Byron es el precursor de varios estereotipos de escritor moderno, no solo del poeta maldito o del poeta heroico y aventurero, sino también del escritor egocéntrico y mediático que tanto pulula por estos tiempos de despropósitos literarios; en cambio, Byron dista tanto de Baudelaire como de Hemingway, como del tipo de escritor vacío y epidérmico del que huelga poner ejemplos.
Sorprende, por tanto, que una vida tan agitada y a veces tan tumultuosa haya dejado espacio a los sedentarios rigores de la erudición y a la sosegada decantación del pensamiento literario. Por mucho que su mixtificada estancia en Villa Diodati, en compañía de Percy Shelley, Mary Shelley y el médico John William Polidori, nos lo presente como el intelectual foco inspirador de dos de los mitos modernos de nuestra literatura: Frankenstein y el Vampiro. Aunque, paradójicamente, no deje de resultar curioso como el contacto estrecho con estos portentosos escritores —tipo Byron, Goethe, etc.— ocasiona un desolador efecto creativo en los espíritus más elevados, mientras suele inspirar a los más romos; Shelley se sintió abrumado por la pulsión creativa de Byron, hasta el extremo de sentir agostada la suya: «el sol apagó la luciérnaga»; mientras, en cambio, Polidori encontraba en Byron la fuente literal de su inspiración, si bien, y conviene señalarlo, a un alto precio personal.
Byron no tuvo la fortuna de tener a su lado a un Eckermann o de contar con un amigo escritor como Max Brod, sino con el discreto poeta e influenciable albacea Thomas Moore y el negligente editor John Murray, por lo que tras su muerte una parte sustantiva de su producción literaria no pasó el timorato expurgo de sus fiduciarios, impelidos por el afán enmascarador de sus familiares y amigos, quizá para ocultar su bisexualidad y las alusiones más o menos directas a la pacata sociedad de su tiempo. Por lo que buena parte de su obra, especialmente sus memorias y una novela, solo tuvieron como lector apasionado el fuego, que premonitoriamente ya había devorado alguno de sus primeros escritos. Thomas Moore, tal vez en descargo de su incuria y apoyado en la lectura de las memorias originales de Lord Byron, escribió la primera biografía sobre la inmortal poeta titulada Letters and Journals of Lord Byron, with Notices of his Life (1830).
La editorial Renacimiento acaba de publicar las Obras en prosa de Lord Byron, cuya traducción y edición corren a cargo del byroniano escritor Lorenzo Luengo, quien desde un deliberado antiacademicismo y desenfado crítico realiza la introducción general —«El asunto displicente»— y la de cada uno de los epígrafes del libro, con el propósito de no entorpecer con citas y referencias los textos de Byron, limitándose a extenderles: «una alfombrita y engalanarles un poco los pilares y el dintel».
Entre los diversos epígrafes que componen esta miscelánea prosística el lector puede encontrarse con el Byron crítico literario para quien «es más fácil percibir el error que buscar el acierto»; el Byron político que imita con su prosodia la elocuencia ciceroniana y que sigue los preceptos de la retórica: inventio, dispositivo, elocutio, memoria y actio, partes desde las que también puede abordarse su obra y su vida; el Byron creador de ficciones literarias, de esbozos narrativos, entre los que pueden encontrarse «El cuento de Calil», que evoca su fascinación por los relatos de Las mil y una noches, así como con el precursor del vampiro polidoriano, «Augustus Darvell. Fragmento de una historia de fantasmas». Pero quizá la parte más sustantiva de estas prosas reunidas se encuentre bajo el epígrafe de «Polémicas» que enlaza directamente y con mayor profundidad con el Byron crítico literario, debido a que los sucesivos apartados que recogen sus diatribas con el poeta y clérigo William Lisle Bowles le permiten esbozar su sustantivo pensamiento literario y exponer su poética, así como analizar críticamente el estado en que se encuentra la poesía inglesa: «nadie que reflexione detenidamente sobre ello dudará que nos hallamos en la época de su declive».
Byron hace suya una frase de su admirado Alexander Pope, al verse en ella ciertamente representado: «la vida del escritor es una guerra sobre la faz de la tierra», pero esta asunción no le impide protestar contra aquellos, causa de la mayoría de sus desgracias, que persisten «en su perversa insistencia en hacer pasar la ficción por verdad, y confundir la poesía con la vida, y tratar a los personajes de la imaginación como criaturas existentes». Reflexión sorprendente, por su lucidez, en uno de los máximos exponentes del romanticismo europeo: cuando sus coetáneos defendían con vehemencia la pervivencia del yo en el poema, Byron propone sin ambages la existencia ficcional de un personaje poético.
En estos planteamientos, además de las inevitables cuestiones personales, puede encontrarse su animadversión hacia los lakistas, hacia William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge y especialmente Robert Southey, de quienes llega a decir con dureza que «Yo no veo nada en esos hombres como poetas, o como individuos, poco en sus talentos y menos en sus personalidades».
Esta animadversión se expresa a través de su encendida defensa de la poesía de Alexander Pope, al que considera un referente de la poesía moral: «En mi opinión, no hay poesía más elevada que la poesía ética, pues no debe haber un propósito humano más elevado que el contar la verdad moral».
Pero en estas reflexiones también encontramos otra visión singular de su poética que lo sitúa como precedente de la célebre máxima de Oscar Wilde, «la naturaleza imita el arte», ya que Byron asevera dándole la vuelta al concepto aristotélico que «El arte no es inferior a la naturaleza en lo que concierne a los propósitos poéticos», por lo que «no resultará menos ornamental que la naturaleza». En estas páginas plenas de pensamientos literarios no dejan de sorprender algunas reflexiones que hoy en día tienen una candente actualidad, por ejemplo, las «escuelas de poesía» (los talleres literarios), que, según Byron señala con agudeza, proliferan cuando «la decadencia se ha visto multiplicada por el número de profesores».
Byron se presenta en estas prosas como un erudito, alejado del heroico personaje esbozado en Las peregrinaciones de Childe Harold, como corrobora su memorístico recuento de lecturas y su inveterada inclinación a la traducción y al conocimiento de nuevas literaturas y de nuevas lenguas. Estas prosas salvadas del fuego evidencian que La visión del juicio y el libro inacabado de Don Juan no son invenciones de un escritor pasional sino de un lúcido erudito.
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Autor: Lord Byron. Título: Obras en prosa. Traducción: Lorenzo Luengo. Editorial: Renacimiento. Venta: Todostuslibros.
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