La Munich, en Recoleta. Foto: losarys.com.
No era la primera vez, por supuesto, que la columna de aquel español, con la que acompañaba religiosamente el desayuno cada lunes a media mañana desde hacía años, lo había conmovido de un modo personal, pero esa mañana de junio lo sintió de un modo diferente. No se trataba en esta ocasión de una ensoñación, de una invitación, abierta a todo lector, a transportarse imaginariamente a otras latitudes o a otras épocas añoradas; sino de una interpelación directa, concreta e individual, a la acción; aquí y ahora, chaval, te toca. Y antes de acabar la página, se vio fantaseando con darle cumplimiento.
Aunque la determinación inmediata se desdibujó con el primer timbre del teléfono y la voz que reclamaba su presencia en la oficina, algo quedó dentro de él: esta vez la aventura no era en un mar lejano sino a veinte cuadras del centro de su querida Buenos Aires, de modo que decidió conservar la sensación cercana de posibilidad, por si acaso, más adelante…
El feriado del nueve de julio, en la revista del diario La Nación, que lo republicaba una semana sí y una no, y que él hojeaba solamente de vez en cuando si no había nada mejor que hacer, volvió a encontrar la columna aquella y revivió la interpelación en firme, el emplazamiento certero, y una sensación que iba tomando forma de pregunta. ¿Por qué no intentarlo?
Era una oportunidad tal vez única, un paso más allá de la foto en el 221b de Baker Street o frente al castillo de Carcassonne que se hubiera sacado con placer pero también con el inevitable pesar de no ser actor de la historia, real o ficticia, sino espectador demasiado tardío. Nada saben de la vida quienes afirman que no es posible sentir nostalgia por lo que no se ha llegado a vivir. Ahora lo sabía, allí había tela. De modo que decidió tomárselo en serio y concebir un plan.
Pasaron aún unos meses, sorteando nimiedades urgentes, en los que avanzó lento pero seguro. Dio un acercamiento aparentando curiosidad turística, para estudiar, con fotografías incluidas, el objeto tras el que se disponía a ir, que no era de bronce sino de sólido algarrobo con una caligrafía tallada que recordaba a los cuentos de los hermanos Grimm, y el modo de sujeción que lo mantenía amurado y que él se disponía a violar. No faltaron tampoco algunas rondas a distintas horas, relevando el movimiento del pasaje peatonal Presidente Ortiz y de las calles aledañas, los puntos ocultos a la vista de los automovilistas que circulaban por Junín, la eventualidad de la presencia del uniformado en la esquina de Quintana en la madrugada y la de serenos y porteros que permanecían toda la noche en la entrada de los edificios residenciales y que podrían delatar la operación a medio realizar, la ubicación de las cámaras de seguridad de los comercios vecinos y las del centro de monitoreo de la Policía Federal que convertían la idea en algo muy diferente a un juego sin consecuencias, y las vías de acceso y escape posibles, ya que segura no había ninguna, al menos las menos peligrosas, teniendo en cuenta todo lo anterior.
Un día que volvía de un sitio cercano y decidió pasar por allí menos por una necesidad estratégica que por sentir la emoción de lo que se proponía, notó con intranquilidad que faltaban dos de los botones de madera que cubrían los tornillos, y temió que alguien pudiera anticiparse. Ganarle de mano, como en el juego de truco. Si los condenados botones había estado allí durante 90 años, dos de ellos no iban a caerse de pronto y porque sí, en la misma semana. Debía pasar cuanto antes a la fase de acción.
***
El jueves que había señalado en el calendario se inventó una reunión fuera de la oficina y se dirigió al barrio de la Recoleta para tantear el terreno y coger ambiente. En la terraza exterior de la histórica Biela, mientras deshojaba su paquete de Marlboro, pidió al mozo, a quien conocía de otras veces, dos medialunas de manteca y un café de París, de los especiales, con su bocha de crema de vainilla helada, mezcla de whisky y Tía María, y el charlotte caliente, separado en su pequeña ollita de cobre; y se dispuso a seguir, por tercera vez en diez años, las peripecias del capitán corsario Pepe Lobo por las páginas del libro que, por casualidad, lo acompañaba a todos lados esa semana. Aunque, pensó, hubiera sido más adecuada a la circunstancia la historia de Max Costa, bailarín mundano, y compatriota además.
Entre sorbo y sorbo, entre párrafo y párrafo, y entre pitada y pitada, se dejaba atraer por la conversación que dos señoras, muy señoras y muy del barrio, mantenían animadamente en la mesa contigua. La gente de dinero siempre habla de dinero, reflexionó; la gente de casta nunca habla de dinero sino de cosas costosas. Ellas charlaban de amigas y de parientes, de sacramentos, de viajes y reuniones, de una nieta —a la que él imaginó bonita y fresca, bien educada— y de su prometido, que era una decepción, naturalmente, para las expectativas de una familia bien en la que a pesar de su origen suburbial, él mismo, estaba seguro, hubiera encajado como un almohadón pequeño de hilo dorado en un salón de visitas amueblado al estilo rococó de Luis XV. Por un tiempo, al menos. Hasta que la carroza se convirtiese en calabaza.
Una de ellas había enrollado un papel blanco de servilleta y hacía, jugando o quizás para entretener los nervios, ademán de fumar, y él, por solazarse —esa era la palabra— en el personaje, se volvió para ofrecerle fuego, con toda la galantería que había desarrollado por herencia de sangre y de lectura, y con la pizca justa de broma que pedía el momento. Su gesto fue bien recibido, encajado con una risa coqueta y ruidosa. Gracias, pero no fumaba la señora, ni lo había hecho nunca, le gustaba jugar y avergonzar, de paso, a su compañera de tertulia. Hubo un coqueto pedido de disculpas por parte de su amiga, sonrojo y todo. Respondió él con la mejor sonrisa de buen chico de la que fue capaz, que era mucho decir.
El café estaba especialmente delicioso, con su contraste de temperaturas y de sabores, la copa frondosa del gomero le protegía de los rayos del sol de primavera que se acercaba ya al mediodía, y él se sentía a sus anchas. Cada tanto echaba una mirada al viejo restaurant clásico, contiguo a la cafetería, cerrado y puesto para demolición. Le divertía estar allí, a pesar de lo triste del trasfondo, imaginando la incursión nocturna; y le enorgullecía, sobre todo, aquel claroscuro —sin saber del todo cuál era el claro y cuál el oscuro— del que nadie alrededor podía sospechar: ser capaz de cenar con siete cubiertos en el salón comedor del Four Seasons con la misma soltura y familiaridad con la que podía pedir un choripán con chimichurri en un tugurio de la calle Brasil al norte, en el barrio de Constitución, y viceversa.
Después de pagar la cuenta y dejar la propina de rigor, algo excedida, y antes de retirarse a su despacho cercano a Tribunales, les deseó que tuvieran buenos días, qué gusto conocerlas incluido, a las dos señoras de la mesa de al lado. A los pocos pasos, ya de espaldas, no se molestó en disimular una sonrisa guasona al oír a una de ellas:
—¡Qué chico tan amoroso! Me pregunto si estará soltero.
Reprimió, eso sí, la tentación de volverse y preguntarle por el nombre de su nieta.
***
Su compinche pasó a buscarlo a la una de la madrugada, pero aún se demoraron un par de horas esperando el cierre de los comercios —la Biela cerraba la puerta a las dos y aún podían quedar algunos clientes— y la lluvia que se avecinaba y que, posiblemente, vaciaría la calle, ayudando a cubrir su acción de ojos indiscretos.
El otro era un chico joven y bonachón, de rasgos árabes y nobleza acorde, crecido en las difíciles calles de Ramos Mejía, a quien un oportuno amor por el deporte había salvado de las drogas y tal vez de la cárcel. Le había propuesto la aventura y contado la razón, y había respondido aquel que sí, compadre, que se apuntaba. No lo había elegido al azar. La confianza plena que sentía por él, cimentada en una sincera amistad a pesar de la diferencia de edad, y la sangre de aquel tipo, enfriada en sus salidas nocturnas con la mochila tintineando de latas, lo convertían en un compañero ideal para la faena que les esperaba. Y tenía auto, además; o lo tenían sus padres. Un detalle no menor a la hora de tener que largarse de allí si es que el objetivo tras el que iban pesaba lo que él calculaba a ojo de buen cubero.
Salieron con las primeras gotas, vestidos de negro gastado, pasamontañas en el bolsillo él y capucha su colega. Una mochila con todo lo necesario: una toalla grande, pinza, linterna, su destornillador eléctrico y el de su amigo, y uno normal, de toda la vida, por si acaso.
Tras dos vueltas a la manzana para reconocimiento táctico del terreno, las justas para no levantar sospechas, él quiso dejar el vehículo lo más cerca posible pero su compañero, astuto y hecho al asunto, advirtió que el coche no sería refugio seguro si lo tomaban las cámaras y algo salía mal, por aquello de la patente y todo eso, por lo que decidieron dejarlo estacionado a doscientos metros, único sitio donde unos árboles lo ocultaban de la línea de visión de la cámara de la esquina, en ese barrio de alcurnia plagado de ellas. Habría que correr el riesgo a pie esas dos cuadras.
El reloj marcaba cerca de las cuatro de la madrugada. Antes de bajar del coche, repasaron dos veces más la parte previsible del plan y luego, a cara descubierta, caminando como dos turistas que tratan de dar con su hotel de vuelta del bar, enfilaron los pasos hacia su destino rodeando por Ayacucho hacia Quintana para llegar por el otro extremo.
Ya cerca del sitio, a cierta distancia sobre el pasaje Ortiz, sintiendo la presencia de su amigo junto a él, igual de dispuesto, se fumó el último cigarrillo, la brasa en el hueco de la palma izquierda, protegiéndola del agua que caía y de los posibles curiosos. Ninguno de los dos dijo, ni pensó, que ese era el último instante en que aún podían echarse atrás sin consecuencias. Era la hora de la verdad.
El objetivo estaba demasiado alto, incluso para su metro noventa, así que pisando sobre el fémur horizontal del otro, que aguantaba con una rodilla en tierra y la vista yendo y viniendo a cada esquina, se encaramó sobre la pared de madera lustrada, entre las dos ventanas cubiertas para siempre con papel de obra. Removió con más rapidez de la que esperaba los tapones de madera que aún quedaban y dirigió, con la mano firme y el corazón tembloroso, la punta del destornillador eléctrico al primero de los ancianos y gruesos tornillos a los que les llegaba, después de años de servicio, el día de su jubilación.
La humedad del ambiente, la velocidad del pequeño motor y, tal vez, el tesón de la mano callosa e inmigrante que lo había amurado allí, hacían resbalar sobre la cabeza del tornillo, que se lastimaba con la insistencia, la punta de la herramienta, cuyo runrún eléctrico comenzaba a ponerlos nerviosos. Cambió entonces de instrumento y con el destornillador de la vieja escuela, que por fortuna había traído —noventa grados esforzados con cada giro de la muñeca ya dolorida— fue quitando el pequeño estorbo color de bronce.
La misma suerte corrieron luego los otros tres y, con aquella plancha de madera en los brazos de su amigo, envuelta en la toalla que habían traído, en fila india y ambos con las capuchas bien caladas sobre los ojos, se alejaron por el sudeste para escapar, como habían previsto, a pie por Guido hacia Ayacucho.
Al doblar la esquina —la vista abajo y a la pared—, le recordó desde atrás la voz conocida. Media cuadra hasta pasar por debajo del Gran Hermano que vigilaba enfrente y arriba, y luego cruzamos en diagonal antes de llegar a la otra esquina donde espera la otra cámara de la policía. Sin prisa pero sin pausa, y que Dios nos ayude. A último momento, sin embargo, pasando justo debajo, no pudo evitar mirar hacia aquel panóptico que lo inquietaba.
***
Con una ligera presión para que no hiciera ruido, cerró la tapa del baúl del auto sobre el trofeo envuelto en toalla que su cómplice, con el hecho consumado, acababa de depositar con cuidado, y sintió por primera vez que lo habían logrado.
Apenas dentro del auto, satisfecho, se le escapó una sonrisa de nervios, como un mal jugador de póker al que le hubiese salido una mano muy buena. El otro, más templado, que lo había sorprendido en pleno sentimiento, no había terminado de decirle que guardara esa mueca para la casa, que estas cosas no terminan hasta que terminan, cuando vieron el resplandor azul.
Una sirena de policía, silenciosa todavía, en plan de patrullaje o incluso de pesquisa, que subía lentamente desde atrás por la calle Ayacucho. Buscaban, sin dudas avisados por el centro de monitoreo, a dos energúmenos encapuchados que habían cruzado justo bajo las cámaras de seguridad con un objeto contundente que bien podía tratarse de un televisor robado, en sus propias caras.
Perdieron dos segundos de demora involuntaria para contener el aliento, usaron otros dos para quitarse a toda prisa las camperas y los buzos oscuros, que arrojaron debajo de los asientos; y otros dos para respirar aliviados cuando el patrullero dobló por Guido con dirección a avenida Callao, posiblemente imaginándolos aún a pie y con el objeto robado en brazos. Gracias a la precaución inicial que tuvieron al llegar, lo más seguro era que les hubieran perdido el rastro al doblar y subir al coche. Aún así, condujeron varias cuadras por las calles internas hasta que en Corrientes decidieron salir a las avenidas, directo al departamento en el viejo barrio de Monserrat.
Una vez allí, y con la placa de la Munich a salvo en el quinto piso, fueron, un poco más amigos que antes —es decir, con una historia más a cuestas— a disfrutar de un asado a punto en la parrilla de la esquina; la cual, abierta casi las veinticuatro horas, era la gloria de los taxistas nocturnos y, ahora se enteraban, también de los buscadores subrogantes de aventuras trasnochadas.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: