La Rive Gauche (Paidós), de Agnès Poirier, es la historia del grupo incandescente de artistas y pensadores de mediados del siglo XX cuyas vidas, amores, colaboraciones y pasiones se forjaron en París en tiempos de guerra y contribuyeron al despertar de la gran Ciudad de la Luz. Poetas, escritores, pintores y filósofos cuyas vidas confluyeron allí, con consecuencias extraordinarias, entre 1940 y 1950. Nos revela el drama humano que subyace a algunas de las obras más celebradas del siglo pasado, desde el Hijo nativo de Richard Wright, El segundo sexo de Simone de Beauvoir y La habitación de Giovanni de James Baldwin a Esperando a Godot de Samuel Beckett y Las aventuras de Augie March de Saul Bellow, así como la génesis de movimientos hoy legendarios, como el existencialismo, el teatro del absurdo, el nuevo periodismo, el bebop y el feminismo francés.
La Rive Gauche es un retrato de las generaciones solapadas nacidas entre 1905 y 1930 que vivieron, amaron, se pelearon, jugaron y florecieron en París entre 1940 y 1950, y cuya producción intelectual y artística sigue influyendo aún hoy en nuestra forma de pensar, de vivir y hasta de vestir. Tras los horrores de la guerra que las forjó y conformó, París fue el lugar donde las voces más originales del mundo de la época trataron de hallar una alternativa independiente y singular a los modelos capitalista y comunista para la vida, el arte y la política: una tercera vía.
Tras cuatro años de ocupación nazi y de tormento diario, las galerías de arte, los bulevares, los clubs de jazz, los bistrós y el sinnúmero de periódicos diarios y mensuales parisinos nacidos en los últimos años de la guerra se convirtieron en foros de acalorados debates, planes de batalla y manifiestos. Entre las publicaciones más destacadas se contaban Combat, editada por Albert Camus; Les Temps Modernes, de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, cuya cabecera estaba inspirada en la película de Chaplin Tiempos modernos, y, por supuesto, unos años más tarde, las múltiples revistas en inglés con sede en París dirigidas a la plétora de veteranos de guerra y estudiantes estadounidenses instalados en la ciudad. El público lector de estas florecientes publicaciones, editadas todas ellas en un radio de poco más de un kilómetro, se extendía mucho más allá de París. Cuando editorialistas y artistas lanzaban sus proclamas en el bulevar Saint-Germain, sus voces resonaban en Manhattan, Argel, Moscú, Hanói y Praga. Los escuchaban y seguían altos responsables de Europa y del resto del mundo precisamente porque sus voces llegaban de París.
¿Cómo pudo la capital francesa reconquistar semejante estatus cultural en el escaso tiempo transcurrido desde el final de la guerra? Alemania estaba eclipsada; la vida cultural de Rusia y Europa oriental, devastada; España, aislada por el régimen del general Franco; Italia, inmersa en su recuperación de una generación de fascismo; y Gran Bretaña, tan al margen del debate intelectual europeo como siempre. Parafraseando al historiador angloestadounidense Tony Judt, pese al relativo declive de la propia Francia, la voz de París era más relevante durante el decenio inmediatamente posterior a la guerra de lo que había sido desde 1815, en el cénit de la grandeur napoleónica.
Juntos, en París, nuestra cofradía de hermanos y hermanas crearon códigos nuevos. Fundaron el nuevo periodismo, que, si bien no recibió oficialmente ese nombre hasta al cabo de una década, nació entonces, entre la humareda de habitaciones de hotel de la Rive Gauche, y difuminó para siempre las fronteras del reportaje y la literatura. Poetas y dramaturgos fueron enterrando el surrealismo e inventaron el teatro del absurdo; pintores en ciernes trascendieron el realismo socialista, llevaron la abstracción geométrica al límite y propiciaron el action painting. Filósofos que fundaron nuevas escuelas de pensamiento, como el existencialismo, crearon paralelamente un partido político. Aspirantes a escritores hallaron su voz en las alcantarillas parisinas y en las decrépitas habitaciones de estudiantes de Saint-Germain-des-Prés, mientras que otros inventaban la nouveau roman. Los fotógrafos reivindicaron su autoría a través de las agencias de fotoperiodismo, como la Magnum; escritores estadounidenses censurados en su país, como Henry Miller, publicaban sus obras primero en francés; músicos de jazz negros que llegaban huyendo de la segregación en su país hallaron su consagración en las salas de conciertos y los clubs de jazz de París, donde la música de Nueva Orleans recibió por fin su merecido reconocimiento, al mismo tiempo que se gestaba el bebop. Algunos fieles de la Iglesia experimentaban con el marxismo, mientras un colorista exgalerista de arte reconvertido en modisto llamado Christian Dior embriagaba al mundo del diseño de moda con su New Look.
Después de 1944, todo era político; no había escapatoria. Los ciudadanos del mundo de la Rive Gauche lo sabían, y hacían cuanto estaba en sus manos para poner en tela de juicio tanto las políticas de Estados Unidos como los puntos de vista del Partido Comunista. Para ellos, París era a un tiempo refugio y puente hacia otra forma de pensar. Plantearon la posibilidad de una tercera vía y abrazaron ardientemente el idealismo de las Naciones Unidas y el brillo de la utopía en lo que más adelante se convertiría en la Unión Europea. Aquellos pioneros reinventaron, asimismo, sus relaciones con otros. Cuestionaron, sacudieron y a menudo rechazaron las instituciones del matrimonio y de la familia, y adoptaron el poliamor como aspiración vital. Hicieron campaña en favor del derecho al aborto treinta años antes de que fuera legalizado, y consumieron con entusiasmo drogas, tabaco y alcohol. Su reafirmada sexualidad demostró ser parte inherente de su creatividad e imbuyó todo cuanto hacían. También demostraron ser, con muy escasas excepciones, trabajadores infatigables, adictos al trabajo, incluso. Trabajaban con la misma entrega con la que jugaban.
Las mujeres ocuparon una posición central. El regreso al Louvre de la Mona Lisa, que había permanecido seis años oculta durante la guerra, anunció una nueva era, en la que una joven de veintinueve años, Françoise Giroud, fundó y publicó la revista Elle; justo veintinueve años más tarde, llegaría a ser ministra del Gobierno francés. Con la defunción de Colette, la gran dama de la literatura francesa, pasó también a mejor vida la figura de la demi-mondaine, la mujer galante y mundana. Bardot y Beauvoir se convirtieron en los dos nuevos rostros del feminismo, a los que no tardaría en rendirse el mundo entero. En un entorno predominantemente masculino, solo mujeres muy fuertes eran capaces de sobrevivir y dejar huella. Había que ser muy combativa en aquellos años si se aspiraba a existir como individuo y no solo como adlátere de un gran hombre. Las mujeres que se negaban a limitarse a la condición de esposas o amantes, habitualmente explotadas por sus famosas e infieles medias naranjas, eran casi todas bisexuales y donjuanescas. Algunas incluso exploraron una tercera vía en el sexo, como en la política. La corresponsal en París del New Yorker, Janet Flanner —que firmaba todos sus artículos con el seudónimo Genêt y que ya era conocida antes de la guerra por sus esculturales y bellísimas amantes—, preguntaba en 1948 en una carta a su madre, mujer liberal: «¿Por qué no puede haber un tercer sexo, no dominado por el músculo ni por la vocación de procrear?». Una buena pregunta, en una década rebosante de testosterona.
Todos ellos —hombres y mujeres, artistas y pensadores— establecieron nuevos códigos y estándares, lograron una secuencia de éxitos incontestables y dejaron tras de sí una letanía de fracasos. Tony Judt se refiere a estos últimos en su trabajo académico Pasado imperfecto, cuyas páginas desprenden el resentimiento y la frustración de un amante despechado. En su opinión, pese al enorme poder que les confirieron las circunstancias y su propio genio, los intelectuales de París fracasaron en el empeño de cambiar el mundo. «Este contraste, el fiasco de los intelectuales franceses a la hora de colmar las esperanzas puestas en ellos por sus admiradores, unido a la influencia que la vida intelectual francesa ejercía en otros países occidentales, tuvo un impacto decisivo en la historia de la vida europea de posguerra». Judt, formado él mismo en el pensamiento francés, nunca perdonaría a Sartre y compañía que fallaran a sus contemporáneos cuando más los necesitaban. Hasta llamó a su libro «ensayo sobre la irresponsabilidad intelectual». Que, de entrada, se esperara de ellos que cambiaran el mundo plantea una pregunta: ¿cómo es que despertaron unas esperanzas tan desmedidas? La Rive Gauche trata tanto de la irresponsabilidad intelectual del París de posguerra como de la incandescencia política, artística, moral y sexual de la época.
Si bien presenta un relato de París entre 1940 y 1950, este libro no es una obra de ficción ni tampoco un análisis académico; es una reconstrucción, un collage de imágenes, un caleidoscopio de destinos basado en fuentes y documentos muy diversos. La memoria es un terreno peligroso. Los archivos, por ejemplo, informan de hechos, pero pueden no revelar la imagen de conjunto. Conocer en persona y entrevistar a algunos de los protagonistas y testigos del periodo resultó esencial, pero también frustrante. Cada cual cuenta solo lo que quiere contar, y la verdad de cada uno no es toda la verdad. Con las autobiografías y los libros de memorias pasa lo mismo: a menudo, su interés reside tanto en lo que ocultan como en lo que revelan. Los diarios personales y la correspondencia, escritos al mismo tiempo que tenían lugar los hechos y no alterados ni reescritos al cabo de los años, son casi tan fiables como los archivos, como una corriente de conciencia no contaminada por consideraciones posteriores. Sin embargo, en los recuerdos y en las relaciones personales no existen ni la objetividad ni la neutralidad. Como escribió el estadounidense Richard Seaver, que en 1948 estudiaba en París, en su autobiografía The Tender Hour of Twilight [La dulce hora del crepúsculo]: «El tiempo es inmisericorde con la mente acosada por preocupaciones, y llena cada día que pasa con los detritos del momento, como el limo de la desembocadura de un río va cubriendo su lecho original y reconstituyendo insidiosamente el terreno».
En consecuencia, me vi abocada a contrastar informaciones procedentes de multitud de fuentes: todos los recortes de prensa, entrevistas, archivos, fotografías y documentos diversos a los que pude echar mano. Los días que pasé en la Biblioteca Nacional de Francia, también conocida como la Très Grande Bibliothèque, resultaron igualmente esclarecedores; no solo por lo que allí encontré, sino también por la experiencia arquitectónica que brinda a los investigadores. Es, probablemente, el único edificio de París verdaderamente estalinista, por sus titánicas proporciones, un laberinto kafkiano de pasillos, algunos de los cuales no conducen a ninguna parte, y de puertas metálicas tan pesadas como losas sepulcrales; y, por ello, ofrece un escenario de insospechada perfección para el estudio de la cultura y la política de posguerra.
En París, por ser París, hay muchos lugares que permanecen inalterados desde 1940, y yo procuré encontrar esos «escenarios del crimen» —que así los veía yo—, con la esperanza de captar la atmósfera de la época y de poner las manos encima de objetos que habían tocado los fantasmas a los que perseguía. Muchos de nuestros protagonistas vivían en hoteles baratos y decrépitos de la Rive Gauche; esos lugares siguen ahí hoy en día, pero muchos se han transformado en lujosos hoteles boutique. Con una excepción notable: La Louisiane, propiedad de la misma familia desde los tiempos de Napoleón. Beauvoir vivió ahí cinco años, de 1943 a 1948, y también se alojaron en él Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Juliette Gréco y muchos otros. Puede que en la actualidad disponga de wifi gratuito, pero sus habitaciones no han cambiado apenas desde la década de 1940. Reservé una y dormí entre sus evocadoras paredes, reviviendo las palabras de Beauvoir:
Jueves, 16 de mayo de 1946. Se acerca la primavera. Yendo a comprar cigarrillos, he visto hermosos manojos de espárragos envueltos en papel rojo en el puesto de verduras. Trabajo. Rara vez he disfrutado tanto escribiendo, sobre todo por la tarde, cuando, a las cuatro y media, vuelvo a esta habitación, llena aún del humo de por la mañana. Sobre mi escritorio, cuartillas rellenas con tinta verde. Me agrada el tacto de mi pluma y del cigarrillo en las yemas de mis dedos. Entiendo muy bien a Marcel Duchamp cuando, a la pregunta de si lamentaba haber abandonado la pintura, contestó: «Echo de menos la sensación de estrujar el tubo de pintura y verla derramarse en la paleta; eso me gustaba».
No me esperaba que el pasado asaltara, por así decirlo, todos mis sentidos. Tan solo confiaba en presenciar una justa de ideas, interminables disputas intelectuales, pero no que el pasado se materializara de tal forma que pudiera tocarlo, olerlo, paladearlo incluso.
Para mí, escribir esta historia ha sido un poco como entrar en una casa en llamas. El fuego vivo de la guerra, el horno de las emociones, la pasión por la política, las rupturas espectaculares, el sexo salvaje, las frustraciones desquiciantes, los ideales delirantes y hermosos, el trazado de ambiciosos planes… Tantos fracasos y algunos logros notables. Puede que los protagonistas de este libro no lograran en última instancia evitar que la Guerra Fría se convirtiera en el nuevo orden mundial; pero sí que establecieron muchos estándares por los que nos seguimos rigiendo, casi tres cuartos de siglo después.
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Autor: Agnès Poirier. Título: La Rive Gauche. Editorial: Paidós. Venta: Todostuslibros y Amazon
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