Juan Ceyles Domínguez. Foto de Pepe S. Ponce.
Si hubiese que buscar referentes literarios para enmarcar It, me atrevería a proponer estos dos: Memoires d’un fou, de Flaubert, y Larva, de Julián Ríos. Y no es porque It, de singularísima conformación, se parezca en desarrollo y forma a esas dos novelas, sino porque comparte con ellas muchos de sus presupuestos conceptuales de partida. El ensayo narrativo primerizo de Flaubert avisa en sus páginas iniciales que:
[…] esto no es una novela ni un drama con un plan inamovible… Simplemente voy a poner sobre el papel todo lo que me venga a la mente, mis ideas y mis recuerdos, mis impresiones, mis sueños, mis caprichos, todo lo que atraviesa el pensamiento y el alma…
Es decir, se trataba de plasmar, con minuciosa veracidad y libérrima intención, el desarrollo de una conciencia perturbada en su lucha contra una realidad difusa, con frecuencia traumática, y de difíciles accesos. No otro es el propósito esencial que It, la obra de Juan Ceyles Domínguez, aborda como meta y fundamento: dar cuenta también del desgarro de una conciencia ebria de inmensidad, abierta a todas las solicitaciones del sueño y la pesadilla, enfrentada a una estéril, coercitiva y angosta realidad. Conciencia de sí, de la exuberancia de un mundo interior, de riquísima contextura, poblado de inquietantes fantasmagorías, que alcanza por medio del lenguaje, en la precisa, profusa y meticulosa verbalización de cuanto en él ocurre, su más justa medida. Lenguaje, por tanto, como sustento de la conciencia, su centro y morada. Y ahí se justifica la alusión a la obra de Ríos. En ambas, tanto en Larva como en It, el lenguaje, el puro despliegue de sus potencialidades expresivas, se convierte en el eje central en donde se asienta, más allá de la fuerza y esplendor exhibidos, su más honda razón de ser. No hay más protagonista que el lenguaje mismo, vuelto sobre sí, ensimismado y absorto en su propio ritmo, desatento de sus referentes exteriores. La voz narradora, esa conciencia de sí de la que emanan esas obras, no tiene más entidad que la que le suministra el flujo incesante de las palabras.
It, en rigor, apenas posee otra trama que la evanescente urdimbre que en torno a sí recrea un personaje epónimo.
La obra (ópera, labor, techné) lamentaba no ceñirse racionalmente a ningún acontecer (verídico, testimonial, fidedigno…),
juicio este que el narrador emite sobre una imaginaria pieza teatral, pero que sin injusticia alguna puede ser aplicado al texto mismo en que aparece. Anulados los socorridos marcos espaciotemporales, la narración se articula en torno a núcleos ficticios (recuerdos, ideas, sueños, imágenes, sensaciones, percepciones sensoriales) que operan, a modo de retahílas, como difusa argamasa en la construcción de una coherencia textual apenas insinuada.
Comienzo a girar en ese percance inestable, desplomándome, sin terminar de caer, buscando apoyos sin encontrarlos, dando tumbos y sufriendo torcimientos, en una profundidad que no encuentra su fin.
Toda la trayectoria personal de la voz narradora podría resumirse en esas pocas palabras. Conciencia dolorida de una pérdida inicial que abre paso a la caída en la honda, abisal e inagotable oscuridad. Deambular de un sujeto herido por una pérdida de la que ignora lo más esencial, esto es, que es él mismo lo perdido. Camino sin fin, itinerario circular que ha de recorrerse, una y otra vez, en una búsqueda inacabable.
Eso es It. Pero, en igual o mayor medida, es también un fulgor y un deslumbramiento. Para quien sienta la cálida y frágil envoltura de las palabras, qué gozo el de esas descripciones riquísimas de vocablos precisos, ceñidos y vibrantes. Uno se deja atrapar en la opulenta textura de un vocabulario enfebrecido en donde con naturalidad conviven los tecnicismos más ajustados (perfunctorio, plóter, craquelar) con los neologismos (emblistado, patiestivados, espirulante) de la más desenvuelta de las inventivas. Alardes léxicos de un lenguaje hipertrofiado que apenas se deja encerrar en términos como el de barroquismo, porque lo trasciende y supera en cascadas verbales de ilimitado borboteo en el bullir de un magma verbal envolvente. Porque cómo definir períodos como este, entre otros muchos de similar desmesura:
Un tramoyista del escalafón hubo de desenrollarle la cofia de su mermado racionalismo desde que la madre superiora le obligase a encontrar un nudo corredizo en la contigüidad de aquel orfeón imparisílabo de ofuscada trama.
Y qué decir de este otro:
Un tramudio de nódulos constreñía mi cerebro; la insidiosa alteridad los fruncía tensando las nervaduras en un confuso entramado.
Sin embargo, es en aquellos tramos textuales en donde coinciden exuberancia verbal y puntual referencia externa, vale decir, en las descripciones de objetos, situaciones o ámbitos concretos, cuando el deleite del lector se vuelve más intenso y gustoso. Qué delicia la descripción, detallista y prolija, de la guitarra Echo dormida en su sarcófago-caja a la espera de la mano que acaricie sus trastes, o la de la sastrería de Fuencarral con el inventario de prendas esparcidas en mesas y baldas. O la del ambiente de feria —aromas, colores, sonidos— evocados en penetrante sensorialidad. “Las palabras expresan magnetismos semánticos inexplorados”, tal y como se expone en It, pero el lector, que no alberga dudas sobre lo juicioso del dictamen, anhela ver reflejados esos magnetismos en cosas, rostros y hechos que él también pueda percibir y apreciar. El solipsismo del que se sabe “perdido en la galaxia turbadora del sistema nervioso”, convencido de que “todos los problemas quedan resueltos con el poder del lenguaje”, se quiebra a menudo, para satisfacción de sus lectores, con la irrupción de imágenes que, pese a estar forjadas de palabras, parecen transcenderlas en la pura, desnuda y viva percepción de las cosas. Las pastillas que It, paciente de psiquiátrico, ha de ingerir cada mañana, “verdes, rojas, nacaradas con su hendido breve a la mitad”; los “zapatos enormes” del ahorcado, colgado del árbol con “ojos turbios y la lengua amoratada”; “las bicicletas de piñón fijo, los carrillos de cojinetes, los patines de caucho” con los que se descendía “hacia el romanticismo”, entre otros muchos ejemplos, son claras refutaciones de ese “arte mental, intangible, invisible, inaudible”, tal es la fuerza de su poder evocador y comunicativo.
La voz narradora, esa entidad verbal autorreferente, sabe, por tanto, si así lo desea, fijar su mirada en un afuera de sí que impone su presencia. Cuando en el relato —aunque esta no es palabra idónea en un discurso que desdeña ostensiblemente sujeción a espacio o tiempo algunos— irrumpe la realidad exterior con su cruda, desnuda e imponente consistencia, todo lo demás se contamina, por violento contraste, de vacío espectral, frágil sustancia de sueño. Basta que se mencione los nombres de un callejero real, compartido por todos (Puerta del Ángel, Cafetería Monterio, Paseo de Extremadura, Avenida de Portugal), acompañadas, además, esas menciones con la viva descripción de sucesos allí acaecidos (manifestación antifranquista y represión policial), para que el imaginario verbal en que se sustenta la voz narradora se torne aún más quebradizo y desvalido.
La soledad del narrador, colmada e inmensa, apenas se ve turbada por la presencia de los otros. La menguada lista de personajes (Gema, Marc, Quim, el Doctor, Mami) no es más que una relación de vagas proyecciones sin peso ni rostro, entes fantasmales desprovistos de solidez. Solo la figura de Mami alcanza cierta reiterada presencia, pero tan solo para revelarse pronto como mero desdoblamiento de la conciencia narradora que atribuye a esta imagen protectora maternal los rasgos de razón objetiva en diálogo con su desmesura intimista. El mundo de It, llevado hasta sus últimas consecuencias, no admite presencias ajenas a su propio discurrir, solo las tolera a condición de convertirse en sombras huecas, hechuras de la mente que las forja.
La salvación es la literatura.
Salvarme, al menos en la literatura —dice un It apesadumbrado—. Aunque nadie lo leyese nunca, quedaría en el aire ese testimonio de impotencia.
Las palabras crean el mundo. La impotencia humana halla en ellas su más preciada compensación a tanto desamparo y orfandad. Por la sola virtud de su capacidad evocadora, el mundo alcanza belleza y libertad sin constricción alguna. Flujo vivo, pues, de un torrente de palabras creadoras de conciencia, rotundas, precisas, hermosas y banales. Lenguaje hecho de deseos, recuerdos, temores y estricta lucidez. Vértigo y extenuación de una voz incesante, destinada a repetirse en un círculo inagotable de vueltas y recovecos; palabra volcada sobre sí que a la par que se enuncia a sí misma enuncia el mundo. Son esa voz y esa palabra las que resuenan en It.
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Autor: Juan Ceyles Domínguez. Título: It. Editorial: El Toro Celeste. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.
Lo siento pero he dejado el artículo a la mitad. Desconozco la obra que comenta (It), pero su forma de escribir «hiperadjetivada» me recuerda a Lovecraft en el peor de los sentidos. Me ha producido una somnolencia invencible.
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Totalmente de acuerdo contigo. No se comprende nada, solo he leido el principio y empiezan a salir palabras raras y rebuscadas como profuso, prolijo, liberrimo y otras parecidas que nadie dice ni se entienden. Ademas hay otras mal puestas como factura que está puesta muy mal. Ni se entera uno del libro ni de que va. Un coñazo