris.
Diez años las huestes aqueas asolaron nuestras playas, diez años encerrados tras nuestras altas murallas, diez años sufriendo por miedo a perder a los míos, diez años en los que jamás vaticiné todos mis males. Pero, en verdad, la desgracia acompaña a la desgracia y tuve que esperar todos esos años sin que nada ocurriera para que de la noche a la mañana muriera el mayor y más valioso de mis hijos. Héctor fue el primero. Yo presencié su muerte y humillación desde las almenas de nuestra muralla.
Murió abatido por la certera mano de Aquiles, que empuñando su pica atravesó la desprotegida garganta de mi Héctor. Aquel perro no tuvo suficiente con esto. Ató el cadáver aún caliente a su carro y paseó sus despojos por el campo de batalla. El cuerpo sanguinolento de mi hijo manchó la nívea arena de la costa troyana, mientras el horror penetraba en los ojos de los que como yo presenciamos la escena. Pero no, no acabó ahí su afrenta. Dejó su cuerpo inocente sobre una pira de cadáveres putrefactos, para que su alma, sin los rituales fúnebres debidos, vagara eternamente fuera del Hades y nosotros fuéramos testigos. Fue, finalmente, su padre y mi marido el que aplacó la furia de aquel desgraciado, y por las súplicas paternas consintió en devolvernos aquel cuerpo que algún dios había conservado intacto.
Este fue el inicio de una sucesión de desgracias. Era Héctor el que sustentaba la guerra y a nuestro bando, su ausencia nos precipitó al Hades. Tras él murieron el resto de mis hijos. Le sucedió el causante de nuestros males, Paris. Murió por una flecha certera de Filoctetes. Lo lloré, sí, pues una madre es una madre y un hijo, aunque sea portador de desgracias, es un hijo.
Al quedar viuda Helena, otros dos de mis hijos se disputaron su lecho: Heleno y Deífobo. Gran mal para los hombres es la belleza de las mujeres. Deífobo la ganó y con ella firmó su sentencia de muerte, pues sucumbió a manos de esa desgraciada a la que un día le abrimos nuestras puertas. Heleno abandonó la seguridad de Palacio y, como supe después, fue apresado y nos traicionó, revelándoles a nuestros enemigos los augurios para tomar la ciudad y así también lo perdí por delator.
Aquiles, aquel traicionero y asesino, no se conformó con dar muerte a mi querido Héctor, sino que antes de su propia muerte dejó un reguero de sangre tras de sí y después de su ella siguió extendiendo la devastación, a través de su hijo o de su propio fantasma.
Mató a mi Hiponóo y a Troilo, cuando intentaba escapar de la ciudad junto a su hermana Polixena. A ella la hicieron esclava y, al terminar la guerra, me acompañó junto a Casandra a esta tierra pestilente y vengadora. No escapó de su destino, pues no habiendo podido Aquiles hacerse con ella la primera vez, una vez muerto, la exigió para su lecho en el Hades. Fue su hijo Neptólemo quien le cortó el cuello ante el altar de sacrificio. También sucumbieron por las manos de Neptólemo mis hijos Polites, Pamón y Antífono y mi marido, Príamo. Y antes de que terminara aquella guerra infame, mi hija, Laódice, se suicidó ante mis ojos para no verse sometida a la esclavitud.
Solo me quedaban tres hijas y un hijo cuando llegué aquí como esclava de Agamenón. Polidoro, el más pequeño, era mi única esperanza, pues había sido puesto a buen recaudo por su padre junto al rey Polimséstor y se encontraba a pocos estadios de mí. Pero el infortunio quiso golpear mi pecho, ya desolado, otra vez. La codicia que corrompe a los amigos fue la causante de su muerte y de la de mi hija Ilíone. Sí, Polimséstor, mi yerno, mató a mi hijo para quedarse con las riquezas que portaba cuando llegó a su Palacio. Mi hija, enterada de la muerte de su hermano y de la venganza que yo, su madre, había ejecutado contra Polimséstor, dejándolo ciego, se suicidó.
Pero ahí no podían terminar mis desvelos, Polimséstor pidió a los dioses que me convirtieran en esto que ahora soy: una perra vagabunda, vieja y hambrienta que pasea por los recovecos de esta ciudad y de este Palacio. Antes de mi transformación me quedaba viva y esclava la última de mis hijas, Casandra. Pero me he enterado de que también ha fallecido, asesinada por la esposa de aquel que me trajo aquí, Agamenón.
Ya solo me queda pedir a los dioses que me manden la muerte, diosa compasiva, como liberadora de todas mis penas. Pues si para un ser humano no es soportable tanta desdicha para una madre lo es aún menos.
Me ha encantado. Enhorabuena campeona !!!