The Revolt of the Catalans se publicó en inglés en 1963, se tradujo al catalán en 1966 y hoy está ampliamente disponible en castellano también en varias ediciones y editoriales. Su autor, John H Elliott, según él mismo cuenta, estaba en realidad investigando la figura del conde duque de Olivares, pero «me di cuenta de que la mejor manera de acercarme en ese momento a la política interior del conde duque era a través de un episodio de gran importancia para la historia española del siglo XVII: la rebelión catalana de 1640». Y así nació este tomo de 487 páginas de historia y casi otro centenar de apéndices con salarios de la época, precios, monedas, listas de parlamentarios, glosario, fuentes e índice analítico.
Es la típica obra de hispanista británico, que empieza quejándose de la falta de materiales y de lo poco que se ha investigado sobre el tema que trata, y acaba escribiendo un libro ejemplar sobre el asunto tras años de investigaciones y de manejar cientos de fuentes y archivos. Comenzando por el matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla en 1469, se nos muestra paso a paso y detalle a detalle cómo la bola de nieve del descontento catalán fue creciendo durante 170 años, hasta que el jueves 7 de junio de 1640, festividad del Corpus Christi, el virrey de Felipe IV en Cataluña, Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, fue asesinado a puñaladas por dos segadores en una playa barcelonesa cuando intentaba buscar un barco para huir del principado. El himno de Cataluña de hoy en día, Els segadors, compuesto a finales del siglo XIX, está inspirado en este episodio.
Precisamente los historiadores catalanes del siglo XIX y principios del XX son uno de los objetivos de Elliott. Sin intentar polemizar demasiado ni desear ajustar cuentas con ellos, sí que deja claro que le parece que las conclusiones a las que llegaron eran demasiado tendenciosas en favor del nacionalismo catalán, al querer echar toda la culpa de la rebelión a Olivares y su política. Ciertamente, toda la cuestión puede reducirse, si se quiere, a que Cataluña tenía unas leyes, unos privilegios y unos fueros que sus señores, los sucesivos condes de Barcelona, que de paso eran también reyes de España, intentaban incumplir pidiendo constantemente dinero y soldados sin antes atender a las quejas y peticiones de los catalanes. Todo eso es verdad, pero también lo es que antes de que empezaran las batallas y los asedios en 1640, los disturbios que acontecieron en Cataluña consistían sobre todo en catalanes pobres robando y quemando las casas de catalanes ricos, gritando «traidores a la patria» para justificar sus delitos. Y también, casi siempre, «muera el mal gobierno», acompañado de un «viva el rey», por si acaso.
También es cierto que cuando los franceses del cardenal Richelieu empezaron a atacar las fronteras españolas en Fuenterrabía, gente de todos los dominios peninsulares de Felipe IV acudieron en ayuda de dicha población vasca, excepto de Cataluña. También es cierto que cuando los franceses probaron a atacar la propia Cataluña, casi nadie se alistó en defensa de su propio terreno, y hubo que traer soldados de fuera que nadie quería alojar, y el descontento y desmanes resultantes fue lo que hizo que prendiera la llama en las hojas secas depositadas durante el siglo y medio anterior. Y por último, también es cierto que cuando se odió tanto a los Austrias españoles que se pidió ayuda a los Borbones franceses, Cataluña se vio sometida a una ocupación bastante más asfixiante por parte del «gavatx» que del «castellà«. Al final, no sería un Felipe IV Austria nacido en Valladolid quien quitaría sus privilegios a los catalanes y a la Corona de Aragón (de hecho, al final de la rebelión fueron reafirmados y re-jurados), sino un Felipe V Borbón nacido en Versalles.
Pero reducirlo todo a detalles sueltos es lo contrario de lo que hacen libros tan necesarios como este. El grado de minuciosidad con el que se cuenta el proceso a veces puede parecer demasiado prolijo, pero siempre llega el momento en el que tras pasar un par de páginas un tanto farragosas, se nos muestra por qué es necesario tener todo lo anterior en cuenta. Por ejemplo, hace falta saber que algunos cargos en Cataluña, siguiendo ancestrales costumbres que se habían quedado inadecuadas, se concedían por sorteo, no por elecciones ni por designación de un cargo superior. O que las Cortes catalanas a las que el rey había de ir en persona para cualquier negociación importante podían ser bloqueadas por cualquier asistente a ellas por el simple procedimiento de «disentir» en cualquier punto, y no podía continuarse tratando la cuestión hasta que dicho «dissentiment» se hubiera solucionado. Así, una simple minoría de una sola persona podía cerrarle el paso a un imperio entero. Por eso las sesiones de Cortes duraban meses, pero se conseguían muy pocas cosas, y por ello los reyes solían abandonarlas hartos de esperar, a menudo cuando ya estaban cogiendo carrerilla y empezando a hacer algo útil.
También podremos enterarnos de que mientras que hubo choques tan inevitables como quien ve a dos camiones embestirse mutuamente desde lejos, también hubo otros momentos en que las cosas pudieron haber sido enormemente diferentes de haber cambiado solo un detalle. Por ejemplo, en la misma semana en que el virrey Santa Coloma era asesinado, la corte de Madrid había por fin cedido a una de las peticiones quejosas de los catalanes, consistente en fomentar que más «naturales» de fuera de Castilla pudieran acceder a cargos de relevancia en la corte real, y que de esta forma no pareciera que el rey ignoraba al resto de provincias en su elección de cargos públicos. Más de cien años tardó en tomarse esta decisión, y justo la semana en que se hace, ocurre una violenta desgracia imposible de ignorar políticamente. Los cuatro días que tardaba entonces el correo en hacerse el puente aéreo resultaron fatales.
Otro ejemplo es que durante la rebelión Cataluña fue de hecho una república… durante una semana. Fue el tiempo que se tardó en pasar de sacudirse el yugo de los Austria a no sentirse capaz de gobernar en solitario y por tanto buscar otro rey, el de Francia, al que ofrecer lealtad a cambio de protección. Se buscó el ejemplo del medievo feudal (necesitamos un rey de pedigrí y sangre azul que nos dé prestigio) en lugar del del progreso de gobernarse por sí mismos. Y por cierto, las conversaciones entre los representantes catalanes y franceses tuvieron lugar… en castellano, el idioma del enemigo común.
¿Qué lección de este episodio histórico puede sacarse hoy? ¿Qué nos puede enseñar la magistra vitae esta vez? Afortunadamente, hay muchas diferencias entre la Península Ibérica de hace 450 años, y la mayoría de lo que ocurrió entonces no podría pasar hoy, al menos con el mismo grado de violencia. Pero de vez en cuando se ve algo en la calle o en las noticias que hace pensar al lector de este libro que cuanto más cambian las cosas, más siguen igual. El dinero, el afán de medrar, el orgullo llevado al límite, la necesidad de buscarse la vida en tiempos difíciles, las opiniones sobre los extranjeros, los prejuicios, el tomarse la justicia por mano propia (o no) y la incultura aparecen continuamente, entre otros hilos universales, en esta historia, como en muchas otras. El denostado Olivares quizá lo resumió mejor que nadie, escribiendo a Santa Coloma tres meses antes del asesinato de este: «Verdaderamente (…), los catalanes han menester ver más mundo que Cataluña». Siglos más tarde, el poeta-imperio Rudyard Kipling se haría eco de esa misma idea con otra frase aún mejor puesta: «¿Qué sabe de Inglaterra quien solo conoce Inglaterra?». Eso puede aplicarse a cualquier persona, de cualquier nacionalidad, ayer, hoy y siempre.
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