Lo personal y lo político
Lo personal es político, se dice a menudo, pero rara vez se añade al axioma su reverso —igualmente cierto según las reglas del razonamiento lógico, aunque puede que menos efectista o complaciente en lo que atañe a su formulación verbal—: también lo político es personal. En la excepcional serie Exterior Noche, el director Marco Bellocchio narra el secuestro de Aldo Moro y su posterior asesinato por las Brigadas Rojas, un episodio que convulsionó Italia entre los meses de abril y mayo de 1978, empleando un punto de vista diferente en cada capítulo sin renunciar en ningún caso a ejercer una mirada omnisciente. Se ahonda así en las contradicciones —y, en ocasiones, en la miseria moral— de todos los agentes que jugaron un papel de cierta importancia a lo largo del caso —del ministro del Interior al Papa, pasando por la primero posible y después confirmada viuda y los propios terroristas— para alcanzar sólo al final una suerte de síntesis que se atreve a fantasear con las hipotéticas consecuencias indeseadas de un final feliz que no sucedió. Pese a la lucidez que motiva e hilvana esa narración caleidoscópica, no se indaga demasiado en las aristas de la personalidad del verdadero protagonista en la sombra, ese Aldo Moro al que apenas se ve en la serie —salvo en las entregas primera y última— y cuya peripecia vital previa se antoja decisiva para explicar las circunstancias que acabaron por desembocar en su final trágico. De ahí que resulte pertinente la lectura de El caso Moro, el ensayo sobre el particular de Leonardo Sciascia que Tusquets ha tenido la inteligencia de reimprimir ahora que la obra de Bellocchio no deja de cosechar parabienes entre el público y la crítica. El libro de Sciascia —pequeño en cuanto a sus dimensiones, monumental en lo que atañe a su fondo— plantea un portentoso ejercicio de semiótica que hunde sus raíces en los preceptos que Borges estipuló a través de su mítico Pierre Menard. Del mismo modo que las palabras y las frases con que Cervantes fue pergeñando su Quijote no se leerían del mismo modo si se hubiesen escrito en pleno siglo XX, por mucho que fueran exactamente las mismas, tampoco los artículos de prensa que fueron relatando en tiempo real el secuestro de Aldo Moro se leen hoy de la misma manera porque no es lo mismo conocer las cosas mientras ocurren y todos los finales están abiertos que llegar a ellas cuando ya han sucedido y el presente continuo de entonces se convierte en un pretérito imperfecto de concisión inapelable. Es ese razonamiento el que hace que tampoco las cartas que durante su cautiverio escribió y pudo enviar el resignado Moro se lean hoy como se leyeron en su día, pero cabe aquí la duda de si hubo en aquellos momentos una verdadera incapacidad para interpretar las señales que ocultaba su prosa puntillosa y estudiada o fue más bien la desidia la que motivó su lectura despistada, la escasa atención al estilo y el léxico de un hombre que durante años había dedicado su lucidez al arte de hablar sin decir nada y que ahora debía emplear esa misma inteligencia para emitir mensajes cruciales como si, en realidad, siguiese sin contar nada. En su prodigioso texto —que se cierra con la reproducción del informe que el propio Sciascia elaboró como resumen de los trabajos de la comisión parlamentaria encargada de investigar las responsabilidades políticas del caso, un documento en el que se confunden la comedia y la tragedia—, el escritor italiano se afana en la tarea de escudriñar, casi carta por carta, lo que tal vez Moro quiso explicar sin que nadie se aviniera a comprenderlo y busca las posibles salidas a un laberinto de palabras en el que destaca un sustantivo, poder, que el secuestrado se resistió a escribir hasta que estuvo avanzada su penitencia y comprendió que en ese término se sintetizaban las causas y las consecuencias de su drama, porque no hay nada más político ni más personal que el poder, su anhelo o su ejercicio, ni hay nada que conduzca con tanta determinación a la miseria o la gloria, a la salvación o la condena.
Las amistades
Leo Marcelin, una hermosa narración de Jean-Jacques Sempè a propósito de la amistad y las vueltas de la vida, y pienso que no siempre es la primera tan rotunda ni tan circulares las segundas. Igual que el protagonista, también tuve en la infancia un amigo al que consideré el mejor de los que me rodeaban y también nos separaron circunstancias que eran ajenas a ambos. A su padre le ofrecieron un trabajo menor en una ciudad del sur y se mudaron allí cuando teníamos siete u ocho años. Mantuvimos una relación epistolar que se prolongó durante un periodo bastante largo y acostumbrábamos a encontrarnos en verano, pero ambos hábitos se fueron diluyendo a medida que el tiempo hizo su trabajo y nos fue distanciando sin que mediara mala fe ni enojo alguno, sólo porque sus circunstancias y las mías comenzaron a divergir hasta que llegó un momento en que era más lo que nos separaba que lo que nos unía. Cuando hicieron su irrupción las redes sociales —ocurrió hace ya unos cuantos años, pero sigue pareciendo que fue ayer—, llevábamos ya unos cuantos años sin vernos y, si he de ser sincero, tampoco me acordaba mucho de él. Me vino un día su nombre a la memoria, lo localicé, le pedí amistad, me la concedió y mantuvimos un breve intercambio de mensajes en los que no existía la menor alegría por el reencuentro, sólo una cordialidad cortés que era más bien un homenaje obligado a la amistad que nos había convertido en uña y carne durante aquel periodo breve de nuestras biografías. Es sorprendente cómo las personas que un día consideramos indispensables pueden transformarse en meras sombras, figuras abstractas de un pasado que se parece cada vez más a un país extranjero, entes desprovistos de significado a los que sólo nos vincula la certeza de que en una ocasión remota fueron importantes para las personas que éramos. Quién iba a decirnos, cuando él venía a jugar a mi casa o yo iba a jugar a la suya, que más de 30 años después iba yo a estar escribiendo estas líneas para tener presente que una vez existió y lo tuve cerca, que me entristecí hasta el llanto el día que me comunicó su partida inminente, que nos telefoneábamos una vez por semana y que, pese a que nunca se lo dije, yo percibía poco a poco cómo la voz que escuchaba al otro lado del teléfono dejaba de ser la de mi amigo para ir convirtiéndose en la de un extraño; que la vida no se parecía en nada a esos cuadernos de hojas pautadas que empleábamos en el colegio, sino más bien a un mazo de folios que vamos rellenando con caligrafía arbitraria e irregular, y que luego diseminamos por los rincones más variopintos de la mesa con tal ligereza que hay ocasiones en que se hace imposible conferirles un mínimo orden, encontrar la coherencia que los haga medianamente legibles.
Reivindicación del discursista
Se elogia la autobiografía de un príncipe no por la pericia literaria de éste, sino por el talento de quien realmente lo escribió y cuyo nombre no aparece en la portada, por mucho que su identidad no sea ningún secreto. Se trata de un autor con experiencia en el arte de contar vidas ajenas desde la primera persona del singular pero cuyo nombre no figura nunca en la primera plana, sino relegada al capítulo de agradecimientos o las páginas de respeto. Con todo, a nadie escandaliza y nadie —ni siquiera el propio príncipe— llama a engaño pretendiendo fingir que es realmente suyo lo que se debe a un trabajo subsidiario. En el mundo anglosajón tienen estas cuestiones más normalizadas, también en lo que atañe a los verdaderos responsables de las palabras públicas que pronuncian la mayoría de los dirigentes políticos o institucionales. De hecho, aquí suele emplearse el anglicismo speechwriter justamente por la escasa tradición de la que goza el castellano discursista —y en cambio, seguimos hablando de negros literarios cuando sería más apropiado traducir el ghostwriter inglés, término que afortunadamente goza de mucho más sentido en estos días en que la esclavitud ya no es moneda común por estos pagos—, quizá por un recíproco complejo de inferioridad: parece como si a unos los avergonzara reconocer que lo que dicen no les pertenece por completo y otros creyeran que supone un demérito poner sus capacidades literarias al servicio de una voz ajena. Casi nunca dejan constancia los responsables de partidos políticos, gobiernos, empresas o fundaciones el nombre de quienes redactan los folios que leen ante los parlamentos, los auditorios o las cámaras, y rara vez reconocen los escritores que han dedicado una parte no desdeñable de su tiempo a componer los discursos que otras personas hacen suyos y pronuncian desde la tarima correspondiente. Y sin embargo, no hay deshonra en el hecho de que a uno le escriban, como tampoco la hay en escribir para otros. El del discursista es, al fin y al cabo, un oficio noble que dignifica tanto a él como a quien lo requiere: consiste en encontrar las palabras que el otro emplearía en el caso de que dispusiese del tiempo necesario para buscarlas.
Está bien, sr. Barrero, la dignificación que hace usted del discursista y de la nobleza de su oficio. Lo que no comparto es la misma dignificación para el que lo requiere. No en muchos casos ya que, aunque dispusiesen del tiempo necesario, que seguramente si que disponen de él, no serían capaces ni de encontrar las frases ni las palabras adecuadas. Y dan una imagen de solvencia que no tienen ni por asomo.