El pasado 16 de junio, y como cada año en esa fecha, se celebró el Bloomsday, donde se recuerda a Leopold Bloom, protagonista de la novela Ulises, de James Joyce, así como el día en el que se desarrolla la trama de la misma.
¿No es increíble que la cubierta de la primera edición (1922) del seguramente libro más influyente de la literatura del siglo XX sea precisamente ese desierto azul verdoso? ¿Se podría hoy editar un libro con semejante vaciamiento facial? ¿O es acaso ese vacío su acierto y reclamo? Salvo honrosas excepciones (véase por ejemplo https://fitzcarraldoeditions.com/), no creo que nadie se atreviera hoy a poner en el mercado una novela con una cubierta así diseñada. Sólo el genero de la poesía admite tal descaro antipublicitario, lo cual en cierto modo es lógico; los lectores poesía son tan fieles, tan absolutamente fieles, que apenas existen, así que poco importa el diseño de cubierta.
Se me ocurre ahora pensar que el mundo está forrado, tiene un forro, quiero decir, y los libros no iban a ser menos. Y supongo que no soy el único que alguna vez se ha preguntado qué demonios es la portada de un libro, para qué sirve, qué anuncia o qué destruye, qué esperanza alienta o frustra en el lector, incluso me he preguntado para qué sirve la propia materialidad de una portada de libro más allá de proteger al texto de la lluvia y del polvo. He estado enterándome acerca de este asunto: se supone que las ilustraciones que acompañan a un texto se introdujeron en el medievo, sobre todo para la Biblia y demás escritos religiosos, a fin de que la analfabeta muchedumbre pudiera seguir la Palabra del Señor sin perderse en ese otro camino más sinuoso y sin duda menos evidente que es la palabra escrita. Ahora bien, ilustrar la cubierta de un libro parece que siempre ha respondido a un efecto de llamada, un reclamo publicitario. Seamos serios: todos hemos rechazado o comprado libros por un instintivo criterio de afinidad con sus portadas. Y aquí se complica la cosa pues incluso dentro de nuestro ámbito –llamémosle Occidental u occidentalizado– aparecen insalvables huecos culturales. Por ejemplo, llama la atención que en el mercado de la edición anglosajona libros literariamente respetados tengan cubiertas de novela de quiosco; por manifiesta agresión visual, en una edición en español jamás funcionarían.
Me entretengo entonces en mirar en la Red cosas acerca de cómo se diseña la portada de un libro y encuentro plataformas en las que se dicen cosas como, “por más bueno que un libro sea, lo que lo vende es su portada”, o, “diseñar una buena portada de un libro es ingrediente fundamental si queremos triunfar en la venta del mismo.” Madre mía, si así fuera creo que no hubieran existido la mayoría de los libros superventas. Pero la consigna que más me gusta es esta otra, “una portada debe lucir PROFESIONAL”, y lo dicen así, con mayúsculas, como cuando en las novelas malas quieren darnos a entender que un personaje habla gritando. Bien, la portada de la primera edición de Ulises de James Joyce parece contradecir punto por punto todos esos lemas de mercado.
Leí por primera y última vez íntegramente Ulises en mi post postadolescencia (traducción de José María Valverde, editado por Lumen), lucía en su cubierta la pintoresca escena de una calle, supuestamente de Dublín, que no estaba mal pero yo ya había visto reproducida aquella otra portada llamativamente vacía de la edición original, y me atraía mucho más que la mía. El acierto se hallaba precisamente en su vacuidad, que vista desde hoy me recuerda no sólo al turbio cielo de un mediodía dublinés sino a muchas otras cosas: la radical soledad (no es broma) de un detector de partículas antes de ser atravesado por un chorro de electrones, o el vacío interestelar al que se enfrentan los astronautas de las novelas de Bradbury, o la advertencia de Borges según la cual el laberinto más endemoniado es el desierto por, precisamente, estar vacío, y también me recuerda a cómo imaginé aquel páramo llamado Región que en algún lugar del Noroeste de la Península Ibérica Juan Benet inventó para nosotros, y también a una pista de patinaje me recuerda, y a la pantalla de un primitivo smartphone, y por supuesto a un cuadro de Rothko y, en fin, no seguiré por esta camino, que yo mismo me canso.
Parece claro que el acierto de esa portada es precisamente su no-portada. Tiene además la ventaja de poder hacerse intervenciones en ella; es posible pintarla, decorarla y garabatearla con anotaciones como se acostumbra a hacer en los márgenes de las hojas. De entre las intervenciones conocidas, la que más me gusta es la de un tal Steven Bond (Ulysses 2, Murder in Paris), quien de la cubierta original hizo brotar otra bellísima cubierta, y rescribió el libro incluso, introduciendo como personajes a Beckett, Descartes y a no sé quién más. Tengo para mí que ello no hubiera sido posible sin una portada tan METAFÍSICA –y ahora sí que conviene decirlo así, con mayúsculas, como gritando–.
NOTA: debemos a la casualidad que uno de los mejores discos del pop británico, The Queen is Dead, de The Smiths, se editara un 16 de junio de 1986. ¿No guardan ambas portadas –tipografía, calidad de color e impresión, textura– cierto aire de familia?
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