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Capítulo I
La primera vez que tuve el honor de visitar —en el palacio de la avenida Kléber— a la reina doña Isabel, me impuso la presencia de esta señora un alelado respeto, pues no es lo mismo tratar con majestades en las páginas de un libro o en los cuadros de los museos, que verlas y oírlas y tener que decirles algo, dando uno la cara, en visitas de carne y hueso, sujetas a inflexibles reglas ceremoniosas. Por mi gusto, me habría limitado a las fórmulas de cortesía y homenaje, tomando a renglón seguido la puerta, sin intentar siquiera exponer el objeto de mi visita, el cual no era otro que solicitar de la majestad que se dignase contar cosas y menudencias de su reinado, haciendo la historia que suena después de haber hecho la que palpita… Pero el embajador de Esparta, mi amigo de la infancia, que era mi introductor y fiador mío en tal empresa, hombre muy hecho al trato de personas altas, me sacó de aquella turbación, y fácilmente expresó a la Reina el gusto que tendríamos de oír de sus labios memorias dulces y tristes de un tiempo azaroso. Con exquisita bondad acogió Isabel II la pretensión, y tratándome como a persona suya, que por suyos tuvo siempre a todos los españoles, me dijo:
—Te contaré muchas cosas, muchas; unas para que las escribas… otras para que las sepas.
A los diez minutos de conversación, ya se había roto, no diré el hielo, porque no lo había sino el macizo de mi perplejidad ante la alteza jerárquica de aquella señora, que más grande me parecía por desgraciada que por Reina. Me aventuraba yo a formular preguntas acerca de su infancia, y ella, con vena jovial, refería los incidentes cómicos, los patéticos, con sencillez grave; a lo mejor su voz se entorpecía, su palabra buscaba un giro delicado, que dejaba entrever agravios prescritos, ya borrados por el perdón. Hablaba Doña Isabel un lenguaje claro y castizo, usando con frecuencia los modismos más fluidos y corrientes del castellano viejo, sin asomos de acento extranjero, y sin que ninguna idea exótica asomase por entre el tejido espeso de españolas ideas. Era su lenguaje propiamente burgués y rancio, sin arcaísmo: el idioma que hablaron las señoras bien educadas digo, no aristócratas. Se formó, sin duda, el habla de la Reina en el círculo de señoras, mestizas de nobleza y servidumbre, que debieron componer su habitual tertulia y trato en la infancia y en los comienzos del reinado. Eran sus ademanes nobles, sin la estirada distinción de la aristocracia modernizada, poco española, de rigidez inglesa, importadora de nuevas maneras y de nuevos estilos elegantes de no hacer nada y de menospreciar todas las cosas de esta tierra. La amabilidad de Isabel II tenía mucho de doméstica. La Nación era para ella una familia, propiamente la familia grande, que por su propia limitación permite que se le den y se le tomen todas las confianzas. En el trato con los españoles no acentuaba sino muy discretamente la diferencia de categorías, como si obligada se creyese a extender la majestad suya y dar con ella cierto agasajo a todos los de la casa nacional.
Contó pasajes saladísimos de su infancia, marcando el contraste entre sus aventuras y la bondadosa austeridad de Quintana y Argüelles. Graciosos diálogos con Narváez refirió, sobre cuál de los dos tenía peor ortografía. Indudablemente, el General quedaba vencido en estas disputas, y así lo demostraba la Reina con textos que conservaba en su memoria y que repetía marcando las incorrecciones. En el curso de la conversación, para ella tan grata como para los que la escuchábamos, hacía con cuatro rasgos y una sencilla anécdota los retratos de Narváez, O’Donnell o Espartero, figuras para ella tan familiares, que a veces le bastaba un calificativo para pintarlas magistralmente… Le oí referir su impresión, el 2 de febrero del 52, al ver aproximarse a ella la terrible figura del clérigo Merino, impresión más de sorpresa que de espanto, y su inconsciencia de la trágica escena por el desvanecimiento que sufrió, efecto, más que de la herida, del griterío que estalló en torno suyo y del terror de los cortesanos. Algo dijo de la famosa escena con Olózaga en la cámara real en 1844; mas no con la puntualización de hechos y claridades descriptivas que habrían sido tan gratas a quien enfilaba el oído para no perder nada de tan amenas historias… Empleó más tiempo del preciso en describir los dulces que dio a don Salustiano para su hija, y la linda bolsa de seda que los contenía. Resultaba la historia un tanto caprichosa, clara en los pormenores y precedentes, oscura en el caso esencial y concreto, dejando entrever una versión distinta de las dos que corrieron, favorable la una, adversa la otra a la pobrecita Reina, que en la edad de las muñecas se veía en trances tan duros del juego político y constitucional, regidora de todo un pueblo, entre partidos fieros, implacables, y pasiones desbordadas.
Cuatro palabritas acerca del Ministerio Relámpago habrían sido el más rico manjar de aquel festín de historia viva; pero no se presentó la narradora en este singular caso tan bien dispuesta a la confianza como en otros. Más generosa que sincera, amparó con ardientes elogios la memoria de la moja Patrocinio.
—Era una mujer muy buena —nos dijo—; era una santa, y no se metía en política, ni en cosas del Gobierno. Intervino, sí, en asuntos de mi familia, para que mi marido y yo hiciéramos las paces; pero nada más. La gente desocupada inventó mil catálogos, que han corrido por toda España y por todo el mundo… Cierto que aquel cambio del Ministerio fue una equivocación; pero al siguiente día quedó todo arreglado… Yo tenía entonces diecinueve años… Éste me aconsejaba una cosa; aquél, otra, y luego venía un tercero que le decía: ni aquello ni esto debes hacer, sino lo de más allá… Póngase ustedes en mi caso. Diecinueve años y metida en un laberinto por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba…
Gustosa de tratar este tema, no se recató para decirnos cuán difíciles fueron para ella los comienzos de su reinado, expuesta a mil tropiezos por no tener a nadie que desinteresadamente le diera consejo y guía:
—Los que podían hacerlo no sabían una palabra de arte de gobierno constitucional: eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta, y como se trataba de política, no había quien les sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constituciones y de todas estas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome a oscuras si se trataba de algo que en mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario. ¿Qué había de hacer yo, jovencilla, Reina a los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer a los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían? ¿Qué había de hacer yo?… Póngase en mi caso.
Puestos en su caso con el pensamiento, fácilmente llegábamos a la conclusión que sólo siendo Doña Isabel criatura sobrenatural habría triunfado de tales obstáculos. Si yo hubiera tenido confianza y autoridad, habríame quizá atrevido a decirle: «¿Verdad, Señora, que en la mente de Vuestra Majestad no entró jamás la idea del Estado? Entró, sí, la realeza, idea fácilmente adquirida en la propia cuna; pero el Estado, el invisible ser político de la Nación, expresado con formas de lenguaje antes que por pomposas galas que hablan exclusivamente a los ojos, rondaba el entendimiento de Vuestra Majestad sin decidirse a entrar en él. ¿Verdad que criaron a Vuestra Majestad en la persuasión de que podía hacer cuanto se le antojara, y quitar y poner gobernantes como si cambiase de ropa? ¿No confió la Reina demasiado en el amor de su pueblo y en la protección divina, dos cosas, ¡ay!, sujetas a inesperadas, lastimosas quiebras? Porque los pueblos aman y Dios protege, pero siempre con su cuenta y razón. El amor de los pueblos suele ser más egoísta que el de los hombres, y han de menester los Reyes de una constante atención sobre las vidas y sobre los intereses de la familia nacional para que ésta se mantenga firme en sus cariños y no se revuelva cuando se ve burlada y convertida en rebaño. El favor del Cielo debió Vuestra Majestad esperarlo como sanción de sus actos y de su fiel cumplimiento de las leyes, y no vislumbrarlo tras de las milagrerías y enredos con que alucinaban a la pobre niña Reina los traficantes en piedad o cambiantes de alma por intereses y de intereses por almas. Muchos ingratos vio Isabel II en su largo camino desde la coronación al destierro, y a no pocos hubo de perdonar el mal que le hicieron a trueque de tantos beneficios; pero hombres de entereza y de gran virtud halló también en ese camino, y no supo valerse ellos. De los ingratos y de los que no lo eran, de la ambición de los revoltosos y del padecer de los pacíficos, del resentimiento de muchos y del derecho de todos, se formó la gran justicia del 68, ardua, inevitable sentencia que nadie puede condenar analizando sus orígenes oscuros, sus medios desusados, porque los pueblos, cuando se juega la vida por la vida, ponen en el lace todo lo que poseen».
Claro que esto fue pensado, y antes moriría yo que decirlo en la visita. Aún el pensarlo allí era gran impertinencia, por lo cuál es lo más probable que lo pensé después. En la visita yo no hacía más que recrearme oyendo el encantador murmullo de la Historia viva, fresca, brotando de su nativo manantial. Doña Isabel, animándose con el renovar de sus añejas memorias, a cada instante tomaba más gusto de sus cuentos, por el propio sabor de ellos y por la conciencia que tenía la narradora de su gracioso contar. Verdad que los asuntos que iban saliendo, ella escogía los de su conveniencia y mayor agrado, desechando los que la enfadaban o los que por tener espinas no podían pasar sin dolor de su pensamiento a sus labios. Al fin, sintetizando ya los pasajes alegres y dolorosos que había contado y como queriendo engarzar con un hilo de oro las buenas y las venturas, dijo estas palabras, que en mi mente conservo bien grabada:
—Yo tengo todos los defectos de mi raza, lo reconozco; pero también alguna de sus virtudes…
Capítulo II
Otro día nos dio más referencias interesantes de cosas y personas, y esclareció algún suceso desvirtuado por la pasión. Inclinado su ánimo al pesimismo, vimos nublarse su rostro y empañarse el azul de sus ojos:
—Sé que lo he hecho muy mal; no quiero ni debo rebelarme contra las críticas acerbas de mi reinado… Pero no ha sido mía toda la culpa, no ha sido mía…
Acudió León y Castillo a dar consuelo al espíritu de la Reina con la fina lisonja que su cortesía y su cariñosa adhesión le dictaban. Ponderó los progresos del reinado de Isabel II, el desarrollo de la riqueza, la difusión de la cultura, el aumento del bienestar; señaló las puras glorias de la guerra de África, las victorias logradas en el terreno del arte y las letras, los ferrocarriles y tantas otras cosas que la Reina no encontró el día de su advenimiento y dejó el día de su fin político. Pero aun teniendo estas afirmaciones en boca del Embajador toda la verdad del mundo, no convencían a la Reina de la fecundidad de su reinado.
—Pero hay más, mucho más —decía—, que pudo hacerse y no se hizo; ha faltado tiempo, ha faltado espacio… Yo quiero, he querido siempre el bien del pueblo español. El querer lo tiene una en el corazón; pero ¿el poder dónde está?… Sólo Dios manda el poder cuando nos conviene… Sólo Dios manda el poder cuando nos conviene… o he querido… El no poder, ¿ha consistido esto en mí o en los demás? Ésta es mi duda.
Llegó el momento de la despedida. La Reina, que deseaba moverse y andar, salió al salón, apoyada en su báculo. Fue aquélla mi postrera visita y la última vez que la vi. Vestía un traje holgón de terciopelo azul; su paso era lento y trabajoso. En el salón nos despidió, repitiendo las fórmulas tiernas de amistad que prodigaba con singular encanto. Su rostro venerable, su mirada dulce y afectuosa persistieron largo tiempo en mi memoria.
Recordando después, lejos ya del palacio de Castilla, las últimas expresiones de desaliento que oímos a la Reina caída, y aquella otra declaración que en anterior visita hizo referente a los defectos y virtudes castizas que reconoce en sí, vine a pensar que sus virtudes pueden pertenecer al número y calidad de las elementales y nativas, y que los defectos, como producto de la descuidada educación y de la indisciplina, pudieron ser corregidos si en la infancia hubiera tenido Isabel a su lado persona de inflexible poder educativo, y si en la época de la formación moral la asistiese un corrector dulce, un maestro de voluntad que le enseñara las funciones de Soberana constitucional o fortificara su conciencia vacilante y sin aplomo. No se apartaba de mi mente la imagen de la dama bondadosa, tal como en sus floridos años nos la presentaron las pinturas de la época, y pensando en ella hacía lo que hacemos todos cuando leemos páginas tristes de un desastre histórico y de las ruinas y desolación de los reinos. Nos complacemos en desbaratar todo aquel catafalco de verdades y edificarlo de nuevo a nuestro gusto. Yo reconstruiría el reinado de Isabel II desde sus cimientos, y a mi gusto lo levantaba después hasta la cúspide o bóveda más alta, poniendo la fortaleza donde estuvo la debilidad, la prudencia en vez de las resoluciones temerarias, el sereno sentir de las cosas donde moraron la superstición y el miedo. Y en esta reconstrucción empezaba, como he dicho, por el fundamento, y lo primero que enmendaba era el enorme desacierto de las bodas reales.
Sin ofender a nadie, y por puro pasatiempo imaginativo, puede uno dedicar sus ratos de meditación a ejercer de Providencia que vela por los pueblos desgraciados. Reformaba yo la Historia, y hacía del reinado de Isabel, con la misma Isabel, no con otra, un reinado de bienandanzas. Las bellas cualidades de la Soberana las dejaba como eran y han sido hasta el día de su muerte, y los defectos reducíalos a lo más mínimo, casi a la nada, bajo la acción dulce de un matrimonio dictado por la razón y fortificado por el mutuo cariño. Casaba yo a la Reina de España con un príncipe ideal, escogido entre los mejores de Europa, y como esto que digo es imaginación o más bien sueño, no estoy obligado a decir el nombre, y lo designaba sólo con la socorrida fórmula teórica de Equis. Equis daba su mano a Isabel, a despecho de Palmerston y de Guizot, y casados se quedaron, quisiéranlo o no las entrometidas matronas Inglaterra y Francia… Hecho esto, faltaba otra cosa en el restaurado edificio histórico. Para que Isabel ejerciera noblemente su soberanía constitucional, elegía yo entre los hombres políticos que hemos tenido desde aquellas calendas a don Antonio Cánovas, no como era el 46, un mozuelo sin experiencia, sino como fue después, en la madurez de su laboriosa vida política. Con el Cánovas de 1876 puesto treinta altos atrás en la serie histórica, transmutación admisible en la ley del ensueño, no había miedo de que a espaldas de los Gobiernos visibles trabajasen en las sombras palatinas las camarillas enmascaradas, apartando de su dirección recta las resoluciones del gobierno. Cánovas (y quien sueña Cánovas puede soñar Prim o Sagasta, aunque éstos habrían sido más útiles en días posteriores del reinado) hubiera hecho de la servidumbre de Palacio lo que debía ser: habría cortado toda comunicación con monjitas extáticas y capellanes traviesos, suprimiendo con sólo un gesto la milagrería y embusteras santidades, que así desdoraban el altar como el trono… Pues este estadista ideal, que he llamado Cánovas porque los talentos y el rigor de este hombre de nuestro tiempo parécenme los más adecuados para inaugurar en aquéllos un reinado eficaz, es otra equis, que con la del Rey completa la existencia privada y política de Isabel II.
Pero ¿quién nos asegura que estos dos emblemas o signos, puesta la equis política a la izquierda de la Reina, a la derecha la equis marital, habrían podido contener el empuje de las facciones, hacer frente a los efectos de la cruenta guerra, defenderse del conspirar continuo y atajar los motines y sediciones? No habrían hecho todo esto, pero si algo, más que algo, casi lo bastante para que el reinado se desenvolviera entre suaves discordias, empalmando al fin semipacíficamente, con otro reinado en que la mayor cultura facilitara la acción gobernante. Y a esta paz relativa, alivio más que remedio de tantas guerras y trifulcas, hubieran llegado las dos equis con sólo abstenerse del gran error de aquel tiempo, que fue la desheredación de los progresistas. Invitados éstos al juego constitucional y sacadas sus ánimas del purgatorio del ayuno crónico, habrían dado a la Patria grandes hombres, y, sin duda alguna, equis de esclarecido brillo en nuestra historia… Mas todo esto es sueño, y sólo en sueños han existido estos Equis, correctores del destino y de la adversidad humana.
Es consuelo aceptable, a falta de otros, el rectificar en sueños nuestras desdichas y las ajenas. ¿Quién asegura que este mismo sueño del rey Equis y del ministro Equis no lo tuvo en sus tristes días la desgraciada doña Isabel? ¿Y quién asegura que no lo tiene ahora?
Capítulo III
¡Cómo ha de ser! Por no haber agregado a la inocente Isabel las dos equis, todo se lo llevó la trampa, y las buenas cualidades de la Reina, ineficaces para la salud de la Patria, sólo han servido para que algunos, quizás muchos ciudadanos agradecidos, puedan enaltecer su memoria. La bondad generosa, el fácil arranque para las dádivas y mercedes, el corazón abierto a los cariños y cerrado a los rencores, quedaron oscurecidos y ahogados por insustancial beatería, por la volubilidad y sinrazón que presidía a los cambios de Gobierno, por el olvido del principio de libertad, aliento de los héroes que dieron la vida por asegurar la corona de Isabel. ¡Y ella se quejaba de los ingratos, sin darse cuenta de la monstruosa ingratitud suya!
Comparemos. Poniendo los tiempos de Isabel junto a los tiempos siguientes para ver si estas generaciones valen más o menos que aquéllas, advertimos que si en algunos órdenes la diferencia nos es favorable, en otros hemos perdido bastante. Entonces era mayor la ignorancia, pero las voluntades más firmes. Entonces hacían los hombres algo bueno, y algo, quizá algo, perteneciente al reino de la maldad; ahora los hombres han descubierto y practican el fácil oficio de no hacer nada. Entonces había más fe, ideales luminosos, arrestos para todo; hoy tenemos un poquito de cultura, conocimientos de mayor extensión: se sabe el nombre de las cosas, las subcosas, y toda la derivación de la materia o del pensamiento tiene su estudio, mas reina en las almas el orgullo del saber o el desdén de lo que se ignora, envueltos ambos en la blanda pereza de las acciones.
¿Proceden estos males de los males de marras? Así debe ser, como nuestra relativa cultura tuvo por maestra la pedantería de aquellos tiempos y el discreto saber que entonces acumuló en escuelas y talleres. Y es indudable que el ejemplo más pernicioso que nos legó aquel reinado fue un nuevo mandamiento de novísima ley, que entonces empezó a tener franco uso: «Hagamos todo lo que se nos antoje, y cada cual observe la ley de su propio gusto». El cumplimiento del deber, desde aquellas décadas, rige sólo para los tontos, y de éstos, rodando años y días van quedando muy pocos. En cambio, acrece prodigiosamente el número de hombres agudos, chistosos y neciamente prácticos, maestros en la sutil corruptela de hacer cada uno su santa voluntad, revisando desafuero de formas hipócritas, y pagando a la ley un tributo externo por medio de figurados resortes y artificiosos mecanismos que imitan los de la Ley. Este mal viene de allá, de los enmarañados tiempos en que difícilmente se veía la relación entre los efectos y las causas. Su impulso inicial nadie sabe dónde estuvo; pero de allá procede, sin duda, esta facilidad para erigir en norma de la vida los propios gustos, como este amaneramiento social de tomarlo todo a broma y el hablarlo todo en chiste, ocultando la desvergüenza con módulos de lenguaje a veces ingeniosos, signo y marca indudable de nuestra decadencia.
¿Y cómo dudar que de los días de Isabel nos vino el caciquismo, ahora más terrible y devastador que en sus orígenes porque lo hemos cultivado con esmero, al aire libre y en estufa, y dándole más fuerza y extensión para que nos atormente a todos por igual y sin que ningún nacido se escape? Finalmente, en descargo de aquella edad, reconozcamos como obra exclusiva de la nuestra este mal inmenso, metido en lo más hondo de nuestra naturaleza, al cual llamamos crudamente y sin atenuación la frescura nacional. La imagen de esta generación, principalmente en la parte de ella que habita en las grandes ciudades, se nos representa alzando los hombros alargando el labio inferior para expresar el supremo desdén de todas las cosas. ¿Se nos van los territorios de América y Oceanía? Bueno. ¿Se estanca la riqueza, pierde la mitad casi de su valor nuestra moneda, nos cierran las naciones modernas el caminos de África, fundadas en el vergonzoso abandono de nuestra política internacional? Bien; todo está bien… Vivimos y vegetamos sin prever el fin de nuestras desdichas heredadas las unas, de creación reciente las otras.
Faltas añejas, faltas recientes, nos han traído a esta situación. Debilitado el ideal patrio, debilitada la fe en la Monarquía, la fe en la República, queda tan sólo la esperanza en una nueva fe, que surja del fondo social acabando con la indiferencia y el caciquismo, con autonomismo personal y con la depravada caterva de frescos y chistosos. Los problemas que enardecían a los hombres en otro tiempo pasaron y se desvanecieron, o resueltos o a medio resolver, perdido el gran interés que a los hombres movía a favor de ellos. Resta el problema nuevo, que avanza sobre tanto escombro, el problema del vivir, de la distribución equitativa del bienestar humano y de las vindicaciones, que apenas intentadas difunden por todo el mundo la desconfianza y el pavor. Todo esto viene, y ante esta intensa aspiración general de incontratable poder, la historia de ayer quedará reducida a cuentos vanos, y las figuras que fueron grandes o que lo parecieron mermarán hasta llegar a ser apenas perceptibles. El reinado de Isabel se irá borrando de la memoria, y los males que trajo, así como los bienes que produjo, pasarán sin dejar rastro. La pobre Reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de la libertad, después hollada, escarnecida y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. Se juzgará su reinado con crítica severa: en él se verá el origen y embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido Reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano.
Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo en la concesión de mercedes y beneficios materiales; se reveló por un altruismo desenfrenado, y llevaba en el fondo de su espíritu un germen de Compasión impulsiva, en cierto modo relacionado con la idea socialista, porque de él procedía su afán de distribuir todos los bienes de que podía disponer y de acudir adondequiera que una necesidad grande o pequeña la llamaba. Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo, si en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y una justicia que aún se esconde en las vaguedades del tiempo futuro. En sus días tristes soñaba con las dos equis que hubieran hecho de ella una Reina burguesa y correctísima. Tal vez en los días alegres soñó con una tercera equis, que la guiaba al reino inmenso, misterioso, de la nivelación social, donde todos los humanos disfruten por igual de los dones del Cielo y de la tierra.
Descanse y sueñe en paz.
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(Artículo publicado en El Liberal el 12 de octubre de 1904)
Qué emoción leer a un periodista republicano hablar así de una reina