“La mayor parte del caviar se guardó para la nomenklatura”, decían los revisionistas de la experiencia soviética. Un ex dirigente del Partido Comunista argentino se sintió impactado al descubrir un día que el líder de los proletarios del mundo, el amado camarada Leónidas Brezhnev, era propietario de una impresionante colección de coches antiguos y lujosos. Quienes venían a combatir las clases sociales, en busca de un igualitarismo feliz, armaron una nueva clase privilegiada que hacía trampa con los fondos del Estado, se reservaba para sí una vida de multimillonario, se atiborraba de caviar, condenaba a la población a una gris mediocridad, y se defendía con el culto a la personalidad y con una propaganda machacona y altruista de gran “proyecto solidario”. Contra la mismísima filosofía de Marx, los cultores del socialismo real reemplazaron así a la aristocracia del zar por una nueva élite corrupta y totalitaria. La nomenklatura peronista, sin ser tan feroz ni tan inteligente, produce estos días escenas pornográficas. Todos los conmovedores pobristas que la integran son potentados que viven en mansiones o departamentos suntuosos de las principales ciudades, y el emblemático “empresario nacional y popular”, a punto de ser excarcelado, se dispone a ocupar una casa fastuosa en una exclusiva urbanización. Hasta haber ingresado en el círculo íntimo de los Kirchner —esos dos paladines de la “izquierda” latinoamericana—, el buen hombre era un simple empleado bancario. Luego se transformó, entre otras cosas, en el más grande terrateniente de la Argentina, certificando una vez más que los kirchneristas no querían acabar con la oligarquía sino simplemente desplazarla y ocupar sus tronos. Esta descarada excarcelación se conoce en la misma semana en que un exsecretario de Néstor y Cristina Kirchner, que ingresó pobre a la administración pública y se retiró obscenamente rico de ella, fue asesinado en la Patagonia. Aparentemente, los homicidas pretendían arrancarle a golpes y tormentos el sitio secreto donde guardaba el tesoro. El occiso poseía, como Brezhnev, una colección de automóviles de alta gama; hoteles, terrenos, casas y una mansión de mil metros con piscina climatizada. Su compañero, el otro asistente personal del matrimonio Kirchner, murió de cáncer y legó a su viuda setenta millones de dólares cuyo origen aún es imposible de determinar. En estos mismos días se conocieron los simpáticos tejemanejes de un próspero ministro nacional que, apoltronado en el Gobierno, acaba de contratar a parientes y socios, y cuyo itinerario comercial demuestra que su ingente bonanza se vincula con su carácter de “militante peronista”: magnífico negocio que abre puertas y habilita contratos, y permite conchabos de Estado y otras mil formas de bendiciones y prerrogativas. Hay “compañeros” que pasaron del colegio o la facultad directamente a los espléndidos sueldos del funcionariado, y que por lo tanto desconocen el llano y la vida real: a medida que suben escalones en la adulación y la militancia se van agenciando un buen patrimonio. “¿Qué querés ser de grande, hijo? Peronista, papá”. Después de tantos años de hegemonía y colonización del Estado, el peronismo ha creado una vasta nomenklatura, que a la vez es un club exclusivo sostenido por sufridos contribuyentes. Cuando ese grupo detecta entre sus filas a una persona austera hace bandera con su honestidad, a pesar de que en el fondo les parezca un peligro en potencia. Salvo, por supuesto, cuando se trata de un simple fanático. Aunque en estas pampas hasta los talibanes cobran en euros.
Confiesa este articulista que acaba de cumplir sesenta años, y que ese número no le resulta indiferente. Esta autorreferencia viene únicamente a cuento de una horrenda certeza: los argentinos de mi generación, y también los de la quinta anterior, hemos vivido equivocados. Nuestros padres y abuelos, laboriosos inmigrantes o descendientes de ellos, nos educaron para el esfuerzo y el progreso. Nos explicaron que debíamos estudiar y que ahorrar era virtuoso, buscar la excelencia una necesidad, hacer méritos en el trabajo una obligación, invertir en ladrillos un sueño, respetar las reglas un precepto indiscutible, ser honestos una religión. Esa cultura, que propulsó el desarrollo de otras naciones, ha caído en desuso en la Argentina. Algunos intelectuales aseveran incluso que reivindicarla hoy es ser literalmente un “neoliberal”, y por lo tanto, un egoísta y un decadente. Para la nomenklatura, que solventa sus gustos caros a nuestras expensas, somos la encarnación del enemigo: los ofende hasta la histeria que hayamos salido adelante sin las prebendas del erario y que nos importe una democracia representativa y un capitalismo equilibrado con un Estado de bienestar, modelo que la Argentina nunca practicó con plenitud ni paciencia. Sin haber construido una verdadera industrialización —gran camelo peronista—, sin poder seducir a inversores locales o externos ni tener iniciativas interesantes que generen riqueza para el país, y siempre escudados en el kiosco clientelar que regentean con alegría, intentarán vengarse por el simple método de exprimirnos como a limón de paella. Con impuestazos, con expropiaciones, con todo tipo de ocurrencias: son muy creativos para la rapiña. Y la clase media productiva y dinámica no se salvará de ese saqueo.
El despliegue pornográfico de esta nomenklatura y sus objetivos de manoteo y discurso único parecen por momentos cuestiones naturalizadas que a nadie preocupan. Pero de pronto cientos de miles de personas autoconvocadas salen a la calle y tiembla la tierra. Y lo hacen bajo consignas que en otros tiempos sonaban abstractas: república, libertad, división de poderes, respeto a la propiedad privada, castigo para delincuentes y corruptos. Millones de personas entendieron que sin esas reglas básicas seremos inexorablemente un feudo; nos deslizaremos hacia Santa Cruz o hacia Formosa, por no hablar de su Meca ideológica: el pujante experimento bolivariano. Quienes se movilizaron el día de la Independencia no fueron organizados ni promovidos por medios, periodistas, corporaciones o partidos políticos. Los ciudadanos van a la vanguardia; los demás caminamos cabizbajos varios metros atrás. Son ellos quienes han logrado transformar el republicanismo en un fenómeno de masas, algo que la sociología política persiste sospechosamente en ningunear. El 17 de octubre de 1945, que fue más módico, tuvo mejor prensa.
La respuesta del oficialismo no elude el clisé: quienes resisten la avanzada y el apriete están enfermos de odio; el avieso cazador se queja de los rugidos del tigre. Para que el pobre animal pudiera ser perdonado debería aceptar sin gruñir su destino de alfombra o de inofensivo adorno sobre la chimenea. La embestida del día después quiso dejar en claro que no hay “odiadores seriales” (Fernández dixit) en el cristinismo, que todos se amuchan en la oposición y que se acentuarán ciberpatrullajes para detectar a presuntos incitadores a la rebelión social —le lavan el cerebro a la gente—. El kirchnerismo sigue con atención una iniciativa mendocina —identificar a los manifestantes y procesarlos—, coquetea con una nueva legislación para reglamentar el secreto profesional de la prensa —fin del periodismo de investigación— y juguetea con los considerandos de la Ley contra el Odio que inventó Nicolás Maduro.
Las civilizadas marchas del 9 de julio no amenazan tanto al Gobierno como las convulsiones que se cocinan a fuego rápido en el conurbano: baquianos del propio peronismo vienen advirtiendo, en público y en privado, sobre esa devastadora bola de nieve formada de miseria, hambre, violencia y mafia. Esa sola perspectiva, sumada a la catástrofe económica, haría razonable un acuerdo de emergencia, pero cómo y con quién realizarlo si los responsables abren ministerios de la venganza, operan un plan de autoamnistía, van una vez más por todo y tienen como jefa irreductible a la más grande odiadora de la historia moderna. Una dama que ha garantizado el bienestar de la nomenklatura y a cambio pide subordinación y valor. Para someter a la patria.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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