Hace años que no queda rastro en Gijón de Villa Ketty. El imponente chalet que se levantaba a orillas de la carretera que sube desde el río Piles hasta el alto del Infanzón cayó bajo la piqueta al poco de iniciarse el presente siglo y nadie parece echarlo en falta, por más que durante al menos década y media fuese un lugar frecuentado por algunas personalidades relevantes de la intelectualidad española, o al menos de esa parte de la intelectualidad que procuraba estar atenta, si no adelantarse, al pulso de los tiempos. La casa llamaba irremediablemente la atención de quienes la visitaban: había pertenecido a un nazi y uno de sus cuartos de baño lucía baldosas decoradas con esvásticas. Guillermo Cabrera Infante, que pasó por allí y quedó mudo de la impresión, escribió un artículo al respecto en un Primera Línea de los ochenta. Pocas referencias más hay de una mansión que, no obstante, debe su verdadera fama al hombre que la habitó justamente en la década de la movida y en la inmediatamente posterior, y que convirtió sus habitaciones en una atalaya desde la que se asomó al mundo para traer al presente de entonces destellos de lo que aún estaba por venir.
Ese tipo se llamaba Juan Cueto Alas y circula por ahí una entrevista que concedió en 1980 a María Teresa Álvarez —que era en aquellos días una joven promesa del periodismo y hoy es una novelista de éxito—, precisamente en una mesa de jardín colocada justo ante las puertas de Villa Ketty. Cueto, que había nacido en Oviedo en 1942, ya era entonces una figura importante. Había publicado algunos libros —La era de lo falso (1968), la Guía secreta de Asturias (1975), Una conversación con Navascués (1976) y Los heterodoxos asturianos (1977)— e inventado la crítica televisiva en la revista Asturias Semanal. Tuvo tanto éxito con este nuevo género que los responsables de El País lo ficharon para su causa desde los mismos comienzos del periódico. Pero el motivo de aquella entrevista que sobrevive en los archivos de RTVE era otro. Aquella mañana, en Villa Ketty, Cueto y su entrevistadora hablaban del nacimiento de un proyecto que iba a marcar un paradigma e instauraría un nuevo modo de concebir el periodismo cultural y sus ramificaciones. Tenían entre sus manos el primer número de Los Cuadernos del Norte, una revista que surgía de la unión insólita entre una entidad bancaria y un intelectual y que hizo gala desde su misma concepción de una altura de miras que, tristemente, ni era ni ha sido nunca una constante en las publicaciones de su misma estirpe.
En una entrevista concedida en 2009 desde la sala de estar de Villa Josefina —la casa a la que se mudó tras abandonar Villa Ketty—, Juan Cueto se refería a Los Cuadernos del Norte como «la revista cultural de la transición». «Fue una aventura muy simpática», añadía, «diez años redondos que coincidieron con la década de los ochenta, que en España fue la época de la modernidad, de la posmodernidad, de la movida… Yo creo que esa revista fue capaz de contar los aspectos que tenían todas esas cosas, de hablar del nuevo mundo español que empezó a funcionar en aquel momento». Eso, a toro pasado. Cuando todo empezaba —es decir, en la conversación con María Teresa Álvarez—, Cueto reconocía que llevaba tiempo queriendo hacer una revista «que tuviera un carácter cultural y que de alguna manera estuviera vinculada a aquella tradición vieja de revistas de hace un siglo: revistas liberales, culturales, asturianas». En realidad, el empeño no era nuevo: seguramente Los Cuadernos del Norte no hubiesen sido posibles si unos años antes, al amparo de la cabecera Asturias Diario Regional, el propio Cueto no se hubiese sacado de la manga un suplemento llamado La Revista de Asturias en el que, más o menos, ya se sentaban las bases que un tiempo después culminarían en Los Cuadernos. Fue justamente la desaparición de Asturias Diario Regional —el periódico tuvo una vida breve— la que motivó que Cueto le propusiera relanzar aquella idea a Adolfo Barthe Aza, que era entonces presidente de la Caja de Ahorros de Asturias. Aunque sus coordenadas ideológicas difirieran —Cueto circulaba por la izquierda y Barthe Aza era el hombre fuerte de la UCD en Asturias—, les unía una buena amistad y puede que ahí estuviera la clave de que el proyecto obtuviera carta blanca de inmediato. «Nunca me puso la más mínima objeción», recordaba Cueto, «sólo se quejó una vez de que la letra era muy pequeña». Él quiso, desde el primer momento, que Los Cuadernos del Norte fuesen una publicación alejada radicalmente de cualquier clase de partidismo, y esa vocación dio buenos resultados: «Ni la UCD ni el PSOE pintaron nunca nada allí, pero todos la apoyaron». ¿La razón? Puede que se condense en esta otra aseveración pronunciada aquella tarde de 2009 en Villa Josefina: «Era una oportunidad para conectar a España con la modernidad en muchos ámbitos, incluido el editorial».
Juan Cueto no estaba solo en la aventura. Contaba con Evaristo Arce como redactor-jefe y ambos seguían un plan de trabajo que no se caracterizaba precisamente por su disciplina, pero daba buenos resultados: Cueto concebía en Villa Ketty cada número de la revista y encargaba los artículos; después, informaba a Arce y dejaba que éste se ocupara de dar forma a cada edición mientras él se ponía a pensar ya en la siguiente entrega. «El director no tenía despacho y la revista no tenía redacción», recordaba recientemente el propio Evaristo Arce. Todo se cocía en el edificio del Monte de Piedad, en la plaza de la catedral de Oviedo, y las dependencias de que disponían para poner en pie el invento constaban únicamente de un par de habitaciones y una biblioteca donde se hacinaban los libros que aguardaban sus correspondientes reseñas.
Tan caótico modo de proceder no estuvo reñido con la excelencia. La revista, a la que caracterizaba su muy cuidado diseño a cargo de Elías & Santamarina, tenía como referentes reconocidos The New Yorker y los Papeles de Son Armadans de Cela. Contó en su primer número, que fue el cero, con firmas tan reputadas como las de Fernando Savater, Gonzalo Suárez, Manuel Vicent, Antonio Gala, Roland Barthes, Mariano Antolín Rato, Antonio Gamoneda, Camilo José Cela, Gonzalo Torrente Ballester, Francisco Umbral, Leopoldo María Panero, Luis Antonio de Villena o Antonio Martínez Sarrión. Y junto a ellas firmaban nombres mucho menos conocidos, pero que ya descollaban o empezaban a descollar en los ambientes culturales asturianos, casos de Vidal Peña, José Luis García Martín, Francisco García Pérez o José Ignacio Gracia Noriega. Ésa fue una de las principales características de Los Cuadernos del Norte: su firme vocación de ir de lo particular a lo universal y, en consecuencia, erigirse en defensores por antonomasia de lo que su autor bautizó como glocalidad: una mirada abierta al mundo que no renunciara a la identidad propia.
La simpática aventura duró diez años exactos. Fueron en total sesenta números —uno de ellos, doble; el último, triple—, numerados del cero al cincuenta y nueve, que viajaron desde enero de 1980 hasta noviembre de 1990. Hubo monográficos dedicados a La Regenta o la novela negra y amplios dosieres acerca de Álvaro Cunqueiro o la ciudad de Nueva York, lo que da buena muestra de su afán por demoler las fronteras entre la alta y la baja cultura. Basta con echar un vistazo a sus monumentales índices para hacerse una pequeña noción de su alcance. «Hasta Jiménez Losantos», bromeaba Cueto en 2009, «publicó allí un artículo sobre Albert Camus bastante mejor que las barbaridades que escribe ahora». Por las páginas de Los Cuadernos desfilaron, entre otros muchos, Carolyn Richmond, William S. Burroughs, Heinrich Böll, Rafael Conte, Luis Alberto de Cuenca, Javier Marías, Juan Madrid, Antoni Tàpies, Eduardo Chillida, Pere Gimferrer, Clara Janés, Montserrat Roig, Umberto Eco, José Luis Garci, Juan Cruz, Juan Benet, Maruja Torres, François Truffaut, Miguel Munárriz, Paco Ignacio Taibo II, Vicente Molina Foix o Jean-Jacques Lebel. El apartado artístico, que interesaba especialmente a su director, contó con las aportaciones de Juan María Navascués, Orlando Pelayo, Jaime Herrero o Joan Miró.
Se cumplirán en 2020 tres décadas desde que concluyera la andadura de la revista. La reciente muerte de su creador ha hecho que muchos ojos se vuelvan hacia aquel ejemplo de periodismo cultural que quedó un tanto arrinconado con el brío de los tiempos y las exigencias de sus correspondientes modas. Afortunadamente, hay quien ha caído en la necesidad de poner remedio al olvido: el Instituto Cervantes ha digitalizado la colección completa de Los Cuadernos del Norte y la pondrá a disposición de todo el mundo en Internet. Juan Cueto, que en sus últimos años se mostraba desencantado por los efectos secundarios de las nuevas tecnologías, verá así cómo éstas redimen una parte no pequeña del gran bagaje que dejó a sus espaldas. La revista pensada en Gijón, ejecutada en Oviedo y leída y admirada en toda España y en parte del extranjero, resucitará para exponerse, traducida al código binario, en todos los rincones del burbujeante globo terrícola. Ni su mismísimo director habría podido imaginar una cosa más glocal.
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