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La puerta escondida en el espejo

La puerta escondida en el espejo

Bret Easton Ellis ya era sobradamente conocido antes de que publicase el libro que disparó su popularidad. Vivía moderadamente tranquilo, leyendo, escribiendo, saliendo de farra con sus compañeros de universidad, llevando una doble vida que seguramente contribuyó a su encandilamiento por las máscaras. Por aquel entonces las editoriales americanas empezaban a pescar en las límpidas corrientes de la Ivy League a la caza del joven autor que algún día atraparía el unicornio de la Gran Novela Americana. Ellis fue uno de ellos. Acogido por la crítica como el nuevo Hemingway, como el nuevo Fitzgerald, recibió un dineral por su segunda novela, que se gastó en fiestas cada vez más desmadradas y en un apartamento en Nueva York, mientras la prensa le promocionaba, a él y a su círculo de amigos —todos jóvenes, todos fotogénicos, todos exitosos artistas y escritores—, a golpe de controvertidos reportajes que competían en encanto con los de la vieja Babilonia que seguía brillando al otro lado del continente. Todavía haciendo malabarismos ante la prensa para no declarar abiertamente sus gustos en la cama, se lió con un corredor de bolsa que le llevaba 20 años, y Ellis, que tendía a escuchar y a aburrirse soberanamente entre aquel grupo de yuppies que durante un tiempo constituyó su círculo de amistades (en sus palabras, jóvenes guapos, carentes de todo escrúpulo, que hablaban y gesticulaban acelerados por la adrenalina del parqué financiero, por la inercia de sus coches de lujo y por el abuso de estimulantes), empezó a preguntarse, un poco para matar el tiempo, qué pasaría si uno de ellos fuera un asesino en serie. Hablamos de finales de los 80, más o menos. La figura icónica del asesino en serie comenzaba su declive, la atención que recibía de los medios era cada vez menor —el último de los “padres fundadores” fue un asesino de homosexuales, Jeffrey Dahmer, en medio, nada menos, de la gran ola del sida— y sólo quedaba ya una reliquia conceptual, una mitología del asesino inteligente flotando sin rumbo sobre las ciudades americanas. (Más tarde la circulación termohalina, progresivamente debilitada, arrastró esa nube hacia Europa, a lomos de los vientos del oeste). Ellis se encontraba en el estado de gracia apropiado para percibir dos cosas: uno, el fin del asesino en serie como manifestación glamurosa de una enfermedad terminal de la psique americana, y dos, el fin de una sedicente era de la abundancia que en realidad no lo fue (qué menos) para todo el mundo. American Psycho no sólo es la mejor novela de Ellis; también, con todos sus excesos y defectos —Ellis se arrepiente de su irregular estilo, aunque yo no creo que le hubiera venido bien un estilo mejor; a mí me parecen más dudosas decisiones como la de ese Patrick Bateman desatado disparando a todo el mundo en tercera persona… pero uno puede pensar aquí también en otro rapto visionario: el tipo de videojuego que aguardaba en el futuro—, es la mejor novela sobre el final del siglo XX, si entendemos el tiempo que moldea realidades como un reflejo de Occidente, Occidente como una gran colonia americana, y una novela que describe los estados demenciales de ese vasto territorio como una brújula cultural indispensable para entender sus complejos y ridículos procesos de fiebre (y si entendemos cualquier expresión artística como un modelo para definir un tiempo, cosa en la que yo no creo mucho, pero bueno.) Ellis se topó entonces con una jauría de locos, antepasados de los llamados wokes, todavía no agrupados bajo esas siglas demenciales cocinadas en los laboratorios de ideas del deep state pero que ya blandían sus herramientas favoritas para hacerse oír, las piedras y los palos, y entre acusaciones de misoginia y amenazas de muerte se convirtió en otro paria como Salman Rushdie, perseguido, al igual que el pobre autor inglés, por una fatwa promulgada por los inquisidores de la religión de Estado. Ellis no sólo vio el futuro sino que también se encontró amenazado por él. (El unicornio citado más arriba, dicho sea de paso, resultó ser un fauno).

"No creo que sea ninguna sorpresa que en sus siguientes novelas se dedicara a reinventar una efigie personal colocada en el centro de su propio jardín, la estatua de un joven Ellis"

Desde entonces, Ellis anduvo un poco a la sombra de su fama. Escribió un libro de relatos (uno de los libros del siglo XX para el cantante Nick Cave), trabajó como productor y guionista en la industria del cine, mucho antes de que se rodase la mejor película posible (una espléndida sátira que sigue sin ser bien entendida, lo que por otro lado ya sucedió con su novela) sobre American Psycho, y promovió una larga serie de proyectos para el cine y la televisión, muchos de ellos cancelados o inacabados. Consiguió terminar con mucho esfuerzo su novela hasta entonces más redonda (no la mejor, pero sí la más acabada), después de cuatro años revolcándose sobre sus numerosos borradores, Glamourama. (Su argumento, por cierto, hubiera sido un capítulo perfecto para la serie Los vengadores: modelos terroristas.) ¿A qué mitos de la cultura pop le faltaba por disparar? Quizá al propio mito del pasado, en su penúltima actualización como nostalgia de los 80. No creo que sea ninguna sorpresa que en sus siguientes novelas se dedicara a reinventar una efigie personal colocada en el centro de su propio jardín, la estatua de un joven Ellis, versión revestida de ficción de un escritor de éxito precoz que ya empezaba a tener edad para ser abuelo.

"Da un poco la impresión de que quien formalmente empezó como una especie de ahijado de Ernest Hemingway hubiera trepado con el tiempo la corteza genealógica hasta este improbable abuelo: Henry James"

El tema del asesino en serie (que retornaba con su aire medio espectral en Lunar Park, un poco a la manera del doble de La mitad oscura de Stephen King, o a la del visitante del relato Ventana secreta, secreto jardín, también de King) no le había abandonado. O bien Ellis había descubierto una veta por la que podía profundizar en ese asunto del desdoblamiento, cuyo origen se encuentra en la época universitaria del homosexual enmascarado. El caso es que, cambiando aquí y allá los ángulos y diafragmas, decidió aprovecharlo. Los destrozos es donde mejor se define ese tema, pero ya no como elemento colisionador de la realidad general, del modo en que se presentó en American Psycho, sino como un precipitante concebido para convertir en sólidos los fluidos y delimitar así el territorio incierto de la ambigüedad, de muchas clases de ambigüedad. Hay algo medio escultórico en sus párrafos, largos pero no alargados (en comparación con el estiramiento convoluto de Foster Wallace, el adversario que le endilgaron los medios con la venia del propio Wallace, que sin embargo, y pese a todas sus reservas y críticas desdeñosas, se vio literalmente poseído por el estilo de Ellis al querer imitarlo en —si no recuerdo mal— La niña del pelo raro). Da un poco la impresión de que quien formalmente empezó como una especie de ahijado de Ernest Hemingway hubiera trepado con el tiempo la corteza genealógica hasta este improbable abuelo: Henry James. Es verdad que Ellis no nos va a sorprender con una voluta estilística, una sorpresa envuelta en papel regular como James era capaz de hacer, pero ese tono de palabras al oído que ha logrado en Los destrozos nos transporta por sus mismas aguas tranquilas, por un lento fluir sin accidentes, por esa serenidad de ríos caudalosos con árboles inmóviles en la orilla y fantasmas al fondo. La mención a los fantasmas, naturalmente, no es caprichosa: se podría decir que en esta novela Ellis ha reescrito a King —en especial al King de It, o El cuerpo— tal y como a King le hubiera gustado escribir alguna vez.

"No hace tanto, por ejemplo, Ellis cuestionaba esa servidumbre del mercado del libro a las modas ideológicas que podríamos definir como el matrimonio entre la economía y la política"

¿Tiene sentido hablar del argumento? ¿Tiene sentido hacerlo alguna vez? El argumento es siempre una excusa para lo que pretende recibir la consideración de obra de arte; cuando el argumento es todo lo que importa, lo prudente es desconfiar del logro artístico: y estas son las ocasiones, justamente, en las que el argumento domina eso que un día se llamó “conversación cultural.” En el caso de Los destrozos es posible eludir cualquier mención al argumento porque podemos confiar en que ese logro ha sido bien cubierto. Pero —y esto es una advertencia al lector prejuiciado por el ruido ambiente: mal lector el que lea así, en cualquier caso— conviene olvidar todo lo que un día se dijo de Ellis, de sus limitaciones estilísticas, de su búsqueda del sensacionalismo entendido como un medio para desviar la atención de sus pobres condiciones como escritor (una edición en carne y hueso del papel de calco, en pocas palabras), y escuchar, más bien, lo que en repetidas ocasiones él mismo ha dicho acerca de esto que no es un oficio, y mucho menos una profesión, este sea lo que sea que llamamos escribir. No hace tanto, por ejemplo, Ellis cuestionaba esa servidumbre del mercado del libro a las modas ideológicas que podríamos definir como el matrimonio entre la economía y la política, una unión consagrada por la falta de criterio de un mundo a la deriva que afianza la postura del llamado lector medio —en general un medio lector, pero que tiene su gloriosa estatua ecuestre a las puertas de casi toda grande y mediana casita editorial— y su más que probado desinterés por una tradición que se remonta a nuestro propio origen, todo ello en nombre de una literatura concebida como un modelo exclusivo de negocio, una extensión del brazo político y un gestor de reivindicaciones. La reflexión que Ellis hacía era la siguiente: “La gente hoy lee de una manera muy literal, con una seriedad dañina. El arte es visto hoy como un espejo, no como una puerta que se abre a lo desconocido”. Esta apología de los misteriosos rituales de una conciencia ensortijada en su propia oscuridad, de la tarea zapadora de varias generaciones de poetas que trataron el corazón humano como una oscura sima que asomaba al infinito, es todo cuanto debe importarnos de un libro y de un autor. Y Los destrozos, que por suerte no es una Gran Novela Americana ni pretende serlo (encierre lo que encierre esa expresión vaga y presuntuosa), sino, nada menos, una novela tan grande en sus aspiraciones y sus logros que no necesita apellidos, alcanza páginas —muchas más de las que cabría esperar de un autor (acudamos otra vez al consenso de la crítica) “ramplón”— que, como el Arrastrero que deambula por ellas, no dudan ni un instante en arrojarnos a esa sima.

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Autor: Bret Easton Ellis. Título: Los destrozos. Traducción: Rubén Martín Giráldez. Editorial: Random House. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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alvaro
alvaro
1 año hace

Como siempre, una reseña que es, en si misma, la mejor literatura. Muy de acuerdo: no hay arte sin Abismo. Gracias por los buenos momentos. Comparto !!!.