Como todas las grandes ideas, la de escribir un libro puede surgir en el transcurso de una larga conversación con amigos. O partir de una imagen. No es casual, pues, que La suerte de la cultura empezara a fraguarse justo en el momento en el que todos los que compartíamos una interminable sobremesa mirábamos desconcertados cómo una lengua de fuego y humo devoraba Notre Dame. El incendio fue una fatalidad artística, pero cabía leer también aquellas volutas grises que se enroscaban en la aguja de la catedral como una metáfora conmovedora de la situación de la cultura contemporánea. ¿No está hostigada, cercada, e incluso azotada esta última por llamas y fuegos igual de vivos e intensos?
En cualquier caso, para quien escribe este tipo de libros, el riesgo nunca es el exceso de entusiasmo, sino más bien la desesperanza y el pesimismo. Leemos poco y mal, ciertamente, y no se puede negar que nos azota una ola de frivolidad alarmante. Pero mi objetivo era separarme de la prosa malhumorada que firman los agoreros de las humanidades, e insistir en las formas que disponemos para sofocar el incendio.
Así, en primer lugar, me di cuenta de que llevábamos demasiado tiempo haciendo hincapié en el sentido liberador de la cultura, pero que habíamos arrumbado su dimensión humanizadora, olvidándonos de que lo cultural tiene que ver con la siembra de nuestra humanidad y exige que hagamos el esfuerzo de cultivarnos. Dicho de otro modo: que, sin ella, no podemos reconocernos como seres humanos ni cobijarnos en el universo de sentido que compartimos con el prójimo. En segundo término, tomé conciencia de que era verdad lo que suponía Max Scheler y de nuestra condición de espíritus encarnados, con lo que concluí que, además de agua y alimento, necesitamos música y epopeyas para sobrevivir, así como eso tan grandioso e ineludible que llamamos sabiduría.
Tras la idea inicial y el primer bosquejo, vino el proceso de escritura. Si opté por la concisión fue por respeto hacia el lector, indudablemente, pero también por un motivo más prosaico, puesto que me empeñé en no acabar mis días con el manuscrito inconcluso, de modo que recordaba una y otra vez al pedante Casaubon, el famoso personaje de George Eliot, una especie némesis para todo escritor.
Además, decidí apostar por la sencillez porque el ensayo pone por escrito ideas que llevan años fermentando gracias a mis lecturas, tan obsesivas como desorganizadas, a miles de diálogos con amigos eruditos y a las peleas que he mantenido en el aula para despertar en mis alumnos —en todos— el anhelo por la cultura. No sé si lo habré conseguido, pero quería reflejar mi experiencia, consciente de que las confidencias son igual de importantes que las teorías sobre el supuesto valor de las humanidades.
Se puede decir que La suerte de la cultura es, por tanto, más una reflexión impresionista que un diagnóstico definitivo y concluyente sobre nuestro presente cultural. Apunto, de manera breve, las razones de la crisis, como, por ejemplo, la dualidad espuria entre letras y ciencias, el excesivo papel que desempeñan en nuestra existencia las tecnologías o el relativismo estético, que enmaraña lo bueno con lo malo, maridando lo sublime y lo vulgar. Por resumir: explico que andamos desorientados porque vamos a la zaga de lo que es útil y perdemos de vista lo verdaderamente valioso y paradójicamente inútil, como son esos bienes en sí —la verdad, el bien y la belleza— que nos ayudan a realizarnos. Hasta que no nos percatemos de que, además de objetos que sirven, hay cosas que importan, será difícil que salgamos de este atolladero calcinado por las brasas.
Este libro, sin embargo, no habría visto la luz sin la ayuda de mi amigo Álvaro y la calurosa acogida que brindó al proyecto Philippine González-Camino, cuya pasión por la cultura es tan extraordinaria e infinita como su amabilidad. Ella y Patricia, de la editorial La Huerta Grande, pertenecen a esa especie extraña pero exquisita que sabe que la predilección se mide en los detalles y sería un desalmado si no aprovechara la ocasión para reconocer su confianza y ayuda.
La obra es una apología. Más precisamente, una confesión íntima, casi un canto, escrito en un arrebato, aunque corregido con tierna solicitud a lo largo del pasado año. Hay citas, autores, filosofía e ideas a las que se alude solo con la finalidad de orientar al lector hacia bosques más recónditos y hermosos. A fin de cuentas, mi intención era transmitir amor por la cultura, aquello que, precisamente, ensancha nuestro espíritu, lo que nos moldea y humaniza, mostrando, en definitiva, que la suerte de la cultura es, lo queramos o no, nuestra propia suerte.
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Autor: José María Carabante. Título: La suerte de la cultura. Editorial: La Huerta Grande. Venta: Todostuslibros y Amazon
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