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La primera vez

Imagen de portada: Mekakushi (XLSemanal)

El pasillo parece interminable. Hay apliques de cristal con luces amortiguadas y moqueta donde se hunden un poco los tacones: hotel de cinco estrellas, fachada blanca y modernista, años veinte, que se abre al paseo, la playa y el mar. Ella pasó hace cuatro minutos entre la recepción y la conserjería sin mirar a uno ni otro lado, decidida, vista al frente, caminando segura hacia el ascensor. Durante media hora, antes, sentada en un banco del paseo marítimo, ha estado planeando esa entrada, ese modo de penetrar en territorio desconocido mientras aguardaba el zumbido del teléfono, el mensaje, el número de habitación. Zum, zum, zum: 362. Luego se ha dirigido a la puerta del hotel repitiendo mentalmente el número: 362, 362, 362. Eso la ha ayudado a concentrarse, a cruzar el vestíbulo con naturalidad, a entrar firme en el ascensor, pulsar el botón de la tercera planta y mirarse en el espejo para comprobar que todo está en orden, y después a caminar por el pasillo como lo hace ahora, ni demasiado despacio ni demasiado aprisa, sintiendo el pulso batirle fuerte en las muñecas y las sienes.

Habitación 362, al fin. Un cartelito blanco cuelga del pomo dorado. No molestar. El timbre suena dentro, cling, clang, como una campanilla lejana. Una sola vez. Ella no oye nada hasta que se abre la puerta. Su sonrisa. Fue lo primero que vio de él. Lo primero que ve ahora.

—No has tardado nada.

—Rondaba por ahí afuera. Como una loba.

No sabe por qué ha dicho eso. Está a punto de azararse por ello, pero no lo hace. Es lo primero que vino a su imaginación, la imagen. Como una loba. Ayer, cuando hablaban por teléfono, conversaron sobre lobos. Animales solitarios aullando a la luna.

—Pasa.

Él se ha hecho a un lado, rozándole los labios con un beso ligero, casi amable. Cierra la puerta a su espalda mientras ella camina hasta el centro de la habitación. Es amplia, luminosa, con una ventana que da al mar. Un saloncito a la izquierda y una cama grande, de matrimonio, a la derecha. La colcha está intacta. Ella mira la cama procurando aparentar naturalidad. Disimulando, mientras deja el bolso y el abrigo en una silla, un leve estremecimiento de pudor. Nunca antes, piensa de nuevo, asombrada de su propia audacia. Realmente nunca.

—¿Quieres tomar algo?

—No.

—Ven aquí. Mira la vista.

Está junto a la ventana, mirando hacia afuera, y ella se acerca hasta su lado, obediente. El mar es verde en la orilla y azul oscuro a lo lejos, y en él centellean los rayos del sol.

—Hermosa, ¿verdad?

—Sí.

Él ha puesto una mano sobre su hombro izquierdo. Lo hace con una naturalidad que a ella casi la conmueve. No por el contacto, sino por la extraña camaradería que establece. No aparenta deseo, sino afecto.

—Hace calor. Deberías quitarte la chaqueta.

La ayuda a quitársela y la coloca sobre otra silla, procurando hacerlo de modo que no se arrugue. Y lo está haciendo muy bien, piensa ella. Con extrema sencillez, procurando que se sienta cómoda. Comportándose como si la situación fuera lo más corriente del mundo.

—¿Qué tal el trabajo? —pregunta él—. Tu congreso.

Ella asiente con la cabeza, despacio.

—Bien. Todo en orden.

—¿Tienes tiempo suficiente?

—Tengo todo el tiempo necesario.

Advierte que él mira de soslayo el reloj que lleva en la muñeca con una mirada rápida, cortés. Es la una y cuarto del mediodía. El reloj es de acero, y el metal destaca sobre la piel morena de él, junto a la mano firme, masculina, sólo levísimamente velluda en el dorso. Las uñas cortas y cuidadas. Los dedos sin anillos.

—Ven.

La besa. Cálido y con ternura. Breve. Lo hace bien, sabe ella desde anoche, cuando salieron del restaurante, en la playa, circundados de luces lejanas. Lo hace muy bien, ni húmedo ni seco, un leve roce de lengua en sus dientes, un suave mordisco con los incisivos en el labio inferior de ella, al acabar.

—Dios mío —lo oye murmurar—. Eres guapísima.

Ella echa un poco atrás la cabeza y lo mira a los ojos. Castaños, tranquilos. Una chispa divertida en ellos, que no se intenta ocultar. Un destello cómplice.

—Tú sí que eres guapísimo.

Ríe. Lo ve y lo oye reír. Primero con los ojos y luego torciendo la boca a un lado mientras asoman los dientes blancos, ajenos en apariencia al tabaco y al café. Una risa que le rejuvenece el rostro, iluminándolo. Mi hijo de quince años, piensa ella, ríe igual. Ríe así.

—¿De verdad tienes toda la tarde?

—Claro.

—¿Y toda la noche?

—Eso ya lo veremos.

Él le ha puesto las manos en las caderas. O más bien las posa, porque lo hace suavemente, con extrema delicadeza. Como si le diera a ella opción de retirarse, de apartar su cuerpo del suyo.

—¿De qué depende?… ¿De mí?

—No. De mí.

Parece pensarlo un instante mientras la observa, atento. Casi curioso. Después la sonrisa llega despacio, todavía reflexiva, curvándole otra vez la comisura de la boca. Todavía tiene esa sonrisa cuando la besa de nuevo. Al sentir la suave humedad, la presión cálida de los labios del hombre, ella se pega a él, deslizándole los brazos por la espalda. Ésta es fuerte, tensa. Parece endurecerse aún más bajo sus manos. Es un hombre delgado, pero entre los brazos de ella parece más corpulento. Más duro. Por alguna extraña asociación de ideas, la mujer piensa en la espalda de un gladiador bien adiestrado, silencioso, surcada quizá por cicatrices de antiguos latigazos.

—Ven —dice él.

La acerca unos pasos a la cama con naturalidad, tras desasirse, conduciéndola de la mano. Ella lo deja hacer, obediente. Junto al lecho él la besa. Esta vez las lenguas se encuentran, tantean, se exploran una a otra, recorren los dientes. Como en broma, casi travieso, él le toca los incisivos con los suyos y eso la hace reír.

—No seas payaso.

Lo ha dicho para ocultar la turbación, pues los cuerpos están pegados uno al otro, el abrazo es ahora más intenso y ella siente entre el vientre y el nacimiento de los muslos la presión del miembro endurecido del hombre. Una de las manos que apoyaba en sus caderas asciende lenta por la cintura hasta el arranque de un seno, deteniéndose justo ahí. Ella siente endurecérsele los pezones bajo la blusa. De pronto él alza la otra mano, índice en alto, como si acabara de recordar algo.

—Espera —dice.

Apartándose un poco con mucha calma, retira la colcha de la cama. Ella permanece de pie, inmóvil, observándolo mientras realiza la operación. Después él se le acerca de nuevo, la mira unos instante sin tocarla y al cabo emite una especie de suspiro suave, agradable, cómicamente resignado.

—Vamos allá —murmura.

Ella lo mira, suspicaz, intrigada por el comentario. O por el suspiro.

—¿Es una obligación?

—No —encoge los hombros—. Sólo son las reglas.

—¿Las reglas?

—Sí —mueve él la cabeza, con expresión casi inocente—. Una maravillosa obligación.

—No te entiendo.

—Claro que no. Apenas nos conocemos, todavía.

—¿Y crees que esta manera…?

—Esta manera es perfecta. La única posible.

Se ha acercado de nuevo y ahora desliza una mano entre sus muslos, bajo la falda, mientras vuelve a besarla. Y bajo el fino tejido de las medias, a ella se le eriza la piel. Cuántas veces habrá hecho esto, se pregunta con extraña lucidez, sorprendida de sí, como si hubiese dos mujeres distintas combinadas en la misma persona, una que siente y otra que observa. Con cuántas mujeres habrá él retirado la colcha de la cama y dicho vamos allá. Sin duda, las suficientes. Esa sangre fría no se improvisa, desde luego. No es algo que suceda, que se adquiera, en un par de minutos. Y sin embargo, todo transcurre con extrema naturalidad. Con delicadeza.

—Hay algo que quiero decirte —murmura ella.

La mira con rapidez, un destello breve de sorpresa en los ojos. Luego vuelve la sonrisa. Si es que te ha bajado la regla, me da igual, parece decir. O si estás fértil como una coneja, tendremos mucho cuidado. Puedes estar tranquila. El caso es que él la mira de ese modo elocuente, silencioso y sereno.

—No lo hemos hablado antes —añade ella tras un momento.

Él mantiene un instante, todavía, la mano bajo la falda. Luego la retira despacio aunque sin apartarla del todo, los dedos acariciándole con suavidad el arranque de los muslos.

—Lealtad, quizá sea la palabra —dice ella.

—Lealtad —repite él, mirándola a los ojos como si intentara situar el término.

—No estoy siendo desleal con nadie.

Asiente él despacio, al fin. Ha comprendido.

—Tengo un marido que…

Con la misma mano que acariciaba sus muslos, él le toca ligeramente la boca, pasando con suavidad los dedos sobre sus labios. Interrumpiéndola.

—No sé de qué me hablas —dice—. Ni me importa. Éste es nuestro territorio. Sólo nuestro.

Ella aún siente la tensión reemplazar por unos instantes al deseo. Atenuarlo. Imágenes externas danzan ante sus ojos, enturbiándole la mirada. Vagas sombras de remordimientos.

—No quiero que creas lo que no es… Lo que no soy ni debo ser.

—No creo nada más que lo que veo. Tú, yo y este lugar. Esta ventana y su paisaje. El resto del mundo se queda fuera. Lejos.

—¿Una especie de tregua? —comprende ella, o define por fin.

—Eso es.

—Una tregua y un lugar aparte, quieres decir.

—Sí.

Ahora siente deseos de reír, aliviada. De abrazarlo fuerte. De que él la abrace más fuerte todavía.

—Celebro que lo entiendas. No he venido aquí para hacer daño a nadie.

—Yo tampoco.

Él le ha puesto ahora el dorso de los dedos en el cuello como si le tomara la temperatura, buscase el latir de sus venas o pretendiera sentir su respiración.

—¿Todo está bien? —pregunta.

Ella suspira entonces muy hondo, relajada al fin. Todos sus remordimientos y su pudor se han desvanecido diluyéndose en la luz silenciosa, ajena a las palabras, de los ojos masculinos que la observan.

—Sí —responde feliz, serena al fin—. Todo está bien.

——————————
Relato inédito de Arturo Pérez-Reverte publicado el domingo 27 de agosto en XLSemanal.
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Ricarrob
Ricarrob
1 año hace

Todo tan viejo como el mundo. La vieja fusión de cuerpos y quizás de almas, no, siempre también de almas, la misma escena desde el el inicio del pleistoceno, o antes.

Relato sugerente sin explícitos, sin evidencias, elegante. El autocontrol sistemático y con clase hace intensificar el placer… de leerlo. Lo explícito es zafio y burdo, sin clase, sin emoción, sin sensualidad, sin erotismo.

No nos hace falta el resto del relato, el anterior o el posterior, innecesarios. Como digo, la historia es vieja como el mundo y lleva implícita miles, millones de historias que son todas la misma. Millones de victorias con un único ganador: el eros, y un único perdedor, siempre, tánatos.

Mi enhorabuena, don Arturo, por este excepcional relato.

Julia
Julia
1 año hace

He leído la primera vez.
El varón es complaciente, actúa delicadamente logrando un encuentro placentero. Bien descrito.
Mis reparos: únicamente los labios deben besar (soy rara avis), y se ha olvidado del instrumento más erótico que existe, la voz, con palabras tiernas y el tono, timbre e intensidad
adecuados, resultaría inolvidable.

Ricarrob
Ricarrob
1 año hace
Responder a  Julia

La voz de una mujer es mágica, incluso cuando se enfada. Pero quizás estoy algo en desacuerdo con lo exclusivamente erótico. Creo que hay varios estadios que es imprescindible recorrer: ternura, sensualidad, erotismo… y, de nuevo ternura, todo ello fuera del tiempo y del espacio. Y la voz es inolvidable en cada uno de esos estadios con un papel diferente. Yo no lo llamarîa instrumento ya que forma parte de nuestro ser como humanos.

Y los silencios. También los silencios atemporales tienen su papel. Quizás es lo único que nos persuade de que todo puede durar eternamente. Cuando amamos nos sentimos inmortales

Y no solo la voz. También la palabra escrita aunque esto esté pasado de moda. Escribir una poesía para la persona amada es uno de los mejores regalos que se pueden hacer. Se pierden las buenas costumbres…

Francisco Brun
1 año hace

LA COPA DE CRISTAL (cuento)

Los años distorsionan un poco algunos momentos, pero ciertas cosas quedan nítidamente grabadas, indelebles, a todo color. Cuando el fuego de la juventud se enciende, cuando surge esa atracción por alguien, no se olvida nunca más.
Esa noche de carnaval, fue mi primer encuentro con unos ojos que me cautivaron, tanto, que jamás pude apartarme de ellos. Esa joven delgada, de pelo negro, no me permitió dormir bien, ni esa noche, ni, la siguiente; ni la siguiente.
Nuestra única opción era caminar, charlar y reír, después ir al parque, y esperar que anochezca; no obstante, cuando algo es incompleto, duele. Pero ese verano lo inesperado ocurrió, mis padres salieron de paseo y no regresaron en toda esa semana. Una semana es muchísimo tiempo para algunas cosas, pero mucho más tiempo transcurrió en recorrer juntos ese pasillo que separaba mi departamento de la calle.
Después, todo fue un devenir de pequeños detalles que aún recuerdo uno a uno, hasta que mi mano tocó aquello que buscaba; y después, mi cuerpo encontró esa playa de arena ardiente; inolvidable, que también me esperaba.
La primera vez, tiene la virtud de ser algo puro, que solo dura esos instantes, y que no se repetirá nunca más en la vida; es la unión primera de dos universos que se convertirán en uno.
Lamentablemente, en estos tiempos, que se reemplaza calidad por cantidad, romper esa fina copa de cristal labrado durante miles de años, no se le da importancia, se realiza sin prestarle la debida atención, se convierte solo en un trámite simple y rutinario; no será necesario recordar nada, porque se podrá repetir, una y mil veces; como seres primitivos; como páginas de una misma fotocopia en color negro.
También existen, los que alientan a sus hijos a debutar, y adquirir con quien sea «la experiencia», son adultos con muy poca inteligencia, que confunden el amor con una simple relación sexual.
Que pena; si el original exquisito y multicolor se pierde para siempre, y solo quedan sus copias, sin valor, las cuales se degradan con el paso de los años; sin dejar nada de importancia.
Pobre es el hombre que no respeta a una mujer, y pobre es la mujer que no respeta a un hombre.
Tal vez hoy, yo sea un hombre grande, y no esté a la moda, pero jamás olvidaré a esa pareja de jóvenes que ese verano, rompieron juntos esa fina copa de cristal; guiados solo por el amor.

Ricarrob
Ricarrob
1 año hace
Responder a  Francisco Brun

El romanticismo no está de moda, sr. Brun, tristemente, desconsoladoramente, descorazonadoramente. Y tristes son las tres palabras que usted menciona: trámite, simple, rutinario. Qué triste. Pero, no me arrepiento de ser un viejo romántico que sobrevive sumido en la nostalgia.

Saludos.

Pepe Cuervo
Pepe Cuervo
1 año hace

Y el marido ajeno a todo se tendrá que afeitar y no precisamente el bigote.

Marián
Marián
1 año hace

Quiero más. Me ha sabido a poco.

dita
1 año hace

Como relato, bien, en la línea de Reverte. Como erotismo, un cero, eso sí. Si alguien me dice que esto es erótico, lo siento, pero tengo que decirle que no.

Juan Antonio
Juan Antonio
1 año hace
Responder a  dita

Si tu no lo sientes así, vale. Pero afirmar que no lo es, resulta demasiado abarcativo. Cada imaginación y sensibilidad, crea un universo. Cordial.

Maria Muñoz Valdivia
Maria Muñoz Valdivia
1 año hace

Sí.., es perfecto y maravilloso.

lawless1969
lawless1969
1 año hace

Un putón verbenero es lo que es. Por muy hotel de 5 estrellas que sea…

César
César
1 año hace

Lo siento, no me ha gustado el relato, no dice nada . Un encuentro como debe de haber millones en el mundo y en un lindo hotel . Punto. Lo siento, sin ofender.

Jose
Jose
1 año hace

Hay algo especialmente profundo en la infidelidad de una mujer. Algo extraordinariamente doloroso cuando uno lo figura en la propia pareja. Es ésa entrega, más allá de lo estrictamente físico y que suele protagonizar los devaneos masculinos (conformados con el calentón de turno). Cuando una mujer se entrega íntimamente a otro hombre no le está permitiendo compartir su piel, sino también su alma.

Pedro Campbell
Pedro Campbell
9 meses hace
Responder a  Jose

Muy interesante su reflexión Sr. José. Profundidad filosófica en la última frase. Un saludo y gracias por compartir.