Con motivo de la publicación de la octava edición de Ya no quedan junglas adonde regresar rememoro cómo nació la novela.
Son las tres de la madrugada. Máximo, mi hijo de un mes, llora sobre mis muslos mientras muevo rítmicamente las piernas para que se calme. No puedo cogerlo en brazos porque mis manos están sobre el teclado. Estoy escribiendo Ya no quedan junglas adonde regresar, mi primera novela. Aunque en aquel momento aún no sabía que se titularía así. Por aquel entonces seguía manteniendo el trabajado y original nombre de Novela 1. Aquella noche nada hacía presagiar lo que iba a suceder con el libro cuando se publicase: que ganaría cinco premios de novela negra y que alcanzaría las ocho ediciones.
¿Por qué escribí Ya no quedan junglas adonde regresar? Por inconformismo. Llevaba años leyendo novelas negras que no me emocionaban, que no me sacudían, que no me golpeaban el cerebro a la vez que me acariciaban el corazón. Libro tras libro, iba saltando de un “no está mal” a otro. Resignándome a la metadona cuando lo que buscaba era heroína. Así que un día, cansado de escuchar mis quejas, el tipo del espejo me dijo:
—Pues si eres tan listo escribe tú una.
—Sabes que no tengo tiempo.
—Lo único que sé es que las excusas son un hermoso disfraz con el que ocultar nuestro miedo al fracaso.
El puto tipo del espejo. Empeñado siempre en decirme lo que no quiero oír. Empeñado siempre en decirme la verdad.
Entonces llego la noticia. LA NOTICIA. Mi mujer estaba embarazada. Mellizos. Niña y niño. Iba a ser padre de dos, como Darth Vader. Decidimos que fuese yo quien solicitara la baja por paternidad. Un tiempo que, sumado a mis vacaciones de verano y a algunos días que me debían por trabajar fines de semana, daba un total de casi cinco meses. El tipo del espejo me estaba esperando con esa sonrisilla de condescendencia que no soporto.
—Ahora ya tienes tiempo.
—¿Con dos bebés? ¿Pero tú has visto el trabajo que dan? Si casi no duermo por las noches.
—Las excusas son como los bares: siempre encuentras uno cuando lo necesitas.
—No son excusas, es la realidad. ¿Cómo se supone que voy a escribir…?
—Claro, claro. Repítete lo mismo cien veces todos los días hasta que te lo creas.
Y se quedó allí, en el espejo. Mirándome fijamente mientras se reía de mí. Odié al tipo del espejo. Lo odié y me odié. Y en ese instante decidí que ya había llegado el momento, que ya no me escondería detrás de obligaciones y cansancio. Que la próxima vez sería yo quien se reiría de él.
Lo cierto es que sí que podía escribir, sobre todo por las noches. Los niños no daban tanto trabajo. Imaginen cómo debe de ser la vida de un periodista para que tenga más tiempo libre como padre primerizo de dos recién nacidos que trabajando en la tele. Así que una noche tecleé Novela 1. Era más fácil enfrentarme al folio en blanco que al tipo del espejo. Lo cierto es que llevaba años jugando con historias en mi cabeza. Creando escenas, puliendo diálogos, inventando personajes. Solo para divertirme, como un juego mental. Pero ahora todas esas ideas tenían que tener un hilo conductor, un esqueleto sobre el que apoyarse y echar a andar. Era como cazar estrellas fugaces. Necesitaba algo que diera sentido al caos. Y lo encontré. Cada mañana, para ir a mi trabajo, a eso de las 9 llegaba a la estación de metro de Gran Vía y tomaba la salida de la calle Montera. Allí estaban las prostitutas, como siempre. Invisibles para los miles de personas que, como yo, pasan a diario junto a ellas. Sin importarnos que sean esclavas sexuales, sin importarnos que vivan en el infierno. Me fijé en que, a esa hora tan temprana, la mayoría de sus clientes eran hombres de la tercera edad. Ancianos que se paraban a hablar con ellas. Y eso me llamó la atención. Así que un día me acerqué a una de ellas y le pregunté. Me contó que los ancianos eran los mejores clientes. Porque la mayoría de aquellos hombres no pagaban por acostarse con ellas, no estaban interesados en el sexo. Aquellos hombres pagaban para que una mujer los escuchara, para sentir que una chica joven se volviese a interesar por ellos. Pagaban por no estar solos. Y entonces lo supe. Ya tenía protagonista de mi novela. Ya tenía el hilo conductor. Así nació “el gentleman”.
Luego vendrían las noches con Máximo durmiendo sobre mis piernas, mi preocupación por los personajes secundarios, mi obsesión por el ritmo, la sensación de acostarte siendo un genio y al levantarte, tras leer lo que había escrito, sentirme el hombre más ridículo sobre la tierra. Noches de bloqueo en las que no escribes ni una palabra y horas en las que se produce el milagro. Y, de repente, todo empieza a encajar, la historia se escribe sola, como si estuvieras poseído. Y tú estás ahí, pasándotelo en grande. Es una sensación que no se puede comparar con nada. De la que inmediatamente te haces adicto. Hasta que llega la noche en la que escribes la palabra “fin”.
Entonces fui a ver al tipo del espejo. Lo encontré feliz, mirándome orgulloso. Estaba esperándome para devolverme la sonrisa.
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Autor: Carlos Augusto Casas. Título: Ya no quedan junglas adonde regresar. Editorial: Mar. Venta: Amazon y Fnac
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