Txani Rodríguez es una de las escritoras con una trayectoria más sólida de cuantas pululan por el panorama literario español y vasco. En su nueva novela, La seca, cuenta la historia de una joven que regresa con su madre al pueblo donde creció, un lugar ahora afectado por la lucha entre las viejas tradiciones y las nuevas formas de vivir que recorre el país de un modo silencioso.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de La seca, de Txani Rodríguez (Seix Barral).
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Como si fueran calcetines, cientos de pescados colgaban, sujetos con pinzas, de los cordeles que los vecinos habían extendido de una esquina a otra de sus desiguales fachadas. Algunos aún conservaban su brillo de plata; otros, ya amarronados, estaban completamente consumidos. La niña miró hacia arriba: en los tendederos de las azoteas también había pescados, muchísimos pescados.
—Son volaores — le explicó su madre—. Venga, vamos.
—¿Volaores?
—Sí, tienen alas.
No mentía: eran peces voladores que hacia el mes de julio cruzan el Estrecho de Gibraltar. Los pescadores de La Línea de la Concepción los capturan, con almadraba o con cerco, y los vecinos los secan al sol, preferiblemente cuando sopla el viento de poniente porque el viento de levante, que suele nublar los cielos, deja los pescados más amarillentos, por la humedad.
Tomadas de la mano, atravesaron un par de calles: más pescados, pescados por todas las esquinas, pero no olía mal. Hacía calor, y, sin embargo, a cada poco se revolvía un viento fresco. Se cruzaron con un hombre que paseaba desnudo de cintura para arriba y con mujeres que acarreaban bolsas de la compra. Olía a potaje y a mediodía. Las casas eran de una sola planta; las aceras, estrechas, y los coches atronaban, dejando una estela de sonidos electrónicos o aflamencados, y un olor a combustible que hacía que a la niña le picara la nariz. Aquel año, España atrajo a millones de turistas, pero por La Línea no se oían las ruedas de las maletas contra el suelo; de hecho, Cádiz aún no se había puesto de moda, y Zahara de los Atunes era una pequeña aldea de pescadores en la que se enseñoreaba el viento.
Desembocaron en la playa, y la sensación de frescor se intensificó. El golpeteo de las olas. La madre se descalzó, dijo que quería pisar aquella arena oscura. Caminaron unos metros hacia la orilla y, de pronto, la niña sintió algo parecido al miedo, porque lo inesperado siempre asusta un poco, y ella no esperaba que una roca altísima y puntiaguda se alzara sobre el mar como un gigantesco crustáceo. Aquello no le entraba en la cabeza: todo el mundo sabía que las montañas estaban en el campo y que los pescados vivían en el mar, sin volar, porque volar, volaban los pájaros.
—Ama, mira — le advirtió la niña, señalándole una jeringuilla.
Habían estado a punto de pisarla. Era la primera vez que ella alertaba sobre un peligro serio a una persona adulta y había prevenido nada menos que a su madre, que tan pendiente de los imprevistos de la carretera había ido en el coche. Su madre viajaba siempre en tensión, con la espalda inclinada hacia el salpicadero, y a cada poco, a través de un grito urgente, sobresaltaba al padre con indicaciones sobre peligros, en realidad, poco probables: un coche que, a lo lejos, disminuía levemente la velocidad, un camión que venía de frente, el aviso de una señal de tráfico. Su intención no era mala, pero solo servía para generar nerviosismo. De todas formas, esas situaciones no disgustaban a la niña porque le encantaba ver a su madre con gafas, y solo las usaba cuando se montaban en el coche.
—Nuria, no le digas a tu padre que hemos venido a la playa.
De vuelta en el hospital, ocuparon de nuevo las mismas sillas de plástico en las que habían estado sentadas antes de salir.
—Me ha gustado mucho.
—¿El qué?
—El paseo.
Después, se entretuvo con su bolso. Olía cada objeto que sacaba: una barra de labios, una cartera, a funda de las gafas. De vez en cuando se oía alguna tos y, hasta convertirse en sordina, el golpeteo incesante de los abanicos contra el pecho de las mujeres. Por lo visto, allí dentro hacía mucho calor; de hecho, esa fue la razón por la que habían salido a dar un paseo. Vamos fuera, que Nuria aquí se va a poner mala, les dijo su madre a sus tías.
En algún momento, una voz preguntó por la familia Villanueva. Salieron al corredor y se agruparon alrededor de una doctora de larga melena rubia. Levantaba un bote de plástico transparente cerrado con una tapa amarilla. Dentro, un palo de unos quince centímetros de largo y grueso como un rotulador. La mujer explicó que se lo habían sacado del ojo derecho al paciente — el tío de la niña—, que se pondría bien, pero que no podría recuperar la visión perdida. Todos miraron el palo e hicieron gestos de negación con la cabeza.
—No parece que vaya a sufrir más secuelas, ha tenido suerte — añadió la mujer—. ¿Queréis la rama de recuerdo?
Fue entonces cuando, por primera vez aquel día, la niña sintió el calor que tanto habían mencionado los adultos en aquel hospital. Notó el sudor en la nuca y en la palma de las manos y temió perder el equilibrio. No llegó a saber si alguien quiso quedarse aquel bote que a ella le pareció horroroso.
En efecto, su tío había tenido mucha suerte: la rama del alcornoque desde la que se cayó estaba a seis metros y noventa centímetros de altura. Lo saben con exactitud porque, en cuanto se recuperó, él mismo fue a medirlo. Nunca le cogió miedo a subir a los árboles y siguió siendo corchero durante algunos años más.
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Autora: Txani Rodríguez. Título: La seca. Editorial: Seix Barral. Venta: Todostuslibros.
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