La anodina vida de Sofía y Daniel cambia radicalmente cuando él recibe una carta anónima en la que se le dice que Sagrario, a la que venera, no es su verdadera madre, y que si quiere conocer la verdad de su origen debe ir a París esa misma noche. Intrigado, pregunta a su padre por esta cuestión y él le recomienda que lo deje pasar, que no remueva el pasado. Sin embargo, hay preguntas que necesitan una respuesta, y esta búsqueda desencadenará una sucesión de terribles acontecimientos y encuentros inesperados de infortunado desenlace que trastocará su vida y la de su mujer, Sofía, para siempre. Madrid, París y su mayo del 68, el muro de Berlín, la Stasi y la KGB, los servicios de contraespionaje en la España tardofranquista y tres personajes en busca de su identidad son las claves de esta fantástica novela con el inconfundible sello de Paloma Sánchez-Garnica.
Zenda publica el primer capítulo de La sospecha de Sofía (Planeta).
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Desde hacía meses espiaba cada movimiento, cada palabra y cada silencio de la pareja que ahora estaba al otro lado de la calle, entregada a la confiada intimidad, y de la que le separaban los escasos metros del ancho de la vía. Apuntaba metódicamente cada detalle, por nimio que pareciera, con el fin de conocer su cotidianidad, sus costumbres, la manera de caminar de él, de vestirse, de abrazarla, de besarla, de dirigirse a ella; cómo entraba en casa y qué hacía o decía cuando salía, los horarios y actos al levantarse y al acostarse, lo habitual en los días de diario y lo extraordinario, o no tanto, de los fines de semana y vacaciones. Escuchaba sus conversaciones para profundizar en su forma de ser. Mientras dormían, estudiaba y memorizaba todo lo nuevo del día, emulaba gestos y ademanes delante del espejo, modulaba la entonación de voz, imitaba los dejes y palabras habitualmente utilizados por él. Además, cotejaba fotos e información personal de todos los que los rodeaban a él y a ella, la criada, sus padres, los amigos, personas de su entorno laboral, retenía caras y nombres, fechas y hechos determinantes de sus vidas, acontecimientos que debía almacenar en su memoria para salvaguardar su propia seguridad. Había resultado una tarea fácil. Estaba habituado a este tipo de trabajos de acecho para recopilar información útil, pero los espiados solían ser mucho más escurridizos, más crípticos, más inaccesibles, lo que convertía el cometido en una tarea compleja e intrincada, a veces con un resultado carente de la eficacia y solvencia necesarias, imprescindibles ambas (información eficaz y solvente) para según qué asuntos. Durante semanas los había seguido, primero a él: el bufete, las relaciones con su padre y con el resto de los letrados del despacho, con quién se llevaba bien y con quién se trataba apenas. También la había seguido a ella, con menos cautela incluso, con la clara intención de conocerla lo mejor posible. Este seguimiento fue muy sencillo porque su vida resultó muy simple, circunscrita al ámbito doméstico, la casa, las niñas, sus padres, sus suegros y esa amiga azafata con la que se veía de vez en cuando. Observaba cómo reía, cómo hablaba, el tono de su voz, su manera de fumar y de sujetar el cigarrillo, algo que no hacía nunca delante de él, era evidente que a él no le gustaba que lo hiciera. Había comprobado que la vida sexual de la pareja era pobre, demasiado ocasional para un matrimonio tan joven. Polvos rápidos, apenas disfrutados, desahogos esporádicos. Tampoco había detectado en la vida de él a otras mujeres, la amaba, se esforzaba por complacerla, pero había presiones sociales, profesionales y laborales que se lo ponían difícil. Ella sencillamente lo asumía y se conformaba.
Había llegado a Madrid unos meses antes con una misión que cumplir. Aquel piso, situado frente al edificio de la casa que debía observar, se lo habían facilitado agentes a los que no vio ni conoció. Le habían dejado la llave y la dirección en el piso franco de París. Cuando llegó se encontró montada una sofisticada estación de escucha para oír todo lo que sucedía en la casa del otro lado de la calle, a apenas unos metros; se notaba la mano experta del KGB. La situación era perfecta. Desde la ventana podía ver con sus prismáticos los dos balcones del salón, el ventanal de la habitación de matrimonio y la ventana de un pequeño comedor anejo a la cocina. Oía todo lo que hacían y decían. Con el fin de controlar en persona el terreno, había accedido a la casa. Para ello, había esperado a que quedase vacía de sus habitantes. Eligió uno de los fines de semana en los que la familia salía fuera de Madrid. Así tuvo tiempo suficiente para inspeccionar cada rincón, familiarizarse con muebles y ropa. Se pasó toda una tarde en su interior, tranquilo, con mucho tiento para no dejar evidencia alguna de su paso. Lo examinó todo, el ropero del dormitorio principal, los cajones de la mesilla (comprobó que ella ocupaba el lado derecho de la cama) y el escritorio del despacho de él. Fue incapaz de acceder al cuarto donde había una cuna en la que dormía la niña pequeña, se detuvo en el umbral, paralizado y removido por la amargura de los recuerdos que le aguijoneaban como espinas clavadas en la conciencia. Había llegado a estar muy cerca de la criada y las niñas mientras esta las cuidaba en el parque. Era evidente que el disfraz funcionaba, porque había pasado totalmente desapercibido a los ojos infantiles de la mayor, que había heredado la belleza de su madre. La pequeña era igual que su padre, ojos muy claros, muy rubia y muy blanca. No podía remediar sentir una punzada en el corazón cada vez que la veía u oía su voz, su llanto, sus risas, todo en ella le devolvía un pasado doloroso que se obligaba a controlar con frialdad para evitar ser vulnerable.
Echó un vistazo al reloj de pulsera. Acarició la esfera blanca con la añoranza de tantas promesas de amor eterno. Sus labios se abrieron levemente en una mueca de ironía, qué poco había durado aquella eternidad, qué efímera, qué malditamente fugaz había sido aquella sutil infinitud de amor apenas recién estrenado. Cerró los ojos para reprimir el recuerdo, apretó los labios, susurró una maldición en alemán y dejó escapar un profundo suspiro. Abrió los ojos de nuevo, más tranquilo, controlada su emoción. Estaban a punto de despertar. Se miró al espejo y comparó su reflejo con la imagen de Daniel Sandoval en una fotografía sujeta al marco. Sobre la mesa estaban la peluca oscura, el bigote y las patillas postizos, aunque no barba, porque hubiera llamado en exceso la atención en un país en el que aquel rasgo se miraba con recelo, además de unas gafas con cristales oscurecidos imprescindibles para ocultar sus ojos grises, acuosos, como los de su padre, demasiado germánicos y muy poco habituales por allí. Pasar desapercibido era fundamental y hasta ese momento lo había conseguido. Tenía experiencia, pero había que estar alerta. Aquel día era crucial para el plan hilado meses atrás. La noche anterior había quedado depositado encima de la mesa del despacho de Daniel Sandoval el sobre que contenía la nota y los billetes de tren. Ahora solo quedaba esperar su reacción.
Bebió un trago del té que se había preparado y quedó al acecho, esperando a que despertaran los que al otro lado de la calle dormían plácidamente. El altavoz que tenía a su derecha, silencioso durante toda la noche, escupió el rugido del despertador que sonaba en el edificio de enfrente. Se llevó los prismáticos a los ojos mecánicamente. Empezaba el espectáculo.
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Autora: Paloma Sánchez-Garnica. Título: La sospecha de Sofía. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro.
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