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La reina Victoria

La reina Victoria

Siempre han surgido comentarios, la mayoría de las veces expresados en voz baja, acerca de las relaciones que pudieron llegar a tener Sherlock Holmes y la reina Victoria. Dos veces al año una carroza de Palacio se detenía frente al número 221 de Baker Street y el detective se acomodaba en ella. El misterio siempre rodeó estas entrevistas y el mismo Watson no supo una palabra de lo que se trató en ellas.

Con bastante antelación se había acordado entre los dos amigos que todo lo relacionado con estos encuentros era materia sumamente confidencial. Asuntos de Estado.

Unos meses antes de la muerte de la Reina, la carroza se detuvo en la famosa dirección y el detective subió a ella. El destino era el palacio de Buckingham. Sobra decir que Holmes no tenía que someterse a ninguno de los férreos protocolos y controles que normalmente acompañaban a las visitas  de cualquier otro mandatario, sino que el detective era conducido directamente a una salita donde los dos conversaban de todo tipo de asuntos oficiales y particulares. Pero también se hace preciso aclarar que este día la visita fue un poco más especial porque ni siquiera había lacayos a ambos lados de la puerta, la reina no quiso que nadie pudiera escuchar ni una simple palabra. Ni siquiera el leve frufrú  de sus faldas de seda ni los acelerados latidos de su corazón.

Dicen algunos sirvientes, que se ocupaban directamente del mantenimiento de las estancias reales, que cuando Victoria murió dejó instrucciones de que nadie entrara en esa habitación durante 100 años, mandato que se cumplió a rajatabla.

Holmes que era un hombre imperturbable, siempre se sentía algo cohibido cuando Victoria le rogaba con el máximo miramiento que se sentara junto a ella en una mesa que apenas los separaba dos pies y medio. También le sorprendía la majestad que emanaba de su figura a pesar de ser una mujer tan menuda.

—Amigo Holmes —empezó ella la conversación— sé que no me queda mucho tiempo de vida y deseo que ésta sea nuestra última reunión, más bien la despedida de dos amigos, y quiero agradeceros con un fuerte apretón de manos los servicios que a lo largo del tiempo habéis prestado a la Corona. También quiero mostraros mi gratitud por que me facilitarais la fecha que os dijo aquella anciana rusa que se vio después confirmada por la hechicera india cuando estuvisteis en el salvaje oeste americano, y que según me encuentro de salud tiene todos los visos de cumplirse.

En ese momento ella le tendió la pequeña mano y a Holmes, al imperturbable Holmes, se le humedecieron los ojos al tomarla entre las suyas temiendo descoyuntarle algún hueso. En ese mismo momento en un magnífico reloj francés de bronce que estaba situado sobre una cómoda estilo regencia empezaron a dar cristalinamente las cinco y, al sonar la última campanada, justo entonces, unos suaves golpes se oyeron en la puerta.

—Es el té —dijo la Reina sin inmutarse—, sin él no podría seguir con esta melancólica conversación.

Y una vez servido en un juego que combinaba la plata más pura con las finas tazas de porcelana china, tazas a través de las cuales, dada su finura y transparencia, se podía leer perfectamente el Times. La reina le sirvió a Holmes y luego continuó su parlamento.

—He hablado con vuestro hermano Mycroft y ha tenido a bien confesarme que nunca aceptaréis el título de caballero por razones personales que nunca habéis tenido a bien explicarnos, pero no os podréis negar a recibir este decreto de mi puño y letra en el que os concedo tal nombramiento, pero sin  dar más pábulo al asunto. Es una cosa entre usted y yo, dos amigos que se tratan como iguales —en ese momento la reina le hizo entrega de la distinción y añadió volviendo a acariciar la mano de Holmes, que por un momento sufrió un ligero temblor—, nunca figuraréis en la lista oficial, pero sí en mi lista particular que llevo en el corazón. También quiero haceros entrega de esta joya que deberéis llevar siempre lo más cerca posible del vuestro.

La joya era un precioso alfiler de corbata con una esmeralda engarzada en oro que el detective llevó puesto toda la vida.

Cuando ya dieron por terminada la visita, la reina se acercó tanto a Holmes que el detective podía percibir su cálido aliento. «Querido amigo mío, os espero en mi funeral que, según vuestras dos amigas, rusa e india, será el próximo enero. Buena suerte en vuestro retiro y custodiad bien la llave».

Qué lástima que Sidney Paget no estuviera allí para legarnos una ilustración.

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