Inusualmente llegaba al despacho de Borgovo un cliente imprevisto: Alejo Flur, un cincuentón tardío, barbicano, completamente calvo, la mirada curiosa y algo extraviada. Le preguntó a Borgovo si podía fumar. El detective amateur abrió ambas ventanas de su despacho de la calle Posadas, le rogó que se alejara lo suficiente y asintió.
*****
En el mismo despacho, mientras ventilaba (Alejo Flur fumaba como un escuerzo, no solo por la cantidad sino por la fruición), Borgovo recapituló con su amigo Plones, el experto en tiempo, ya sin la presencia del cliente, el singular caso que había aceptado.
Por absoluta casualidad, Nicolás Vader, arquitecto, amigo de Alejo, había sido contratado por Inés para una refacción del departamento, en la calle Sargento Cabral del barrio de Retiro. Al romper uno de sus albañiles la pared de fondo de un placard, Nicolás había hallado un manuscrito, en tinta china, en papel secante, en francés, de 27 páginas.
No parecía un borrador, ni mucho menos una libreta de apuntes, sino una versión sesudamente terminada. Inés desconocía por completo la relación entre Nicolás y su ex, Alejo.
Nicolás recabó suficiente información como para saber que en esa casa había vivido René Goscinny, el creador y guionista de Asterix, desde su primera infancia hasta casi los 19 años. Nicolás, a diferencia de Alejo, era un devoto de Asterix. En la letra menuda de liceo avizoró al protagonista, a Obelix, a Panoramix. También una receta de la poción mágica.
Pudiera tratarse, comentó Nicolás a Alejo, del primer boceto de guión de Asterix, hasta ahora nunca dibujado. “En ese caso, estamos hablando de un tesoro”.
Nicolás había dejado en su lugar la reliquia.
*****
—Necesitaríamos una reproducción fotográfica, página por página, del material completo- especificó Borgovo, en la segunda consulta, con cita previa, en el despacho de la calle Posadas- Analizar la letra y la historia. Probablemente se trate de un original.
—No se nos ocurre qué otra cosa podría ser que un guión original de Goscinny —apuntó Plones—. Excepto una trampa.
—Si no fuera una trampa ni un malentendido —amplió Alejo—. ¿De cuánto dinero estaríamos hablando?
—Si no surgieran escollos legales… —ponderó Plones—. No menos de un millón de dólares.
—Me alcanzaría para el resto de mi vida —especuló Alejo.
Tanto Plones como Borgovo asintieron.
—Pero ya una vez incumplí los sentimientos de esa mujer —reflexionó en voz alta Alejo—. No quiero reaparecerme, molestarla con mi recurrencia. Al mismo tiempo, podríamos compartir los dividendos. Tampoco a ella le vendría mal. Sin embargo, intuyo que prefiere que la deje tranquila. No obstante hay otro asunto.
Plones y Borgovo lo habilitaron a explayarse con sendos gestos de ceja.
—En una ocasión, durante esos cinco años de concubinato, acudió a nuestro departamento un plomero. Realizó mal su trabajo y, cuando Inés se lo señaló, el sujeto tuvo una respuesta irrespetuosa. Lo intimé a pedir disculpas, con firmeza. Repitió su desplante conmigo. Como nunca antes en mi vida, me lancé físicamente contra el ofensor. Realmente lo apabullé y lo hice retroceder. No llegué a lastimarlo, pero estuve a punto.
“Finalmente pidió disculpas y se marchó. Todo el incidente era inédito para mí. ¿Lanzarme físicamente contra alguien? Imposible. Pero ahora, veinte años después, Nicolás me comenta que en el supuesto manuscrito de Goscinny figura la receta de la poción mágica. ¿Y si Inés tuvo noticia del manuscrito mucho antes, si me preparó la poción mágica y luego volvió a dejarlo oculto en ese doble fondo?”
—Como el gato de Poe —apuntó innecesariamente Borgovo.
—Un manuscrito de Goscinny, incluso a tan temprana edad, casi 19 años, es completamente posible, por improbable que parezca —desarrolló Plones—. Una poción mágica cocinada en casa, que te infunde fuerza sobrehumana, es totalmente imposible. Además, supongamos que Inés encontró el manuscrito en francés hace 20 años, ¿por qué habría de aplicar la receta en secreto, por qué no habría de comentarte el manuscrito, por qué habría de volverlo a esconder?
—Ignoraba, por supuesto, que era de Goscinny —hipotetizó Alejo—. Inés habla razonablemente bien el francés. Lo interpretó como un brebaje para salvar nuestra relación. Un elemento esotérico.
—¿Y permitió que el arquitecto rompiera la pared del escondite?
—Lo emparedó y, con la melancolía de nuestro final, su memoria lo perdió.
—No hay nada que no exista —se citó a sí mismo Borgovo—. Pero comencemos, como en los palitos chinos, por lo más fácil: lo que estamos seguros de que existe. Acredite las pruebas fotográficamente.
*****
Plones y Borgovo recibieron las fotos reenviadas por Alejo, gracias a los buenos oficios de Nicolás, que por otra parte avanzaba en las reformas encargadas por la dueña de casa.
En sus intercambios con un erudito porteño de la historieta, de residencia parisina, arribaron a la conclusión de que se trataba de un guión de Goscinny, el primero de Asterix.
—A la misma edad yo publiqué mi primer guión de historietas en una célebre revista argentina- recordó innecesariamente Borgovo.
—Y Rimbaud ya había escrito El barco ebrio– refrendó el erudito.
Solo restaba tomar una decisión.
—Me importa igual que el posible usufructo saber si existe o no la poción mágica —confesó Alejo— Nunca antes o después volví a sentir el impulso de agarrarme a golpes. Sufrí ofensas mucho peores y circunstancias en donde la violencia física era mandada. Pero lo evité. Y aquella vez no dudé: algo en mí se disparó con fuerza. ¿Y si existiera la poción mágica? Permítanme una semana para pensar qué hacer.
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—Dejaré el manuscrito en su escondite —declaró Alejo tras la semana de reflexión, que los implicados denominaron “los días terribles”—. “Esta semana leí todas las Asterix escritas por Goscinny y dibujadas por Uderzo: son obras de arte. Si fuera realmente un guión original de Goscinny, no quisiera que lo dibujara nadie más. Ni que se publicara sin dibujar. Hasta donde yo puedo decidir, esa es mi falible conclusión. Pero me sigue intrigando la existencia de la poción mágica. Preparé la receta tal como figura: nada me ocurrió. Ni siquiera una mejor rutina en el gimnasio. ¿Cómo puede haber sucedido aquel episodio con el plomero?
—Quizás simplemente ella te amó como nadie respondió sin alardes Plones.
El prolongado silencio pareció darle la razón. Finalmente.
Alejo inclinó su reluciente cabeza: no se sabía si era un asentimiento, o un gesto de resignación.
—¿Pude haber hecho algo para que fuéramos felices? —inquirió el cliente.
Y por primera vez en todo el caso, Borgovo expresó las palabras adecuadas, no casualmente citando a Panoramix, el más sabio de los druidas, en su imperecedera máxima de Asterix y los godos:
—No traten de entender.
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