[Foto: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, III: LA SOMBRA DEL SAUCE
El anciano sonrió cuando el joven jadeante se sentó a su lado, a la sombra del sauce, sacando la lengua como un perrito extenuado. No tenía más de veinte años y era delgado, fibroso, atlético. Su pelo, de un tono rubio oscuro, se le pegaba en la frente empapada de sudor. Abrió su pequeña mochila y extrajo una toalla para secarse y una de esas bebidas isotónicas de sabor nauseabundo, a la que dio un generoso trago. El anciano lo contempló con cierta nostalgia. Le recordaba a sí mismo, siglos atrás. Cuando el chico recuperó el aliento, le hizo un guiño.
−Estoy bajo de forma −confesó−. Tengo que dejar de fumar.
−Yo lo dejé hace años −dijo el anciano con orgullo−. Las cosas vuelven a tener sabor, olor. Merece la pena.
El chico le miró con curiosidad.
−Usted es alemán, ¿verdad? Perdone que le pregunte.
−Llevo en este país cuarenta años, pero aún se me nota el acento.
−Yo tengo familia alemana −explicó el joven−. Al parecer saqué de ellos el color de mis ojos.
−Buena herencia −aseguró el viejo, sonriendo.
Apenas empezaba mayo y el parque era un hormiguero de niños, parejas y deportistas corriendo al sol. El anciano seguía con su mirada gris los movimientos de una pequeña de unos cinco años, muy rubia, que pedaleaba incansable sobre un triciclo rojo.
−¿Es su nieta? −preguntó el joven.
−Helga. Es mi única nieta, sí. Mi mayor tesoro.
−Es preciosa. Parece un ángel… −el joven contempló entonces a una anciana que les miraba fijamente desde el otro lado del paseo. Iba en silla de ruedas, con las piernas cubiertas por una gruesa manta de cuadros−. Esa mujer no deja de mirarle. ¿La conoce?
El anciano la observó unos segundos.
−Me resulta familiar. Seguro que la he visto antes aquí, en el parque. Ah, sí, ya recuerdo. Hace cosa de un mes me fijé en ella porque se puso enferma. Estaba ahí mismo y empezó a ahogarse. Casi se desmaya. Iba con una chica joven que se la llevó a toda prisa. Creo que no la había visto nunca antes de ese día.
−Ya lo creo que la había visto antes −replicó el joven. El anciano le miró sorprendido−. Pero de eso hace mucho tiempo. Mucho.
−No entiendo…
−Entonces ella tenía diecinueve años. Imagino que no la recuerda, porque había cientos como ella. Supongo que todas le parecían iguales. Chicas flacas y asustadas, con ropa vieja, sucias. Insignificantes entre miles de caras igualmente aterrorizadas. Supongo que daba igual si eran mujeres, hombres, niños o viejos. No eran nada. No eran nadie. ¿Verdad?
El anciano empezó a temblar levemente, como si una brisa fría le hubiera calado los huesos.
−No puede verlo porque va muy abrigada, pero lleva ese número en el brazo. Y las cicatrices, por todo el cuerpo. Usted no se acuerda de ella, porque sólo era una más y porque fue hace mucho tiempo. Porque, seguramente, se ha esforzado en olvidarlo para seguir con su vida. Dígame, ¿lo ha conseguido?
El anciano cerró los ojos, la cara contraída en un gesto de dolor.
−Ya veo que no −continuó el joven, implacable, con el mismo tono de voz, sosegado e inexpresivo−. Ella tampoco, se lo aseguro. No ha dejado de recordar, ni un solo segundo de su vida. Las pesadillas regresan cada noche. Murió a los diecinueve años, aunque siga respirando. Exactamente como usted y los suyos se propusieron. Sobrevivió, es cierto. Pero está muerta desde entonces. Es un fantasma.
Se hizo un extraño silencio. Todo parecía ir a cámara lenta, y los sonidos se amortiguaron, como si el parque, la ciudad, el mundo, se hubiera sumergido en el agua. El ruido del tráfico, los pájaros, las risas de los niños, el viento entre los árboles, el chapoteo del estanque, todo eso se empequeñeció, desdibujándose de un modo curioso, cubierto por una neblina de sueño. Sólo se oían la profunda respiración del joven al exhalar el humo de su cigarro y los sollozos entrecortados del anciano, que, como si se tratara de una vieja película, veía pasar su vida entera a fogonazos. No había nada más, sólo los ojos azules de aquella mujer, de aquella chica de rizos negros, la hermosa boca tensa por el pánico, la piel cenicienta cubierta de sudor y, por alguna razón, el llanto de un bebé.
−¿Recuerda lo que le hizo a su hija? −la voz del joven resonó dentro de su cabeza−. Quizá no. Seguro que hizo lo mismo con muchos niños. Ella lo recuerda muy bien. Recuerda el peso de sus botas, recuerda aquellas risotadas. Recuerda cómo lloraba su niña y cómo cesó el llanto de repente. Ese silencio las mató a las dos.
La mujer no parpadeaba. Ni siquiera parecía respirar. Sólo clavaba en él aquella mirada interrogante. Probablemente su mente se había extraviado hacía años, pero en algún lugar, en alguna parte, el horror no hallaba consuelo ni piedad y los recuerdos permanecían vivos como fuego. El anciano quiso huir, quiso al menos apartar la vista de aquella condena muda, de aquella tristeza infinita, de tanto espanto, de aquella incredulidad aún cargada de inocencia, de aquel por qué. Pero no pudo. Nada en su cuerpo ni en su cerebro le respondía.
−¿Puede imaginar lo que se siente? −siguió el joven, con tono de franca curiosidad−. ¿Qué sentiría usted si yo me levantara ahora, caminara tranquilamente hacia su nieta y acabara con su risa de un solo golpe?
Ni siquiera ante tal horror fue capaz de reaccionar. El chico se puso en pie y se alejó de él. Caminó por el parque, muy despacio, sorteando a los chiquillos juguetones, acercándose cada vez más a la niña de cara angelical. Cuando llegó junto a ella, se detuvo sonriendo y le acarició el pelo, musitándole algo al oído. Algo que hizo que la niña riera. Los ojos del viejo iban de ellos a la mujer, negándose a creer que fuera posible, suplicando una compasión que sabía no merecer y que no se atrevió a pedir con palabras. No había odio en la mirada de la anciana. Había lástima. Una lástima honda y sincera que quebró el corazón del viejo.
El chico acarició el cuello de la niña. Tenía la piel suave, cálida, blanca como la nieve. Sintió bajo sus dedos los latidos tibios. Dentro de su bolsillo, la mano derecha se cerró en torno a la navaja. La niña le sonrió, confiada. Sólo le llevaría un par de segundos. Resultaría muy fácil. Por alguna razón, levantó la vista y encontró la mirada de su abuela. Los resecos labios, sellados desde hacía tanto tiempo, musitaron un «no». La mano derecha se aflojó al instante. El joven miró de nuevo a la niña. Era hermosa.
−Ve con tu abuelo, Helga −le dijo−. Creo que algo le ha asustado.
−¿El qué? −preguntó la niña, sobresaltada, mirando al viejo. Continuaba sentado en el banco de piedra, como siempre, pero inmóvil y desencajado, perdido.
−Me parece que ha visto un fantasma.
El joven caminó hacia la mujer, sintiéndose liberado de un peso insoportable. No podía dejar de mirarla, ahogado de ternura. La paz había vuelto a sus ojos. Una niña rubia corrió hacia los sauces, llamando a su abuelo y levantando un torbellino de palomas.
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