Gracias al poemario titulado Mi hogar es una caja de mudanzas, Cristina Angélica González Bautista se hizo, en el mes de diciembre de 2019, con el V Premio Valparaíso de Poesía, siendo este concedido ex aequo y premiando, por lo tanto, también al joven artista barcelonés Sergi García Lorente por su obra Hazte el muerto. Pero ¿quién es Cristina Angélica? Cristina Angélica es una chica nacida en Caracas allá en el año 2000, si bien su nacionalidad es española, al igual que la de sus padres. Reside, actualmente, en Málaga capital, donde estudia Derecho, y en dicha ciudad resultó ganadora del evento Poetry Slam en su edición provincial de 2019, reconociéndose no solo su talento a la hora de escribir, sino, a la par, su talento a la hora de declamar.
¿Y qué hay, pues, de su primer libro? Mi hogar es una caja de mudanzas ha sido editado por Valparaíso Ediciones en abril del presente año y propone —casualmente después de las interminables semanas de confinamiento que todos y todas hemos sufrido— una deconstrucción multidimensional y bastante sugerente de la experiencia y del concepto de hogar. Esta deconstrucción comienza, de algún modo, a través del retorno a la infancia, eje dinamitador de la materia poética, el cual se persigue desde el primer poema del conjunto en un ejercicio tímido de autoconocimiento y en un intento valiente de catarsis:
Busco en aquellas casas vacías a la niña que fui.
Le pregunto si sigue yendo a comprar,
si ha desembalado la caja de la última mudanza
que aún sigue en el trastero (p. 25).
Como decía el escritor austríaco Rainer Maria Rilke, «La única patria que tiene el hombre es su infancia». Y es que Cristina Angélica, a lo largo de su corta vida y desde su más tierna niñez, se ha mudado hasta en diez ocasiones, llamativa y cruda circunstancia que, cómo no, la ha marcado tanto vital como poéticamente para colmar su escritura de diversos desalojos. Es, así, el primero de los desalojos con los que nos topamos en la lectura de su poemario el de la incomprensión —a partir de ese autoconocimiento antes mencionado—, pues la poeta pugna por comunicar su dolor al resto del mundo tras descubrirlo oculto entre sus emociones y nombrarlo y, al mismo tiempo, pugna por comunicarse consigo misma y con su entorno familiar, el cual ella no acaba de entender, ni acaba este de entenderla a pesar del amor que lo recubre. Este motivo brota, de repente, en medio de una cena de Navidad en la que se reúne únicamente, como cada año, la familia nuclear, y se traduce, en fin, en los siguientes versos introductorios:
Han pasado los años y no comprendo por qué somos familia numerosa
si más allá de estos apellidos no hay nadie esperándonos (p. 26),
los cuales, por cierto, van a culminar enseguida en una cadena de preguntas retóricas —figura recurrente y determinante en el desarrollo del poemario para ajustar cuentas con su yo interior—, punzadas todas ellas por la melancolía y por el dolor:
Nunca supe por qué no conocí el nombre de mis abuelos,
por qué cuando todos se reúnen, cuando las calles se llenan de luces,
hay turrones en los supermercados y algunos reciben carbón, por qué en mi cumpleaños,
solo ponemos cinco cubiertos (p. 26).
El segundo de los desalojos, en cambio, habría de ser la desazón ante la imposibilidad de poseer una vivienda, el cual se localiza explícitamente, por ejemplo, en el poema «Burbuja inmobiliaria». Este desalojo actúa, de algún modo, como tema nuclear y, a la luz de los versos que lo vertebran, deben extraerse dos conclusiones nada desdeñables: por un lado, entroncando con lo expuesto a priori, que no hay herencia alguna que recibir porque no hay más familia que la que va de casa en casa, transitando, ni más horizonte que el de sus cíclicas mudanzas; por otro lado, que esa familia ha sido una de las víctimas de la crisis que, desde 2008, ha azotado cruentamente a España y ha impedido el acceso a la vivienda a tantas y tantas personas. Cristina Angélica, haciendo gala, por consiguiente, de ser, en esencia, ella y sus circunstancias, se inquiere en «Propietarios»:
Me pregunto lo que supone tener una casa propia, heredada o comprada, pero propia.
Una casa que nunca has visto vacía,
llena de cuadros y algún que otro álbum monótono
en donde las fotos no varían de escenario (p. 28).
Por otra parte, la busca desesperada de la identidad propia se presenta como el tercero de los desalojos, ya que la autora vino a nacer en un país con el que no se identifica en absoluto y, sin embargo, habita en un país que ha tardado demasiado tiempo en identificarla porque, hasta los dieciocho años, no consiguió tener siquiera un DNI en su cartera. Al margen de la anécdota biográfica —trasunto, en realidad, casi morboso—, que la lleva a fantasear con la idea de una escuela donde enseñen a renovar el DNI, resulta mucho más interesante detenerse unos instantes, empero, en su reflexión sobre qué es la identidad, esto es, desde su punto de vista, una mera convención, un falso acuerdo, un ficticio constructo social:
La identidad como una máscara de pestañas, un antiojeras,
una serie de nombres y apellidos, un lugar de nacimiento.
La identidad como una ficción
que no dice quién eres sin maquillaje (p. 33).
Hasta tal punto arriba este conflicto, que la poeta denuncia en el poema titulado «Kilómetro cero» cómo las personas pueden llegar a sentirse, aun, extranjeras en su ciudad, perdidas y desconectadas entre sí.
En efecto, estos tres desalojos de carácter más o menos metafórico —la incomprensión, la incapacidad de poseer y la búsqueda identitaria— terminan por concretarse en el desalojo real, temido e incesante que, a fin de cuentas, se convierte en el leitmotiv del libro y en su centro gravitatorio, mostrando en cada verso una lucha no resuelta entre la vida pública y la vida privada del sujeto lírico en cuestión, quien debe seguir viviendo, aun cuando, para ello, debe anestesiarse en cierta medida y distanciarse de su persona llevando su dolor al plano literario y, en consecuencia, externalizándolo:
Desalojamos muebles, cajones y camas.
Lo último siempre son nuestras cosas, las separamos para luego no confundirlas.
Dejamos alguna mochila y las cosas del trabajo, de la Universidad,
porque da igual la mudanza, hay que seguir trabajando,
estudiando como si nada de esto fuera cierto (p. 38).
Baste comentar, por último, que de la poesía del desalojo de Cristina Angélica González Bautista surge la lógica necesidad de hallar un hogar verdadero, un puerto seguro, un punto de retorno. Esta necesidad se proyecta, de manera sorprendente, en los tiempos verbales y vitales de la autora y, de tal modo, el futuro se transforma no ya en un tiempo, sino en un espacio:
Me pregunto si el futuro también es habitable.
Cuántas habitaciones tiene, si es luminoso y está totalmente equipado.
Me pregunto si tendré que mudarme, si tendré un futuro propio,
que nunca tenga que ponerlo en venta,
si encontraré a alguien con quien compartirlo (p. 49).
Mucho menos original se antoja, por el contrario, el imaginar la memoria como una casa, operación metafórica que ha practicado, mismamente, el prologuista de Mi hogar es una caja de mudanzas, o sea, el joven poeta Jorge Villalobos Portalés, en su libro El desgarro (2018). No obstante, esa representación de memoria-casa ha sido sobradamente explotada mucho antes en la poesía española contemporánea por vates de la talla de Luis Rosales, en La casa encendida (1949), o de Francisco Brines, en Las brasas (1960). Con todo, la memoria lírica de Cristina Angélica alberga habitaciones que, sin duda alguna, merece la pena visitar:
He pedido un duplicado de llaves
para tener las mías propias,
para abrir esta memoria
porque he tocado a la puerta
y ya nadie me abre (p. 62),
siempre con la esperanza de despertarla de su obligado y triste letargo:
Entierro a la memoria y a veces,
cuando ha pasado un año desde la última mudanza,
le lloro en el aniversario de su muerte (p. 59).
Villalobos, en su prólogo —escrito, con la mejor de las voluntades, desde la amistad y el afecto que corresponden a un cicerone literario como él—, compara a Cristina Angélica con poetas como Claudio Rodríguez —entre otros— por su «[…] ópera prima poderoso, renovador y a una temprana edad apabullante» (p. 15). Yo, sin embargo, preferiría augurarle aquí a la autora un porvenir distinto al de Rodríguez, dado que, aunque ciertamente nunca dejaron de acompañarlo en su trayectoria los más excelsos galardones, este jamás conseguiría, al menos en mi opinión, superar su increíble Don de la ebriedad (1953) y superarse, por ende, a sí mismo.
Mi hogar es una caja de mudanzas parece ser, a la postre, un poemario sensible, honesto e inocente que presume de una estimable vertiente sociológica, generacional, y de otra literaria considerable. ¿Qué más puede pedirse hoy por hoy a un primer libro de poesía? Lo demás el tiempo lo dirá, puesto que, entre desalojo y desalojo, los senderos de la poesía son misteriosos y, a menudo, inescrutables.
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Autora: Cristina Angélica González Bautista. Título: Mi hogar es una caja de mudanzas. Editorial: Valparaíso Ediciones. Venta: Todostuslibros
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