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La rebelión de la odiada clase media

La rebelión de la odiada clase media

Les recuerda Piglia a sus alumnos, a quienes supone de una izquierda unánime, que Borges resulta un gran problema para todos ellos, puesto que no encaja en el arquetipo de la “derecha aristocrática”: es un hombre sobrio y austero (sic). Cuando Vargas Llosa lo visita en su departamento de tres ambientes se asombra por esas paredes descascaradas y por esas goteras. “¿Cómo puede ser que usted viva en este departamento?”, le pregunta Mario al promediar la entrevista. Borges se levanta de inmediato: “Bueno, que le vaya muy bien —dice—. Los caballeros argentinos no hacemos alarde”. Al día siguiente, Borges le comenta a un tercero: “Ayer vino un peruano que debe trabajar en una inmobiliaria, porque quería que yo me mudara”.

Para Piglia, otro gran “problema” es Sarmiento, a quien considera el mejor escritor argentino de todos los tiempos; según el ilustre conferencista, el autor de Facundo también era de “derecha”, pero extrañamente tampoco provenía de la oligarquía vacuna, como sí lo hacían Rosas y otros estancieros federales idolatrados por el populismo izquierdoso. En su clase magistral, Piglia defiende a Sarmiento y a Borges más allá de sus ideologías y les advierte a sus estudiantes que no se pueden rechazar los buenos libros porque no les gusten sus ideas políticas: “Nos quedaría poca literatura para leer”. Y a continuación, explica que la “izquierda” tiene en esos círculos culturales un peso mucho más grande que en la realidad abierta. Cuesta mucho ser un escritor de “derecha” en la Argentina, apunta, aunque en seguida relativiza una parte de ese izquierdismo de cenáculo y lo contextualiza irónicamente en una cierta cultura progresista imperante, cuyo modelo sería Mafalda: “Una chica que está contra la guerra, a favor de la paz y que no quiere tomar la sopa”. La intervención de Piglia, que es controvertida pero brillante, resulta además reveladora por lo que calla: el proyecto educativo de Sarmiento ha sido más progresista y revolucionario que ninguna otra medida a lo largo de toda la historia (como alguna vez aceptó el propio Alberto Fernández, que tiene una estatuilla en su despacho de la Casa Rosada), y Borges militó con gran convicción contra Hitler y Mussolini, cuando el mundo se jugaba realmente a suerte y verdad, y los nacionalistas “populares” y otros pajarracos vernáculos de la “emancipación” estaban a favor del Eje o al menos se negaban a molestarlo mientras el monstruo perpetraba sus atrocidades. Algo que repiten hoy obtusamente con los crímenes de lesa humanidad de la espeluznante dictadura cívico-militar de Caracas.

"Efectivamente, Mafalda no traga la sopa. Qué dolor de cabeza"

A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las naciones europeas, nuestras contiendas cruciales jamás estuvieron signadas por las coordenadas de izquierda y derecha, salvo en el propio seno del justicialismo de los años 70, donde ambas facciones armadas hasta los dientes se mataron con ahínco. Piglia blanquea la imposibilidad de hacerles frente a esas ideas en verdad regresistas dentro del statu quo cultural sin recibir el apelativo paradójico de “reaccionario”, y la perplejidad que despiertan en esas aulas quienes defienden el amplio liberalismo político desde fuera de los intereses corporativos y los estratos exclusivos de la riqueza. Borges desdeñaba por igual las clases altas y las bajas (ambas obsesionadas por el dinero), y defendía a la clase media: “Le falta el prestigio, pero es la mejor”. Y citaba la Epístola moral a Fabio, del poeta sevillano Andrés Fernández de Andrada: “Una mediana vida yo posea, un estilo común y moderado, que no lo note nadie que le vea”.

En la cultura popular, la creación de Quino representaba no obstante algo mucho más amplio que el progresismo promedio; encarnaba la lucidez y el sentido común de aquella clase centrista y dinámica del “país bueno”. Me refiero a aquellas décadas imborrables cuando en las cúpulas se cometían errores y horrores (proscripciones, asonadas militares), pero donde abajo también palpitaba una sociedad pacífica y pujante, la pobreza no pasaba del 4%, y existía un apego generalizado a la ley, una fuerte cultura del trabajo y un cierto sentido del progreso, la dignidad y el honor. En 1969, por caso, España y la Argentina estaban parejas, aunque una venía subiendo y la otra bajando; luego ya sabemos lo que sucedió con los unos y con los otros. Muchos de nosotros fuimos criados en los valores personales y colectivos de ese “país bueno” y buscamos más tarde, vana pero denodadamente y como acto reflejo, la construcción democrática de un “país normal”. El kirchnerismo, que hoy es el poder permanente y el partido dominante, está lleno de potentados, aunque es pobrista (adopta así la clásica alianza del conservadurismo), detesta por lo tanto nuestros ideales (somos el despreciable “medio pelo”) y está ofendido por la masividad y rebeldía del voto y las protestas. Combatir a una élite oligárquica —una minoría— no es lo mismo que hacerle frente a una asombrosa serie de multitudes crecientes: la masa gana la calle y disputa la palabra “pueblo”. Es por eso que las manifestaciones del republicanismo popular son ahora “las marchas del contagio”, como dice con descarada mala fe el jefe de Gabinete. Y es por eso también que ésta resulta la “clase mierda”, como denominan los kirchneristas de paladar negro a los sectores insumisos, cada vez más golpeados y empobrecidos, que encima tienen el tupé de defenderse de las diversas formas del saqueo, de negarse a la tutela y al clientelismo, y que porfían en defender —aun en este difícil contexto— la división de poderes y en rechazar la impunidad de rebaño. Es absolutamente inconveniente, para los oligarcas del unanimismo nacionalista, el verdadero modelo Mafalda, que era una niña formada e informada, activa, curiosa y cuestionadora. Efectivamente, Mafalda no traga la sopa. Qué dolor de cabeza.

"Antes el kirchnerismo hacía mal el bien, y muy bien el mal. Pero ahora ha unificado su acción: hace mal todo"

Porque ya no se trata del mero castigo coyuntural de las tarifas descongeladas —decisión macroeconómica amarga y acaso inevitable que minó la propia base de sustentación del gobierno de Cambiemos—, sino de la voluntad de atacar el mismísimo disco rígido, el conjunto de creencias de esa clase “maldita”. Un ataque conceptual que se opera desde una especie de chavismo teórico en grado de tentativa, y que en la desesperación se maneja con la política de los manotazos. Incapaz de crear capital y reactivación, manotea lo que hay, como el ahogado, destruyendo el concepto de la propiedad privada, del ahorro y la inversión, haciendo apología de la mediocridad y tendiendo sombras de sospecha sobre quienes han remado durante años su propia superación: ellos serán culpables de la miseria y hasta de la enfermedad, y lo pagarán caro. A eso se añade, por supuesto, la mala praxis antológica de esta gestión, que condena todos los días a vastos segmentos de la clase media a los escalones inferiores de la pobreza y el desamparo. El “país bueno” se contrae dramáticamente mes a mes, pulverizado por este rumbo zigzagueante y equivocado, por esta guerra ideológica y por esta asombrosa negligencia. Antes el kirchnerismo hacía mal el bien, y muy bien el mal. Pero ahora ha unificado su acción: hace mal todo. Al rechazar los consensos y colonizar la justicia, sin la fuerza de las armas (Venezuela), ni la plata de antaño (soja a 650), militando la corrupción hacia adentro y el fascismo bolivariano hacia afuera, siendo a la mañana una cosa y a la tarde otra, nacidos y criados dentro del termo político y sin conocimiento de la vida real, nos han conducido hasta un sitio desconocido donde cunde el pesimismo y la desconfianza, y donde los máximos funcionarios siguen practicando -sin el mínimo sustento- la altanería y la agresividad: nos obligaron a casi siete meses de cuarentena para evitar los muertos, y tenemos casi una Malvinas por día, y una devastación económica y social inéditas. La gente está alarmada: va en un bote precario por los rápidos, en un feroz río de montaña, y escucha el rumor de la catarata inminente y no encuentra una piedra para frenar, una ramita de la que aferrarse. “¿No sería más progresista preguntar dónde vamos a seguir, en vez de dónde vamos a parar?”, meditaba Mafalda. Es una buena pregunta.

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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires

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