Un hombre arrojado a la vida después de 15 años en prisión, en una prisión mexicana, es la propuesta que Antonio Ortuño nos arroja a su vez con similar violencia a sus lectores fieles. Aurelio Blanco es el pobre testaferro que no violó a la protagonista, pero que se hizo cargo de su embarazo; que no delinquió, pero que asumió el delito para salvar a su suegro; que no recibió a cambio la lealtad de su esposa, que le privó de ella y de su propia hija en cuanto ingresó en prisión, pero que sin embargo le guardó fidelidad en un penal con múltiples recursos para descargar procazmente la sexualidad contenida mediante abuso o dinero. Blanco sale a la calle tras cumplir la pena ajena y blanquea así, haciendo honor a su apellido impoluto, al clan de los Flores. Blanco blanqueará a los blanqueadores.
Cuesta comprender tanta humillación asumida en esta novela de Ortuño (México, 1976), muy distinta de la sarcástica Recursos humanos (Anagrama, 2007), con la que fue finalista del Premio Herralde de Novela o de los certeros relatos de La vaga ambición (Páginas de Espuma, 2017), con los que ganó el premio Ribera del Duero. No hay esta vez el humor, la distancia, el desnudo descarnado al que nos tiene acostumbrados, pero sí la autocrítica feroz a todos los protagonistas, bailarines de una coreografía negra, corrupta y a la vez rutinaria, esencial en un México de desplazados, miserables, de ricos y de pobres, de apártese usted que tengo chequera y que si no le gusta mi chequera aquí tengo la pistola. Con balas.
Funciona el espíritu de resistencia que forja Blanco en la cárcel, donde la ensoñación es la única forma de huida disponible; funciona el choque material con la realidad que le espera al salir, una Guadalajara en la que la música, las calles, las viviendas, la ropa y los móviles de nueva generación no le van a dar la bienvenida a casa, sino a mostrar un paisaje distinto, evolucionado, impío, donde apenas tiene sitio aunque la abogada le envíe fotos de sus pezones por una mensajería que no sabe apenas responder. O donde la oferta de comida se le hace inasumible a quien ha estado cargando la bandeja de comida espuria de prisión. “La cárcel se le hacía notar en el cuerpo aún”, escribe Ortuño en algún momento de ese encontronazo con el mundo exterior, lo más logrado de la novela. Blanco estaba “fatigado, sediento, abrumado por el exceso de libertad”.
Y Guadalajara, ciudad que alberga la mayoría de los negocios que blanquean dinero del crimen organizado, ha crecido sin esperarle. Es una “bacteria hambrienta”, dice Ortuño.
Expresiones contundentes y certeras con las que el autor nos conduce hasta el falso paraíso que originó el desastre y que es Olinka: la urbanización que iba a levantar su suegro si no se le hubiera cruzado el fracaso, la lucha entre las ambiciones y la ley, entre los lugareños y los “inversores”, entre los muertos y los blanqueadores. Olinka iba a ser tierra de libertad “o de una libertad a la mexicana, es decir, subvencionada”. Pero Olinka va a ser en realidad tumba de sueños, hogar de desaparecidos y una invitación eterna a la frustración. A la quiebra de lo conseguido.
A Aurelio Blanco y los Flores les unía algo mucho más profundo que la sangre, nos dice Ortuño. Y es la sangre de los demás. Sin ser ésta su mejor obra, Olinka también nos une a algo mucho más profundo que estas 243 páginas que tenemos entre manos, y es al talento de este gran autor latinoamericano al que hay que seguir, sí o sí.
Autor: Antonio Ortuño. Título: Olinka. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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