El problema es que mientras toda la tripulación está preocupadísima por la supervivencia, el tipo que comanda la expedición tiene la cabeza colgada del gancho para pensar qué va a ser de él si regresa a su país sin haber llegado a la meta. Da igual si la meta es casi un imposible, si llevan todo un invierno polar atrapados con la carne cruda de pingüino como mejor alimento. El asunto es que el comandante de este barco, el Bélgica, considera que en 1989 no se puede pisar el territorio de sus vecinos, también belgas, sin haber puesto la bandera del país en las balizas que marcan la ruta más al sur de la Antártida: «Soy belga, y debía llevar un barco de vapor como el Bélgica más al sur de lo que (el capitán James) Cook había llegado en su velero —le confesó De Gerlache al primer oficial, incapaz de reprimirse—. Lamento que el resultado sea vernos atrapados, que Danco haya muerto y que todos hayan enfermado, pero no tenía otra opción». Esta obsesión será el impulso sobre el que se centra la aventura reflejada en Un manicomio en el fin del mundo, donde Julian Sancton (Nueva York, 1981) reproduce la empresa, tal vez hazaña, de una expedición que se ve atrapada entre los hielos.
La referencia al Endurance y a Ernest Shackleton es inevitable y convierte a los protagonistas de esta historia en sus predecesores. Aquí, en este relato, que es estupendo, no hay una figura tan relevante como el aventurero inglés, pero al igual que este estaba acompañado por personas de la capacidad de Tom Crean, nuestro comandante, De Gerlache, que puede ser un poco peripatético, a juicio del narrador, está perfectamente acompañado por quien entonces era la gran promesa de las expediciones polares, Roald Amundsen, y un veterano que llegó a disputar ser el pionero en alcanzar el Polo Norte, el doctor Frederick Cook. Ambos serán el complemento y el contraste del hombre obsesionado, aislado, que vive en sus ensoñaciones; ambos ofrecen el músculo y el ingenio, la eficacia y la bravura. Sobre estos tres pilares Sancton crea un relato que sucede en un mundo muy extraño, por su monotonía, y que supone una entrada en las debilidades humanas, a través de la descripción del deterioro. Este manicomio, que sucederá mayormente de noche, dará lugar a miserias, conflictos, agotamientos. Se nos irán exponiendo los límites de lo humano, pero sin perder la ruta que marca la necesidad animal de seguir respirando. La empresa en la que se embarcan será romántica, pero sin evitar el mayor peligro que puede tener el romanticismo, que es la ambición.
Sancton elige un orden lineal y cronológico para desarrollar su relato, que es una recreación muy minuciosa, un documental en el que la imaginación sirve para rellenar la realidad. Es imposible pensar que lo que sucedió, sucedió de otra manera. Todo encaja, todo se explica, tanto lo épico como lo afectivo. Sobre el tapete blanco, una tripulación cosmopolita nos lleva hasta el final del aliento. Sobrevivir depende de la suerte, porque los esfuerzos de los hombres son pequeños arañazos en la piel del destino. Este tema, esta disposición será la que esté presente en el desarrollo, por otro lado aparentemente objetivo y a un ritmo tan elegante como de persecución, de la obra, que es una novelización de los diarios que se pudieron rescatar, escritos por varios miembros de la expedición. Estamos ante uno de los libros más magnéticos que hemos leído este año, un libro que deleitará a los apasionados de la epopeya y conseguirá que se adhieran a ella los lectores que hasta hoy preferían las baladas.
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Autor: Julian Sancton. Título: Un manicomio en el fin del mundo. Traducción: David Muñoz Mateos. Editorial: Capitán Swing. Venta: Todostuslibros.
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