En la radio los puntos son definitivos y las comas relucen como botones de plata. Me gustan las pausas entre oraciones y los énfasis de sus interjecciones. También la forma en que la música y los silencios cincelan segundos que pueden alojarse en la memoria durante años. No me gustan los gritos, porque ensucian el sonido como las exageraciones los textos. En la radio todo es lenguaje. Se sostiene en las palabras y el micrófono que las identifica.
En la disposición del acto de escuchar hay algo parecido a la que sentimos al leer. Cuando enciendo la radio me reúno junto a miles de personas. No podemos vernos, tampoco vivimos en la misma ciudad, pero escuchamos lo mismo. La radio, como el libro, nos reúne en ese espacio que forman las ondas de un espectro electromagnético. Un corrientazo nos emparenta. ¿A que parece un beso… o un abrazo?
Encender la radio es como acercarse al fuego, esa primera reunión donde comenzó la literatura: el gesto elemental de contar y escuchar. La radio comparte con el teatro y la poesía algo performativo: ese brillo que adquieren las palabras bien declamadas. Lo pienso cuando escucho las cartas nocturnas de Fernando Ónega, que suenan rotundas en mis oídos como un Ricardo III interpretado por Juan Diego.
Umbral debutó con 26 años en La Voz de León, emisora para la que la que escribió y leyó, entre 1958 y 1961, las más hermosas cartas a sus insomnes oyentes. Mario Vargas Llosa comenzó en Radio Panamericana, en Perú y trabajó en Radio Francia Internacional. Alejo Carpentier también se plantó ante los micrófonos, y qué decir de Arturo Barea, que trabajó para la BBC durante su exilio británico.
La radio ha estado habitada siempre por criaturas literarias: Orson Welles con su adaptación de La guerra de los mundos para la CBS; Anthony Burgess, que colaboró en no pocas ocasiones con la BBC, o Norman Corwin, el mayor creador de radio en los Estados Unidos, quien demostró en 1939 con Parece que la radio ha venido para quedarse, que ese medio era capaz de inyectar nueva vida a las obras de Shakespeare o a la música de Beethoven.
Ramón Gómez de la Serna hizo instalar un micrófono en el despacho de su propia casa. Gracias a su amistad con Ricardo Urgoiti, fundador de Unión Radio Madrid, en 1927 empezó a colaborar con la emisora. Hay quienes aseguran que formó parte de la primera tertulia radiofónica en España. Además de sus Greguerías onduladas, fueron sus reportajes lo que distinguieron su paso por la radio. Recorría la Puerta del Sol o el Café del Levante, micrófono en mano, para recoger los testimonios de transeúntes, curiosos y demás viandantes…
El veinte fue su siglo. Se declararon guerras, se relataron tragedias. La radio era la vida y estaba ahí para contar todo, incluso su desaparición. Parece que el XXI perpetúa el imperio de los transistores. Lo he comprobado en los casi sesenta días de confinamiento que esta semana prometen repetirse unos cuantos más. Y justo por esa razón escribo este texto.
Hace unos días, me quedé inmóvil, con una bolsa de tomates y una mascarilla desechable cubriéndome el rostro. El supermercado no es el lugar de los estremecimientos, pero ocurrió al escuchar el tercer episodio de Cuando fuimos ciegos, el documental radiofónico en el que Carlos Alsina repasó en su programa Más de uno los 80 días previos a la declaración del Estado de Alarma provocado por la expansión del coronavirus por todo el mundo.
Cada uno de los capítulos del serial comienza con una cita de la novela Ensayo sobre la ceguera, en la que José Saramago se valía de la metáfora de una epidemia de ciegos para retratar un mundo moralmente enfermo. El recuento en el tiempo de cosas que no eran demasiado lejanas me abatió. Todo pudo haberse evitado. No somos omniscientes, pero algo amargo se desató por dentro cuando escuché, en voz de Carlos Alsina esta frase de Saramago: “Somos ciegos que viendo no ven”.
Aún con la bolsa de tomates en la mano —sí, lo cotidiano en tiempos de confinamiento se vulgariza— sentí una mezcla de ira, despecho y tristeza. Todos aquellos ochenta días me resultaron un ramillete de tiempo perdido. En otras circunstancias, quizá no habría reaccionado así. Fue la conjunción de lenguaje, sonido y música lo que embistió contra mi estado de ánimo como el hacha que rompe el mar helado de nuestro interior a la que se refería Kafka al momento de definir qué era un buen libro. No me cabe duda, la radio escribe.
Pódcast: Cuando fuimos ciegos 1x01
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