La prise de pouvoir par Louis XIV (1966) comienza en 1661 con una agonía, la del todopoderoso Cardenal Mazarino, el sucesor de Richelieu, ambos forjadores de la conversión de Francia en una Monarquía potente y respetada. Sin tapujos, sin medias tintas, en su alcoba, recargada con el decorado de un hombre poderoso, asistimos a una consulta médica, a las últimas intrigas palatinas entre Colbert y Fouquet y a la confesión cristiana de un cardenal que quiere morir en paz y pobre. En sus habitaciones, el joven Luis XIV inquiere noticias de su preceptor, favorito y amigo.
Algunos cineastas, no muchos, cambian el cine porque representan algo diferente que tiene que ver más con su personalidad que con sus concepciones cinematográficas. Murnau, Dreyer, Mizoguchi, Bergman, Rossellini, Godard. De todos ellos Roberto Rossellini es, a mi juicio, el menos secreto, el menos complejo en apariencia, pero a la vez el más arriesgado a la hora de explorar cualquier dirección nueva. Con Paisà, Roma cittá aperta, Stromboli o Germania Año Zero, miró a su alrededor y fue consciente de todo lo que la 2GM había destruido, la orfandad del humanismo, el silencio de la religión, la esperanza en la desesperanza. Con el maestro italiano nacía, junto con el injustamente olvidado De Sica, el neorrealismo, pero ni uno ni otro aceptaron que eso era una estación de llegada ni un panfleto sociopolítico. Rossellini rodaba en una isla remota, en las ruinas de Berlín o en una villa cerca de Pompeya, y ninguno de esos lugares era un decorado sino un trozo de vida. Viaggio in Italia (Te querré siempre) rompe cualquier barrera convencional y funde silencios a lo Camus, huellas de la cultura hedonística grecorromana, crisis existencial y milagros en una procesión popular italiana. Es el cine moderno y ya nada será lo mismo, como bien apreciaron sus admiradores de los Cahiers du Cinéma, Godard, Rohmer, Truffaut, Rivette, Chabrol. Con El general de la Rovere, parecía regresar a un clasicismo neorrealista, pero se trataba solo de un saludo de despedida. Rodó un documental, India, en el que, como en El Río, de Renoir, se borraban las fronteras existentes entre ficción y realidad, ensayo y autobiografía, tomando el cine como rampa de lanzamiento para una concepción total de lo audiovisual.
Y entonces, con la idea de que el cine, en su idea, ya no tenía el interés canónico que le había motivado, giró hacia la televisión, en una mirada profética que casi nadie comprendió. Inventó una suerte de zoom, el pancinor, que le permitía rodar y planificar con más sencillez y énfasis y se dispuso a explorar ese nuevo territorio. Descubrir su Sócrates o Los Hechos de los Apóstoles, supone adentrarse en territorios por completo inesperados, en los que de manera fascinante Rossellini seduce con la palabra y la imagen, recupera el teatro y el cine más primitivo y lo hace de manera insobornable, como un desafío innegociable de un humanismo moral e integral.
La prise de pouvoir par Louis XIV que Rossellini rodó para la televisión francesa en 1966 es una lección de cine magistral. Una extraordinaria anticipación a la potencia de la televisión, un ejercicio muy poderoso de dominio de fondo y forma para mostrar cómo expandir las fronteras del cine más allá de su hábitat natural y clásico. Rossellini nunca se deja atrapar por el lujo del decorativismo del cine de época. Su reconstrucción es impecable, a ratos tan posesiva como obsesiva, pero es de una sinceridad, de una elegancia y frescura tan directa que elude toda tentación de elitismo o sofisticación. Podemos ver el despertar del rey y la reina justo después de que veamos despertarse a la sirvienta que duerme en un jergón en el suelo no lejos del lecho real, al que acuden todos los cortesanos. De igual manera presenciamos la agonía de Mazarino, el consejo de doctores que huelen sus humores y deciden sangrarlo, como asistimos a sus confidencias con el fiel Colbert previniéndole del intrigante y corrupto Fouquet y a su confesión. Rossellini, que cuenta con un guion espléndido basado en un gran libro de Philippe Erlanger adaptado por Jean Gruault, habitual colaborador de Truffaut (y por el propio Rossellini), nos introduce en la realidad de la historia, sin aspavientos, permitiéndonos ser testigos directos de esa intimidad más allá del boato y el ceremonial. El rey de cacería se adentra en el bosque con su amante Louise de la Vallière. Un juego cortesano de cartas sella la caída de Fouquet. Su arresto por el capitán de mosqueteros D’Artagnan lo contempla el rey, nosotros, oculto tras un cortinaje de la sala de consejos. De forma shakespeariana Rossellini filma la compleja relación entre su madre, la otrora poderosa Ana de Austria, y Luis, el Rey; más allá del rito, del cariño Luis arrasará con cualquier huella del pasado.
Para ello su puesta en escena es tan pulcra, tan directa, con planos fijos, muy escaso montaje, apenas algunos elegantes movimientos de cámara, que seduce y fascina. Rossellini nunca enfatiza, nunca convierte su película en un revisionismo modernizante del pasado, ese habitual pecado actual, nunca da discursos ni homilías, ni adoctrina. Tampoco aburre. Jamás. Simplemente nos narra una historia que es Historia. Como un rey se convierte en un rey.
LA PRISE DE POUVOIR PAR LOUIS XIV (1966) . Producida por Claude Baks para la ORTF, la Televisión francesa. Dirigido por Roberto Rossellini. Guion basado en un libro de Phillipe Erlanger, adaptado por Jean Gruault y, no acreditado, por Roberto Rossellini. Fotografía de Georges Leclerc y Jean-Louis Picavet, en Eastmancolor. Montaje, Armand Ridel. Diseño de Producción, Maurice Valay. Vestuario, Christine Coste. Consejero artístico, Jean-Dominic de la Rouchefoucauld. Interpretada por Jean-Marie Patte, Raymond Jourdan, Cesar Salvagni, Katarina Renn, Dominique Vincent, Pierre Barrat , Fernand Fabre, Françoise Ponty, Joëlle Laugeois, Maurice Barrier, André Dumas. Duración 90 minutos.
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