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La pintura del mundo

Cuenta el poeta y narrador Vicente Valero en su última obra, Breviario provenzal (Periférica, 2021) que naturaleza y cultura han dialogado con intensidad en la Provenza durante el transcurso de los siglos. No es casual, por tanto, que toda su obra sea un viaje convertido, a lo largo de las páginas, en itinerario cultural e intelectual: “En busca de algunas pocas tumbas, de algunos pocos versos, de algunas pocas pinturas…”.

El primero de los ilustres moradores de la Provenza a los que se refiere Valero es Francesco Petrarca, y el suyo es el relato de un fracaso, porque el poeta de Arezzo, al ascender al pico del Mont Ventoux el 26 de abril de 1336, tan solo observa “la insólita sutileza del aire” y afirma subir “solo por ver la extraordinaria altura del lugar”. Sin embargo, los muchos relatores posteriores de dicho viaje lo han imaginado no solo como una excursión sino también como un estado intelectual. El poeta busca la soledad para reflexionar, para encontrarse a sí mismo y, quizá, con el fin de ver su alma reflejada en el paisaje… Pero esto último resulta imposible para el buen cristiano, porque según san Agustín el alma no puede encontrarse fuera, sino que mora en nuestro interior y es muy superior a la naturaleza y a sus fenómenos. Nada para el filósofo de Hipona es admirable excepto el alma. A pesar de ello, afirma el autor que Petrarca podría haber escrito las palabras de Simone Weil: “La belleza del mundo nos advierte de que la materia es merecedora de nuestro amor”.

"La prosa de Vicente Valero es de cadencia lenta, repite ideas que van mutando sutilmente, transformándose conforme avanzan las páginas"

La prosa de Vicente Valero es de cadencia lenta, repite ideas que van mutando sutilmente, transformándose conforme avanzan las páginas, como si deseara que el lector emprenda con él su mismo viaje, que combina lo real con las ideas y el discurso intelectual. Pero la realidad, a menudo, difiere del ideal, como sucede precisamente en el Mont Ventoux, donde el autor imagina a Petrarca mientras observa una espantosa torre de telecomunicaciones, o las tiendas de souvenirs, o un mercadillo de golosinas en un lugar sin niños.

Lo real y lo ideal, por tanto, conviven en este breviario. Otro ejemplo es la búsqueda en Aviñón del lugar en que Petrarca conoció a Laura, musa inspiradora del “Cancionero”: ahora se levanta allí un teatro, “entre callejuelas viejas y oscuras, con olor a agua estancada y ropa tendida”.

Además del fantasma de Petrarca, Vicente Valero busca a otros fantasmas ilustres que habitaron la Provenza, como los de los poetas René Char, Stephane Mallarmé y Rainer María Rilke, o los pintores Paul Cézanne, Pablo Picasso, Vincent van Gogh… Todos ellos en un itinerario que llega hasta otro pico: la montaña de Sainte-Victoire, para recalar finalmente en Arles y Aix-en-Provence.

"Tras visitar la exposición póstuma de Cezanne en el París de 1907, Rilke viajó hasta Aix con la obsesión de subir a la montaña Sainte-Victoire imbuido de las pinturas del francés"

Al decir del autor, Paul Cézanne “culminó” en la montaña de Sainte-Victoire “casi seiscientos años después lo que Petrarca había iniciado en el Mont Ventoux”. Descubrió que en esta segunda montaña los colores eran “la carne resplandeciente de las ideas y de Dios”. A diferencia de Petrarca, que creía que lo verdaderamente importante habíamos de buscarlo en nuestro interior, Cézanne escribió una frase que años después reproduciría Rilke: “Estar así ante el paisaje, sacar de él la religión”. Convirtió el Sainte-Victoire en su obsesión pictórica a lo largo de su última década de vida. “Acabó pintando una sola idea que estaba cada día allí, ante sus ojos, cuya presencia se imponía con una fuerza salvaje (…) con sus colores cambiantes y prodigiosos (…) Nos propone gozar del misterio de las sombras, de la luz, de las nubes. Nos propone gozar de la pintura del mundo”.

Tras visitar la exposición póstuma de Cézanne en el París de 1907, Rilke viajó hasta Aix con la obsesión de subir a la montaña Sainte-Victoire imbuido de las pinturas del francés. Al parecer, quedó tan impresionado que perdió la visión por completo durante un cuarto de hora. Al recuperarla, se apoderó de él una tensa calma, temblaba de la emoción y le parecía que la montaña estaba lejos y cerca, hasta el punto de poder tocarla. “Le pareció azul, violeta, verde, roja: nunca más supo decirlo”.

Soy consciente de que quizá esta no sea una reseña muy original. Tal vez me he centrado en exceso en describir sin glosar; en repetir las ideas del autor; en parafrasearle… Y puede que esto se deba a la tranquilidad, al placer de abandonarme y emprender con él un viaje que es al mismo tiempo relato y ensayo.

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