El muchacho está para comérselo, con esa mirada de soslayo, varonil y retadora, con sus ojos grandes y soñadores en forma de almendra, con sus guedejas deslizándose suavemente sobre la frente, con su negro gabán y su camisa blanca, de la que apenas asoma el cuello, formando un claroscuro más propio del Barroco que de la época romántica. Bécquer, en el conocido retrato llevado a cabo por su hermano Valeriano, ya prometía. El óleo, que se exhibe en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, la ciudad natal de ambos artistas, fue pintado en 1862. El poeta tenía, por entonces, veintiséis espléndidos años, y le faltaban tan sólo ocho para hacer mutis por el foro. Acababa de casarse con Casta Esteban, a la que nunca amó. Es, según han apuntado muchos de sus biógrafos, el acontecimiento de su vida sobre el que más se ha discutido y polemizado. En todo caso, se trató de un matrimonio apresurado, desigual, que se consumó por despecho o desesperación. Vaya usted a saber.
Los amigos de Bécquer, que fueron legión, aseguraron que Casta distaba mucho de ser la esposa ideal de un hombre de tanta personalidad, elegido para la gloria. Uno de ellos, Eusebio Blasco, el más atrevido de todos, fue al grano: “¿Cómo se explica que fuese a caer en las vulgaridades de un matrimonio absurdo? ¿Fue despecho? ¿Deseo de contrarrestar aquella ambición y sed de idea que le devoraba?”. Con Casta tuvo tres hijos, pero acabó separándose después de siete u ocho años, cuando ya estaba al borde de ese abismo con el que tanto flirteaban los poetas de su tiempo. Casta no fue, pues, la dama que le inspiró sus más conocidas y dolientes rimas, como Josefina Manresa tampoco fue la mujer por la que bebía los vientos Miguel Hernández en sus poemas más eróticos y ardientes.
Fueron muchas las mujeres que pasaron por la vida —y, no pocas, por su lecho— del autor de las Rimas. En primer lugar, su novia de juventud, Julia Cabrera, que siempre lo esperó soltera, como una Penélope a la andaluza.
Julia Espín sí que fue su verdadera musa. Sus contemporáneos la definían como hermosa, enérgica y desdeñosa. De ojos pardos y pelo negro. Perfecta para un tipo necesitado de alguien que pusiera freno y marcha atrás a sus impulsos más primarios y voraces. Por su parte, Elisa Rodríguez era hija de un violinista medianamente conocido en Madrid. Sus padres, que temían lo peor, que conocían bien el paño, mandaron a la muchacha con viento fresco a su residencia de Hellín, en la provincia de Albacete, en la frontera con Murcia, para apartarla de un poeta “pobre y enfermo”. Elisa era rubia y de ojos verdes, como el título de la leyenda del propio Bécquer.
Una toledana, también de ojos verdes, Alejandra, fue la que se entregó y consoló, en sus horas más lúgubres, a nuestro vate cuando se retiró a Toledo, recién separado de su mujer. Y aún debió de existir, al menos, otra misteriosa dama para la que escribió la más popular de sus rimas:
¿Qué es poesía?,
dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía… eres tú.
El profesor Pablo Artal, consumado especialista en la materia, prestigioso catedrático de Óptica de la Universidad de Murcia, de haber sido contemporáneo de Bécquer hubiera puesto el grito en el cielo, en un cielo azul sin estrellas: la pupila, que tiene como misión regular la cantidad de iluminación que nos llega a la retina, es una abertura dilatable de color negro, por más que se empeñe Bécquer en convertirla en azul, como las aguas del Danubio, como el vino azul del poema “Deshojación sagrada”, de César Vallejo.
El amor descontrolado y loco —como “el loco amor” de Calisto y Melibea— le costó la vida a un contemporáneo suyo, Mariano José de Larra, que tenía una especial inclinación hacia las casadas, y que, tras ser rechazado por una de ellas, Dolores Armijo, probablemente la menos bella de cuantas habitaron su vida, se descerrajó un tiro en la sien sin haber cumplido los treinta.
En el certificado de enterramiento de Bécquer se dejó plasmado que la causa de su muerte fue “un grande infarto de hígado, complicado con una fiebre intermitente, maligna y perniciosa”. En la escuela de pueblo a la que yo fui se nos repetía, una y otra vez, con insistencia, que su fallecimiento se había debido a la enfermedad del siglo, la tuberculosis, que era de lo que palmaba todo buen romántico que se preciara de tal.
Entre los modernos estudiosos de Bécquer, que iba de balneario en balneario para reponerse de su mala salud, cunde cada día más la tesis de que su muerte tuvo otro origen más avieso y vulgar: una enfermedad venérea, la sífilis, que lo condujo a la tumba donde ahora yace. Tan oscura como las oscuras golondrinas de sus célebres versos.
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Este artículo se publicó en La Verdad de Murcia el pasado 17 abril.
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