Ilustración: Paula Viéitez.
Las cosas se desprenden lentamente, pero siempre se desprenden. A lo largo de estos meses en los que —dentro de las casas afortunadas— nada ha sucedido excepto el tiempo, me he topado con la importancia de asistir a las cosas. Ahora parece que los cuerpos van recobrando sus formas habituales, con la esperanza de que estemos dejando atrás lo letárgico. En los últimos coletazos de este encierro que ya no es efectivo, sino más bien un automatismo aprehendido a lo largo de los últimos meses, he leído Suave es la noche, la última novela publicada en vida por el escritor norteamericano F. Scott Fitzgerald. La he leído rápido y quizá cruelmente, dada la sensación de que está escrita con la vocación de no alcanzar jamás sus últimas páginas. Pero sus últimas páginas llegan.
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Hace algunos años, apenas sobrepasada la adolescencia, la lectura de El Gran Gatsby me impresionó. Es cierto que aquel es un libro profuso, tan engalanado en su sintaxis y aparatoso en su pensamiento estructural que uno podría acometer, quizá, una sólida crítica formal hacia él; sin embargo, en mi memoria prevalece el espíritu de una novela pensada desde las alturas, desde el corazón desesperado de una Norteamérica hastiada de su propia opulencia, de una burguesía expuesta ante la temible fragilidad de los palacios vacíos. Aquella era una novela escrita de forma nerviosa, en consonancia con el poderoso nervio de la época que la acogió: ni la distancia narrativa encarnada por la figura de Nick Carraway servía para dar la suficiente perspectiva a su conflicto. Estoy convencido de que, de volver hoy a las páginas de El Gran Gatsby, volvería a verme arrastrado por sus enormes grietas formales, que son precisamente las que la convierten en una novela sobre la vida, sobre el asunto de vivir.
Suave es la noche es una cosa muy distinta: uno entiende que tras sus páginas se esconde el mismo autor —las peripecias sintácticas permanecen, el estilo tiende inevitablemente hacia esa grandilocuencia tan amanerada, frágil y característica—, pero una capa brumosa de abatimiento oprime todo lo que antes eran luces, todo el aparato que antes servía para amagar la soledad, para amagar la lluvia. Se entiende que Suave es la noche es una novela que parte del verano y se descompone hasta olvidar las formas de la luz —¡tal es su pesimismo!—, pero incluso en su primer libro, que no narra más que una serie de lúdicos encuentros entre miembros de la alta sociedad parisina —encuentros fácilmente asimilables a las fiestas del propio Gatsby—, puede ya intuirse la fuerza de una sombra que persigue a los protagonistas, Dick y Nicole Diver, correlatos ficticios de los mismos Scott y Zelda Fitzgerald.
Jennifer Jones y Jason Robards (Nicole y Dick Diver) en la adaptación al cine de ‘Suave es la noche’ llevada a cabo por Henry King en 1962.
Si El Gran Gatsby encontraba en el presente una suerte de patio recreativo para esquivar las fuerzas del pasado —o, como mucho, para hacerlas colisionar con él—, en Suave es la noche habita un miedo mucho mayor, un miedo al futuro que Gatsby no se planteaba, hinchado como estaba por la plenitud de un presente que parecía contener todos los futuros posibles. Dick y Nicole Diver arrancan la novela descritos por la mirada de Rosemary Hoyt, una joven que a la postre se convertirá en amante de Dick y que los contempla con la devoción que suscitan las estatuas. Dick y Nicole son aparentemente perfectos, bellísimas criaturas diseñadas para controlar los tiempos del mundo. Una vez Fitzgerald retira a Rosemary los mandos de la narración, la admiración juvenil se desvanece y la violencia del tiempo comienza a abrirse paso.
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Suave es la noche se publicó a mediados de los años 30, poco antes del fallecimiento de su autor, y en ella todo está ordenado de manera más apacible, como si el propio Fitzgerald canalizase su tránsito hacia la extinción con una extraña mezcla entre calma y resignación. El Gran Gatsby era una novela escrita con lupa; una novela en la que la fuerza del conflicto central se desmadraba tanto que todo propósito contextual —aunque éste existía— quedaba aplastado por aquel inextricable asunto, por la incapacidad de revivir un instante pasado de felicidad plena, ni siquiera con todo el dinero del mundo. Todo el sentido trágico de este apunte argumental regía el destino de sus protagonistas; mientras, en Suave es la noche, Fitzgerald escribe con menor agitación, proporciona sentido a sus estructuras —hace que el tiempo no sea un coche atravesando la autopista a toda velocidad, sino una entidad maleable, algo a estudiar en diversas direcciones— y complejiza su conjunto, haciendo que el conflicto de sus protagonistas no se circunscriba a lo íntimo, sino que sea capaz de abarcar todo aquello que los rodea. El tránsito entre décadas, entre la luz y el ocaso, es aquí suave; como escribe Keats en el poema que nombra al libro, la intención de Fitzgerald acaba por no ser otra que la de salvar aquello que considera lo suficientemente importante para ser nombrado, en medio de tantas y tantas turbulencias biográficas.
Yo, en el fondo, deseo que las cosas se acaben —aunque siempre estoy gritando lo contrario—: la clausura proporciona sentido, las últimas páginas ayudan a comprender. Imagino que el abigarrado Fitzgerald que escribió El Gran Gatsby se habría horrorizado al imaginarse a sí mismo escribiendo un final tan humilde como el de Suave es la noche, apenas una despedida con pañuelos blancos. Él, ubicado entonces en el centro de la vida, solo podía comprender el final como una tragedia ostentosa, como un esbelto cuerpo sin vida flotando en la enorme piscina de una enorme mansión. Pero las cosas suelen acabar en silencio. Lo más normal es que la noche llegue suavemente.
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Autor: F. Scott Fitzgerald. Traductor: José Luis Piquero. Título: Suave es la noche. Editorial: Hermida Editores. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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