La escritora argentina María Sonia Cristoff ha escrito una sátira social que es un compendio de géneros literarios y de personajes superpuestos. Entre la picaresca y el anarquismo, levanta la historia de Lucrecia, una mujer harta de trabajos miserables y cansada del mito del trabajo que se lanza a la búsqueda de su supuesto tesoro enterrado en medio de La Pampa.
En este Making of, María Sonia Cristoff da buena cuenta de la rabia que le impulsó a escribir Derroche (Random House).
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Rabia. Lo que preponderaba en mi vida cuando se me ocurrió el plan era rabia. Así dice Vita, uno de los tres personajes centrales de Derroche, cuando cuenta el origen de su peculiar, por no decir ilegal, sistema para ganar dinero sin tener que soportar un trabajo tedioso de oficina. Algo parecido podría decir yo: Rabia. Lo que preponderaba en mi vida cuando se me ocurrió esta novela era rabia.
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Para dedicarme a escribir tuve que salir más o menos airosa de batallas contra mandatos, expectativas familiares, urgencias productivas, fantasías de utilidad y futuros prósperos. Lo que en cambio siempre me resultó más difícil es batallar —mucho menos salir airosa— contra la existencia de un segundo trabajo que sostenga mi escritura. En distintas etapas de mi vida, ese segundo trabajo ha consistido en ser traductora, editora, periodista, profesora, y hasta vendedora en un anticuario. Siempre supe, desde el minuto cero en el que me decidí a ser escritora, que por nada del mundo tenía que dejar que el segundo trabajo tomara las horas y la vitalidad que necesitaba poner en la escritura, que un frente que nunca debía descuidar era ese equilibrio. Lo que me pasaba en esa época en la que se me ocurrió la idea de Derroche era que ese equilibrio estaba claramente alterado, que mi trabajo en la academia me estaba tomando por completo. De ahí la rabia.
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Qué cómplice extraordinaria es la rabia, sin embargo, qué magma tan inspirador resultó ser para encontrar la voz de Vita, ese personaje que logra rebelarse de su trabajo y de tantas otras cosas más, inspirada en el ideario anarquista de sus padres, del cual se mofa mientras, en paralelo, rescata de ese ideario el espíritu irreverente. Y la prosa: sobre todo rescata la prosa, los modos de decir. Para construir el habla de Vita, además de hacer pie en ese ánimo rabioso, socarrón, leí muchísima prensa anarquista de fines del siglo XIX, principios del XX. Entre esas muchas lecturas, hay dos publicaciones que se convirtieron en interlocutoras permanentes, en canteras generosas de las que yo fui rescatando sintagmas barrocos, imprecaciones estruendosas y un léxico que me hacía agua la boca, y lo digo literalmente, porque hubo momentos en los cuales llegué a recitar en voz alta varios de esos párrafos de memoria. Una de esas dos publicaciones que funcionaron como canteras se llama “Nuestra tribuna”, y fue fundada por Juana Rouco Buela, una española nacida en Madrid en 1889 que emigró de niña a la Argentina, donde terminó siendo una de las voces más lúcidas y potentes entre las rebeliones del primer cuarto de siglo. La otra se llama “La voz de la mujer”, y fue un periódico de fines del XIX, totalmente escrito por mujeres, cuyo lema era “ni dios, ni patrón, ni marido”.
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La construcción de voces, de hecho, ha sido central en la preparación de esta novela. La prosa lo es siempre, en todos mis libros, pero acá hablo de voces, que es algo en un punto distinto, porque se trata de la prosa de una narración en la cual los personajes se arman a partir de sus modos de decir. Para construir la voz de Lucrecia, otro de los personajes centrales, una treintañera que ha cumplido con todos los pasos que la quimera del progreso indica para ser exitosa —exitosa y, además, cool— trabajé codo a codo con una treintañera perfectamente capaz de sintonizar modismos y giros de un idiolecto que a mí se me escapa por razones varias. La de no ser treintañera es solo una.
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Y para trabajar la voz de Bardo, el tercero de los personajes centrales, el chancho jabalí que cierra la novela y que la lleva, espero, a una zona festiva, a una zona de irradiación y derroche, a una zona de utopía transformadora, buceé en el habla de los linyeras, nombre que se le dio en el castellano popular rioplatense a los trabajadores informales y trashumantes que hacían tareas temporales en las cosechas y que, además, muchas veces, eran parte de una contracultura que resistía los mandatos del progreso y las prerrogativas del horizonte burgués.
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“Chancho limpio nunca engorda”, “No sirve ni pa’ descular hormigas”, “Ladiate, cuero, dejá pasar al viento”, “No ha de ser tan culona la garrapata”, “Después de tanto lujo salimos bailando en pata”, “Más chorriao que lágrima e ñandú”, “Qué más quería el sapo, que lo tiraran al agua”, “Quedaste la cara como zorro melonero”, “Qué le importa al yacaré que el carpincho coma pasto”, “Es como mula pa’ la patada”, “Más atravesado que culo de iguana”: algunos de los tantos refranes de la jerga linyera, en la que confluyen algo del lunfardo —esa forma del habla popular que se formó en la Argentina a partir de la intersección de corrientes inmigratorias muy disímiles—, con algo de la sabiduría de la fábula, algo de la jerga tanguera y algunos giros de la gauchesca. Las listas de hallazgos que iba encontrando en esos años pasaban a estar pegadas en las ventanas de mi escritorio, en las macetas de mi balcón, en los espejos del baño, en los frascos de la cocina: todas técnicas para ir familiarizándome con esos refranes, para leerlos con el rabillo del ojo mientras hacía otra cosa, para intentar que encarnaran en mí para que después, cuando me pusiera a escribir, aparecieran solos, como espontáneos, en el momento justo.
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Durante esos cinco años de preparación de la novela, tal como lo hago siempre con mis libros, leí para pensar, leí para conversar con autores muertos, leí por curiosidad, por gusto, por manía, leí desorbitada, innecesariamente. Las disciplinas necesitan siempre su contracara, y yo soy muy disciplinada. Cuando iba por el capítulo final, llevada por el modo festivo en el que, para mi sorpresa, me había hecho entrar Bardo, se me ocurrió que podía componer canciones a partir de algunos de esos materiales que había leído, y así es como esas composiciones adscriptas a Bardo son un trabajo de collage a partir de títulos como El derecho a la pereza, de Paul Lafargue; Trabajos de mierda, de David Graeber; Aurora, de Friederich Nietzche; Buenos días, pereza, de Corinne Maier; Revolución en punto cero, de Silvia Federici; La fábrica de la infelicidad, de Bifo Berardi y Escritos para desocupados, de Vivian Abenshushan.
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¿Hará falta que aclare que, cuando habían pasado tres meses de terminada Derroche, cuando incluso ya había corregido las pruebas de página, renuncié al trabajo aquel, el causante del desequilibrio?
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Autora: María Sonia Cristoff. Título: Derroche. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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