La cerveza. Retrato de Jaime Sabartés, Pablo Picasso.
Lo intentas. Intentas escribir un relato para Granta y no te sale. Llevas intentándolo muchos días seguidos. Probaste con una, dos, tres, cuatro cosas que ya tenías escritas, pero no. No van, no te sirven. Piensas que escribiendo aquí, en este sitio, vas a poder juntar cuatro palabras, pero ya llevas una hora y tampoco. Levantas la vista de la pantalla y te fijas en la pintura blanca. Está fresquita, como un quesillo acabante de sacar del horno. Mami mandó a tapar las marcas de tus patas, los roces, los rajuñazos, las humedades que componían la antigua personalidad de tu viejo cuarto. Sabes que es tu cuarto de siempre, pero ya no quedan cosas tuyas, y por eso ahora es tu cuarto antiguo. Lo miras, a tu cuarto, como si fuera una vieja amiga del colegio, te está contando sus problemas personales. Gesticula mucho, tu cuarto. Apenas un milímetro por abajo de la pintura, imaginas el rastro de pósters arrugados que tu madre arrancó hace unas semanas. Los collages y los tiques de los vuelos y las guaguas y la foto de Cortázar con cigarro pegado al labio que mandaste a imprimir y la cara de Clarice Lispector rajada por el borde, la cara de Clarice robada de una revista, brillante, un poco rajuñada como por un gato, la cara que te juzgaba entonces, cuando pensabas que ser guay era otra cosa, lo más parecido a dejar de ser lo que se era. Los años en los que querías aprender a escribir poesía, pero no sabías cómo —todavía no sabes—. Justo debajo de la pintura, todas las veces que venías en la guagua los fines de semana y te encerrabas a aprenderte de memoria el tema de Teoría de la Información, mientras todos esos recortes te apretaban el cerebro. Mientras practicabas las eses finales de las palabras, porque querías ser locutora y las locutoras pronuncian las eses finales como aspersores al caer la tarde. Justito debajo, ese poema de Pizarnik que repetías como una canción en aquellos tiempos en los que querías dejar la universidad y que pusiste escrito dentro de un marco de cristales de colores pegados con Gotita: extraño desacostumbrarme de la hora en que nací, extraño no ejercer más oficio de recién llegada. Ahora intentas juntar cuatro palabras en la misma línea y sientes que todavía te gustaría ejercer ese oficio, si es que alguna vez alguien trabajó de recién llegada. Buscas en Google la anterior lista de Granta. Eso te motiva y te pone nerviosa. Te viene a la cabeza un libro de Alejandro Zambra, cualquiera, te gusta cómo escribe, es muy limpio, como un vaso boca abajo sobre el fregadero. Tienes una angustia. No eres Alejandro Zambra, pero quieres escribir como se mea: sencillo, sin demasiado tinglado, ordenar las palabras como si fueran figuras encima del mueble de la tele. Ahora mismo, ninguna palabra funciona en este relato. Vuelves a leer el texto y piensas que no te gusta. Demasiado artificioso, no te le crees ni tú misma.
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