Resulta muy sorprendente la primera impresión de Un amor. La joven Sara Mesa tiene un mundo muy propio, va literariamente a su aire y no ha respondido nunca a los señuelos de la moda. Sin embargo, su nueva novela maneja los mimbres de un modelo narrativo de actualidad, el relato de la España vacía. La trama anecdótica se centra en una chica, Nat, traductora, que se retira o refugia en una pequeña aldea, La Escapa. El lugar se presenta con rasgos de verismo testimonial, aunque su inconcreta localización geográfica le añada alcance simbólico.
Otros datos refuerzan la sensación de testimonio de una localidad rural empobrecida, primitiva y semi abandonada. La pedanía tiene unas pocas callejuelas. La casa que Nat alquila está medio en ruinas y no cuenta con los más mínimos recursos de confort ni señales de progreso técnico o modernidad. Un barucho es su único lugar de esparcimiento. También hay dificultades para el aprovisionamiento alimentario y doméstico.
Con estas trazas físicas características de un sitio dejado de la mano de Dios se corresponde un paisanaje representativo de primitivos modos de vida y mentalidades rurales. Destaca de entrada el casero de la chica, prototipo del cazurro de pueblo brutal, desagradable, prepotente y aprovechado. Escasos habitantes habitan el lugar: una joven lacónica en una tienda; una pareja de viejos, personificación de la soledad, ella antigua maestra ahora demenciada y él en irremediable proceso de ceguera; un vidriero, Píter, apodado el hippie y un tipo curioso, un chapuzas, Andreas, conocido como el alemán. Ni las peculiaridades que marcan a estos dos últimos valen para aportar datos diferenciadores al escenario, porque, en todo caso, los anularía otro rasgo común hoy de las asentamientos rurales, una familia urbana que tiene allí una segunda residencia para festividades y fines de semana. Y aún más: se produce algún acto de primitivismo violento y el pueblo manifiesta una invencible desconfianza hacia la forastera.
Todo, pues, bastante típico. Al igual que el día a día de Nat resulta corriente. Trata de avanzar en una traducción que se le resiste. Intenta solventar las graves deficiencias de la casa. Se afana por resucitar el huerto marchito. Da algún paseo. Va al bar de El Gordo. Se acerca alguna vez a la cabecera urbana, Petacas, en busca de provisiones. Atiende al perro esquivo que le regaló el casero. Y establece una relación cordial con Píter. En suma, Sara Mesa recrea un mundo de cotidianeidad, solo que será un gran trampantojo.
De forma subterránea, el verismo va abriendo las puertas a las fronteras extrañas de la realidad. Y se adorna con datos que lo relativizan. Uno es la razón por la cual Nat abandona la ciudad y se retira al campo. No se ha debido al hastío de la metrópolis y a la búsqueda de una vida más pura, en contacto con la naturaleza, tal como sucede en los hoy frecuentes relatos rurales. La huida la ha causado un modesto conflicto —un pequeño hurto en su empresa, que, además, le fue perdonado— que ella exagera y le induce a una rectificación vital con la que demuestra un algo de desequilibrio en su mente. Otro, la presencia en la línea del horizonte del cercano monte Glauco, ideación metafórica de una fuerza enigmática que vigila y rige la existencia con cierto poder de condicionar el porvenir.
En esta trama entre el verismo y algo ignoto y extraño pronto ocupa un papel crucial Andreas. Nat y el alemán protagonizan una historia de amor. Establecen una relación peculiarísima, al borde, en su arranque, de la inverosimilitud, si no fuera porque nada puede sorprendernos de las rarezas, por no decir enfermedades, del alma. Para explicar el conflicto psicológico de Un amor y su trascendencia moral sería necesario detallar cómo surge esa relación, pero no debo hacerlo porque arruinaría la lectura de la novela. Ante este obstáculo me contentaré con decir que Nat y Andreas asumen una historia de amor ardorosa y feliz, sobre todo por sus recompensas eróticas, la cual deriva de modo inexorable, con fatalidad de tragedia clásica, hacia una dependencia absoluta, perruna, animalesca, de la chica.
Que la relación se justifique y posea un nivel suficiente de credibilidad depende literariamente de la creación de dos personajes singularísimos, de psicologías bien establecidas y diríamos que corrientes, de ser este calificativo pertinente para ambos, y a la vez, misteriosos. En esto Sara Mesa ya ha acreditado en ocasiones anteriores su magistral capacidad. Ahora la utiliza para abismarse en una relación torturada, cuyas pautas externas, no del todo comprensibles o explicables, solapan auténticos abismos cerebrales. El núcleo del conflicto le daría mucho juego especulativo a un psiquiatra, pero quienes lo vemos desde fuera, desde la materialidad verbal de una ficción, nos quedamos con una lección más simple: estamos ante un caso extremo de sumisión.
Cómo una persona rebelde —signo caracterológico principal de la joven Nat— se somete en semejante medida a otra, cómo renuncia a todo análisis racional por una entrega ciega y cómo aparece con arrasadora pujanza lo instintivo son los dilemas psicológicos que aborda Un amor. O, resumido con palabras del narrador, la “personalidad (de Nat) ha sido desahuciada para que él (Andreas) la ocupe por completo”. La conducta de la mujer añade, por otra parte, a esta inquietante historia un cuestionamiento transgresor de la moral convencional. Acerca de todo ello, no hace Sara Mesa un relato especulativo, y esto es lo principal, sino un ejercicio literario que examina ese conflicto desde la pura y desnuda narración. Y si dejamos a un lado el conflicto central, nos veremos arrastrados a un raro relato de atmósfera, verista y elusivo, donde palpitan con fuerza los insondables enigmas de la vida.
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Autora: Sara Mesa. Título: Un amor. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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