La Retornada, de Donatella Di Pietrantonio, publicada por Duomo ediciones, es una historia que desvela los lazos invisibles que nos unen.
Con la maleta en una mano y una bolsa con zapatos en la otra, una muchacha de trece años llama a una puerta tras la que hay un mundo desconocido, extraño. Así empieza esta historia vehemente y cautivadora, con una adolescente que de un día para otro es devuelta a su familia biológica y lo pierde todo: una casa confortable, a sus mejores amigas, el cariño incondicional de sus padres, o de quienes creía que eran sus padres. Su nuevo hogar es pequeño, oscuro, hay hermanos por todas partes y poca comida en la mesa. Pero está Adriana, la hermana pequeña que le abre mucho más que la puerta de su nueva casa.
Donatella Di Pietrantonio nació en Arsita, un pequeño pueblo en la provincia de Teramo (Abruzos, Italia), donde también pasó su infancia. Se dio a conocer con Mia madre è un fiume (2011, Premio Tropea). Su siguiente obra, Bella mia (2014), quedó entre las finalistas del reconocido Premio Strega, siendo galardonada posteriormente con el Premio Brancati, y con La Retornada consiguió en 2017 ser finalista del Premio Napoli y erigirse con el Premio Campiello. En la actualidad vive en los Abruzos, donde escribe y ejerce como dentista pediátrica.
Zenda publica las primeras páginas de esta novela.
1
A los trece años ya no conocía a mi otra madre.
Subía con trabajo la escalera de su casa con una maleta incómoda y una bolsa llena de zapatos revueltos. En el descansillo me recibieron el olor a fritura reciente y una espera. La puerta no quería abrirse, desde dentro alguien la sacudía sin una palabra y trajinaba con la cerradura. Vi agitarse una araña en el vacío, colgada del extremo de su hilo.
Tras el chasquido metálico apareció una niña con las trenzas flojas, hechas hacía días. Era mi hermana, pero no la había visto nunca. Apartó la hoja para dejarme entrar, sin quitarme de encima sus ojos penetrantes. Por entoncesnos parecíamos, más que de adultas.
2
La mujer que me había concebido no se levantó de la silla. El niño que tenía en brazos se mordía el pulgar con un lado de la boca, donde quizá iba a asomarle un diente. Los dos me miraban y él interrumpió su sonido monótono. No sabía que tenía un hermano tan pequeño.
–Has llegado –dijo ella–. Tus cosas, déjalas ahí.
Solo bajé los ojos sobre el olor a zapatos que salía de la bolsa a poco que la moviera. De la habitación del fondo, con la puerta entornada, venía un ronquido tenso y sonoro. El niño reanudó sus quejidos y se volvió hacia los senos, goteando saliva sobre las flores sudadas del algodón desteñido.
–¿No cierras? –le preguntó seca la madre a la niña, que se había quedado quieta.
–¿No suben los que la han traído? –repuso ella señalándome con la barbilla puntiaguda.
El tío, así debía aprender a llamarlo, entró justo entonces, jadeante después de la escalera. En la canícula de la tarde estival sostenía con dos dedos la percha de un abrigo nuevo, de mi talla.
–¿No ha venido tu mujer? –le preguntó mi primera madre, alzando la voz para tapar el lamento que aumentaba entre sus brazos.
–No se mueve de la cama –respondió volviendo la cabeza–. Ayer salí yo a comprar unas cosas, para el invierno también. –Y le enseñó la etiqueta con la marca de mi abrigo.
Fui hacia la ventana abierta y dejé el equipaje en el suelo. A lo lejos, un estruendo, como de cantos descargados de un camión.
El ama de casa decidió ofrecerle café al invitado, así el olor despertaría también a su marido, dijo. Pasó del despojado comedor a la cocina tras poner al niño a llorar en el parquecito. Él trató de salirse agarrándose a la red por el agujero toscamente remendado con bramante entrelazado. Cuando me acerqué gritó más, irritado. Su hermana de todos los días lo sacó con un esfuerzo de allí dentro y lo dejó sobre las baldosas de terrazo. Avanzó a gatas hacia las voces de la cocina. La mirada oscura de ella pasó de su hermano a mí, siempre gacha. Se demoró en la hebilla dorada de los zapatos nuevos, subió por los pliegues azules del vestido, todavía con el apresto de fábrica. A su espalda, un moscón volaba a media altura y se daba de vez en cuando contra la pared buscando un hueco por el que salir.
–Este vestido, ¿también te lo ha comprado él? –preguntó en voz baja.
–Me lo compró ayer mismo para volver aquí.
–¿Qué es tuyo? –sintió curiosidad.
–Un tío lejano. He estado con él y su mujer hasta hoy.
–Entonces, ¿tu madre quién es? –preguntó desalentada.
–Tengo dos. Una es tu madre.
–A veces hablaba de una hermana mía mayor, pero yo no la creo mucho.
De golpe apretó la manga del vestido entre sus dedos ávidos.
–Este no te entrará dentro de poco. Me lo puedes pasar el año que viene, ten cuidado de no estropeármelo. El padre salió descalzo del dormitorio, bostezando.
Se presentó con el torso desnudo. Me vio mientras seguía el aroma del café.
–Has llegado –dijo, como su mujer.
3
De la cocina llegaban escasas y mortecinas las palabras, las cucharillas ya no tintineaban. Cuando oí el ruido de sillas corridas sentí miedo, en la garganta. El tío se acercó para despedirse de mí con un roce apresurado en la mejilla.
–Ahora sé buena –dijo.
–Se me ha olvidado un libro en el coche, bajo a cogerlo. –Y lo seguí por la escalera.
Con el pretexto de buscar en la guantera, entré en el habitáculo. Cerré la puerta y eché el seguro.
–Pero ¿qué haces? –preguntó, ya en el asiento del conductor.
–Me vuelvo contigo, no os daré ninguna molestia. Al contrario, mamá está enferma y necesita mi ayuda. Yo aquí no me quedo, no conozco a esos de arriba.
–No empecemos otra vez, intenta ser razonable. Tus verdaderos padres te esperan y te querrán. Será divertido vivir en una casa llena de niños. –Me echaba en la cara el aliento al café que acababa de beber, mezclado con el olor de sus encías.
–Yo quiero vivir en mi casa, con vosotros. Si he hecho algo mal, dímelo y no lo haré más. No me dejes aquí.
–Lo siento, pero no podemos tenerte más con nosotros, ya te lo hemos explicado. Ahora, por favor, déjate de pataletas y sal –dijo para acabar, mirando de frente a la nada. Bajo la barba de días, los músculos de la mandíbula le pulsaban como algunas veces cuando estaba a punto de enfadarse.
Desobedecí, seguí resistiéndome. Entonces dio un puñetazo en el volante y bajó para sacarme del espacio estrecho delante del asiento, donde me había acurrucado temblando. Abrió con la llave y me cogió por un brazo, el hombro del vestido que me había comprado él se descosió unos centímetros. En su agarre no reconocía ya la mano del padre de pocas palabras con el que había vivido hasta aquella mañana.
En el asfalto de la plazoleta quedamos las marcas de las ruedas y yo. Olor a neumático quemado en el aire. Cuando alcé la cabeza, desde las ventanas del segundo piso miraba alguien de mi familia a la fuerza.
Volvió media hora después, oí tocar a la puerta y luego su voz en el descansillo. Lo perdoné al instante y cogí mi equipaje con un impulso de júbilo, pero cuando llegué sus pasos resonaban ya al fondo de la escalera.
la retornada
Mi hermana tenía en la mano una tarrina de helado de vainilla, mi sabor preferido. Había venido para eso, no para llevarme. Se lo comieron los demás en aquella tarde de agosto de 1975.
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Autor: Donatella Di Pietrantonio. Título: La Retornada. Editorial: Duomo. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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