Desde que en septiembre de 2018 apareció Lo que te pertenece, de Garth Greenwell, he estado esperando con una cierta impaciencia literaria la publicación de su segunda novela, Pureza, que acaba de aparecer en español. Pureza no presenta ninguna novedad importante respecto a Lo que te pertenece, pero conserva íntegra toda la fuerza expresiva y toda la morbosidad tortuosa que había en aquella.
La estructura de la novela tiene mucho que ver, supongo, con el hecho de que Greenwell suela publicar relatos o estampas que, luego corregidos y adaptados, se convierten en una unidad literaria superior. Como él mismo explica en los agradecimientos finales del libro, algunos fragmentos de Pureza habían sido publicados antes en The New Yorker, The Paris Review y otras revistas.
Pureza tiene así tres partes, cada una de ellas dividida a su vez en tres capítulos. Hay una simetría casi obsesiva: la parte central —la única que lleva título— cuenta la historia de amor del narrador con R.; la primera y la tercera partes arrancan con dos capítulos semejantes (los flirteos amorosos o eróticos del protagonista con algunos de sus alumnos) y continúan con sendos capítulos de una explicitud sexual brutal. Cada uno de los nueve textos que componen el libro tienen, por lo tanto, una cierta independencia de lectura, aunque solo adquieren su verdadero sentido —o su máximo sentido— dentro del conjunto.
Cuando escribí acerca de Lo que te pertenece aquí mismo hace dos años, dije que la prosa de Greenwell me recordaba mucho a la de Javier Marías. En esta ocasión mi lectura de Pureza ha coincidido casi en el tiempo con la de Tomás Nevinson, la última novela de Marías, y vuelvo a ratificar enfáticamente ese parentesco literario, sea fundado o sea mera coincidencia. Greenwell hurga en lo impreciso de los sentimientos, en la ambigüedad moral, en esa búsqueda de la verdad emocional a través de la verdad del lenguaje, de la precisión, de la inquisición a veces. Por eso produce esa sensación hipnótica y casi obscena de estar mirando no a través de la cerradura, sino del mismo pensamiento de los personajes.
Pureza habla de la búsqueda de la identidad y de la búsqueda del amor, pero la novedad es que aborda sin ningún tipo de disimulo ni de rémora las relaciones de poder en el espacio afectivo. Los capítulos dos y ocho —de los que dije antes que tenían una explicitud sexual brutal— describen dos encuentros eróticos del narrador protagonista en los que el BDSM, el sadomasoquismo, es mostrado en toda su plenitud. Los dos capítulos son extraordinarios. La dificultad que entraña narrar el sexo parece no afectar al autor, que entrelaza las sensaciones de miedo, de vergüenza o de ira con las puramente eróticas, hasta el punto de que parece no existir diferencias entre unas y otras. Logra comprometer al lector en esa claustrofobia excitante y morbosa.
Su segundo amante, el del capítulo octavo, hace una reflexión que define bien algunas de las filosofías que alimentan las relaciones de dominación y sumisión: “Por qué tendría que importarme quién me folle, me diría [él] más adelante, por qué tendría que decirle que no a alguien, yo no quiero decir que no. Por qué no debería entregárselo, su cuerpo, se refería, ¿qué podría hacer con él que fuese mejor? Me gusta que los tíos se me follen, qué más da que sean feos o viejos, no soporto todo eso, esa gente que se cree tan especial que nadie merece follárselos. ¿Por qué habría que merecérselo?, diría, con la cabeza apoyada en mi pecho, ¿quién no se merece un polvo? Creo que todos tendríamos que entregarlo, ¿no sería maravilloso?, todo el mundo follando a todas horas, en todas partes, me encantaría, y yo me reí, le dije que a mí también, que sería mi idea de paraíso.”
Esa concepción naíf de la sexualidad, que a mí me resulta muy sugestiva intelectualmente, choca con la que tiene en realidad el narrador y que quizá sea el tema central del libro: la pureza. El centro de gravedad de la novela es la historia de amor con R., que supone un paréntesis en la vida del protagonista. Un paréntesis mucho más significativo si damos por supuesto que ese protagonista es el mismo de Lo que te pertenece y que su vida anterior, por lo tanto, estuvo también marcada por una cierta sordidez vital.
En un determinado momento, el narrador explica que creía haber sido rescatado por R. de su condena a la oscuridad, de esa vida promiscua y feroz, del sexo desgarrado y de los afectos desiguales. R. representaba todo lo que sueña el amor romántico: la ternura, la suavidad, la luminosidad, el descubrimiento y el aprendizaje compartidos, la alegría. Es decir, el amor verdadero concebido como redención de todos los pecados y todos los males, uno de los grandes tópicos literarios de la historia.
Pero el mismo narrador —que, como el resto de los personajes, no tiene nombre; que no tiene ni siquiera inicial— se da cuenta de que esa esperanza era solo una ilusión, que en realidad estaba esperando poder volver a caer, que sabía sin querer saber que de los sótanos sin luz nunca se sale del todo.
Una de las grandes virtudes de Greenwell, a mi juicio, es la de saber construir un relato continuo que nunca empieza y nunca acaba. Un tranche de vie que se cierra sobre sí mismo y sin embargo permanece abierto. En un decorado en movimiento —es importante en Pureza, por ejemplo, el despertar de la conciencia LGTBI en Bulgaria, el comienzo de la aceptación social—, el narrador va cubriendo una especie de viaje sentimental doloroso, árido y lleno de enseñanzas. Un viaje que tal vez continúe.
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Autor: Garth Greenwell. Título: Pureza. Editorial: Random House. Venta: Todostuslibros y Amazon
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