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La risa

La sala de espera del dentista ha de ser lo más parecido al Purgatorio: los agnósticos percibimos en la realidad aquellas instancias metafísicas en las que nos negamos a creer. Era el odontólogo particular de mi confianza —como diría Mirtha Legrand—, pero en esa recepción de un ambiente, confortable, pequeña y calefaccionada, faltaban las revistas de interés. Había terminado el libro, no porque tardaran mucho en atenderme, me quedaban pocas páginas. Me había prometido no mirar el celular hasta salir con la muela domada, como dicen los jóvenes.

El pilón de publicaciones disponibles, voluminosas, de papel satinado, oscilaban entre la caza, la pesca y la decoración de interiores. La sola idea de entreverarme en alguna de esas costosas ilustraciones y textos ajenos me daba grima. De una tapa en particular asomaba un surubí de tamaño monstruoso con un anzuelo atravesándole la tráquea: espectáculo no recomendable para el paciente odontológico. En diagonal a mí, el otro único habitante de la espera, coetáneo, me comentó:

—Qué daría por un Selecciones del Reader’s Digest, ¿eh?

—La risa, remedio infalible —respondí como una contraseña.

—En realidad, no es un remedio infalible —acotó mi interlocutor—. Ni siquiera un anestésico… perdón que mente la soga en casa del ahorcado (señaló la puerta del consultorio). La risa solo acompaña. Ayuda a sobrellevar.

—Es cierto —admití—. Se sobreestima el efecto del humor.

También del amor.

—Ahí no lo sigo —agregó en porteño—. Lucho.

Me extendió la mano. No era una conjugación del verbo “luchar”, sino su nombre.

"Pero mi madre no estaba dispuesta a dejarse vencer por las circunstancias. Buscó por el barrio y sus aledaños un conjurador de hechizos que anulara aquel desorden"

—Nací en un departamento del barrio de Once —detalló—, como usted. Pero alquilado. Mi madre quería mudarse a casa propia. Decía que pagar alquiler era tirar el dinero. A mi padre lo cansaba la sola idea de mudarse; además: no se quería endeudar. Prefería tirar el dinero a asumir un crédito. Alquilar era su idea de la libertad. Pero cuando nació mi hermana, con la tenacidad del post parto, también con sus brumas, mi madre exigió la propiedad. Mi madre era capaz de reclamar durante días, convertirlos en meses y años, sin pausa, como la gota que horada la piedra. Mi padre nunca hubiera sido capaz de algo así. Por fin mi madre encontró la locación perfecta, por espacio, ubicación y precio. Era un caserón venido a menos en Parque Saavedra, casi saliendo de Capital. Pero lo vendían a un suma irrisoria, paradójicamente, por su evidente desventaja: una risa fantasmagórica. En alguna de las habitaciones, en el comedor, en el lavadero, aleatoriamente, sonaba una risa. Como de niño perdido y demoníaco, sin contradicción; o de adulto con dificultades cognitivas. En cualquier caso, no era una risa que fuera un remedio, mucho menos infalible. Todo lo contrario. Desde ya le digo: la sentimos. Sonaba. No al primer, ni al segundo ni al tercer día, como hubiera mandado la religión. Sonó cuando menos la esperábamos: esa era su sobre naturaleza. La risa inesperada y siniestra alteraba la dinámica familiar. La que menos la sufría era mi pequeña hermana Luján. Para ella era un divertimento, como esos efectos especiales que se vendían entonces: un pequeño artefacto rosa, a pilas, en el que precisamente sonaba una carcajada eléctrica. Pero mi madre no estaba dispuesta a dejarse vencer por las circunstancias. Buscó por el barrio y sus aledaños un conjurador de hechizos que anulara aquel desorden. Finalmente consiguió al mago Makario. Atendía en todo el país. Pero justo ese mes enfrentaba un exorcismo en Salta, la linda, y envío a su asistente, Lucía Planes.

"La puerta se cerró entre nosotros. Yo quedé del lado del torno, y Lucho de sus recuerdos; como si una cortina de hierro derretido y tristeza nos separara para siempre"

“Lucía apenas unos años mayor que mi madre, deduje; pero con una figura espigada, involuntariamente expuesta. Lo que el hombre del siglo XX llamaría escultural casera. Yo tenía 17 años para 18. Poco después de mi cumpleaños, se supuso que nos había liberado del Mal. A mí, sin duda, me concedió una calma inesperada. Cambió mi vida. Mi madre, que creo ignoraba el evento, de todos modos no la quería en casa. Tras un par de meses, la risa regresó como si nada. A mí ya no me importaba.

“Medio año después, con la excusa de que quería ser guardaparques, me fui de casa a la Patagonia. Como dice Fito Páez: y no volví nunca más”.

La secretaria del doctor Ganon me llamó por el apellido.

—¿Y vive aún en la Patagonia? —pregunté, en esa dinámica, habitual para mí, por la cual tras esperar ansiosamente un turno, finalmente lo desmerezco por el efecto de una historia.

—Nunca oficié de guardaparques. Soy químico.

La secretaria ya me había abierto la puerta. Pero yo me negaba a trasponerla.

—Mis padres —epilogó Lucho—. Nunca los vi reírse juntos.

La puerta se cerró entre nosotros. Yo quedé del lado del torno, y Lucho de sus recuerdos; como si una cortina de hierro derretido y tristeza nos separara para siempre.

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