Por muy tópica y recurrente que resulte la siguiente afirmación, no deja de ser cierta: España ha destacado como cuna y cantera de artistas, quienes han dejado surcada, sembrada y germinada nuestra tierra de un legado creativo incomparable. Un patrimonio histórico material e inmaterial tan imposible de abarcar como de conservar y mantener. Y más teniendo en cuenta la poca estima que la población en general ha tenido y tiene por él, empezando por las autoridades encargadas de respetarlo y protegerlo y terminando por el más anónimo de los moradores del país, al que parecen importarle más otras cosas o a quien no han enseñado —o no ha querido aprender— a valorar la herencia sensible recibida.
Todos ellos conformaron la —llamada por Terenci Moix— Escuela Bruguera, siendo responsables de la meritoria y hermosa tarea de hacer felices a tantos niños de la posguerra o de la dictadura —e incluso de la Transición democrática y décadas posteriores— cuando fuera de sus coloridas páginas la realidad era de un tono más bien gris. No obstante, la “familia Bruguera” no fue tal “familia feliz”, sino que ésta se encontraba fracturada —o, como se diría ahora, “desestructurada”—. Empezando por algunos de sus responsables, como Rafael González —guionista, coordinador o director artístico de Bruguera—, que se dejó la piel por cuidar aquella “familia” —sacrificando la suya propia— y acabó convirtiéndose en la diana de tantas frustraciones —justificadas, por otra parte— de estos dibujantes. Como decimos, las quejas de los creadores de las historietas eran más que razonables, pues a lo mal pagado que estaba su servicio se unía que sus personajes acababan siendo propiedad de la propia editorial. Cansados del injusto trato recibido, un grupo importante de ellos acabaría abandonando Pulgarcito y Bruguera para lanzarse a la romántica idea de crear su propia revista, donde fuesen dueños y responsables de su trabajo: Tío Vivo. En la Cooperativa fundada —D.E.R. (Dibujantes Españoles Reunidos)— se encontraban Escobar, Peñarroya, Conti, Cifré y Giner. Su vocación les hacía supervivientes, imponiéndose así a la precariedad extrema a la que se veían abocados. Ello dice mucho de su valentía e ilusión, contra la que nunca podrían vencer el contexto laboral o político de la España de su tiempo.
Con todos estos materiales, el genial historietista valenciano Paco Roca ha concebido uno de sus mejores álbumes, titulado El invierno del dibujante (Astiberri). El título de la obra no deja de ser una metáfora, donde dicho periodo estacional simboliza ese clima o ambiente hostil en el que tuvieron que sobrevivir todos estos creadores de arte tan humildes como mayúsculos. La obra también cuenta con un guiño a los periodos del año, saltando atrás y adelante entre unos y otros capítulos y tiñendo el papel de cada uno de estos bloques con una tonalidad evocadora de la respectiva época —azul para el invierno, violeta para la primavera, amarillo para el verano y ocre para el otoño—.
Por encima de los componentes estéticos, El invierno del dibujante refleja la intrahistoria jamás contada de Brugueralandia. Roca completa lo que el público lector pudo intuir en las viñetas, reportajes y entrevistas publicadas sobre la revista y su editorial, los autores y su ambiente de trabajo —y que se contaba con un aire más o menos irónico o acorde con su mundo de fantasía a todo color—. En su crónica, el autor alude a la explotación a la que la editorial sometía a los creadores, aunque también empatiza con los responsables de la empresa, relatando cómo ellos también pusieron por delante el trabajo a su vida personal.
La parte política aflora igualmente, empezando por el relato que Roca hace de la visión “idealista” de algunos de estos personajes históricos, su pertenencia al bando de los “perdedores” de la guerra: desde los directores y hermanos Pantaleón y Francisco Bruguera, pasando por Rafael González, el guionista Víctor Mora —autor de los guiones de El capitán Trueno— o Josep Escobar —estos dos últimos pasaron por la cárcel debido a su significación ideológica—; también este factor se muestra en la censura a la que las viñetas eran sometidas antes de publicarse —el lápiz rojo de González buscaba prevenir los posibles elementos censurables de los dibujos antes de que los detectara el régimen, evitando que éste retrasase su publicación—.
El invierno del dibujante incide en las peculiaridades de los propios historietistas: el lado intelectual de Escobar, que llegó a escribir obras de teatro, realizar cine animado o patentar el proyector de dibujos Skob; la picaresca de Vázquez en su forma de eludir los pagos —engañando al casero o en los bares, apoquinando con la billetera de los propios amigos (no en vano aparece reflejado en el personaje moroso del ático en 13 Rue del Percebe)— o desde la vagancia que le llevaba a demorarse en la entrega del propio trabajo; los primeros pasos de Francisco Ibáñez en Bruguera como integrante de la nueva generación de dibujantes —junto a otros como Joan Rafart (Raf)—, así como su creación de los personajes de Mortadelo y Filemón que le llevarían a la fama —convirtiéndose en el más representativo de los Bruguera, conocido incluso por la generación presente gracias a su trabajo incombustible y productivo—. También se narran curiosas relaciones, como la de la animosa Armonía Rodríguez —coordinadora editorial, traductora y guionista en la editorial— y Víctor Mora.
Roca, que saltó a la fama definitiva con su cómic Arrugas —el cual abordaba el difícil tema del alzheimer, y que fue adaptado al cine—, realiza aquí un homenaje a los tebeos que le hicieron “empezar a amar los cómics”. En el epílogo del libro, el autor recuerda haberse formado como lector y posterior creador con la lectura de las historietas de los personajes Bruguera, afirmando: “En cierta forma este es el álbum que siempre quise hacer […]. Desde pequeño me preguntaba qué había detrás de ellos, cómo eran sus creadores, como trabajaban y cómo era aquella editorial” […]. Esos dibujos los miraba muy atento observando todos los detalles para hacerme una idea de cómo funcionaba esa Editorial Bruguera, que en mi imaginación era algo tan maravilloso como la fábrica de chocolate de Willy Wonka”.
El invierno del dibujante ha cumplido su primera década desde la publicación primera, siendo galardonado cuatro veces en 2011: Premio al mejor guion y a la mejor obra de autor español en el Salón Internacional del Cómic de Barcelona, Premio al mejor autor extranjero en el Treviso Comic Book Festival (Italia), y Premio al mejor guion nacional en Expocómic (Madrid). A la lista de materiales que la edición aporta más allá del propio cómic original —como los textos explicativos y justificativos de Antonio Guiral y del propio autor, o el glosario de personajes reales que protagonizan la obra—, se añade un bloque de elementos extra para celebrar este 10º aniversario: la ilustración completa de la cubierta de la obra, realizada para la posterior publicación italiana de la obra —que partía de la portada original de la edición española—, la pequeña historia que Roca realizó para El País Semanal en el 2010 —y que supone una extensión de una parte del propio cómic, protagonizada por los personajes de Escobar y Peñarroya—, algunas ilustraciones de Roca compuestas del ambiente y personajes de este cómic para ciertos eventos o publicaciones de 2011 —el cartel del festival de cómic de La Massana Còmic y las portadas de la revista Laraña o de Cartelera Turia— o el agradecimiento de uno de los supervivientes protagonistas de esta historia real: el redactor, guionista y abogado de Bruguera Francisco González Ledesma —más tarde conocido por el pseudónimo de Silver Kane, con el que firmó novelas policiacas y del Oeste—.
Guiral afirma que en la España reflejada en El invierno del dibujante “ser historietista era un oficio”: “No eran artistas, eran obreros de la viñeta. Cobraban a tanto por página, —o por viñeta—, trabajaban a destajo, siguiendo unos patrones establecidos e inamovibles. Renunciaban a sus originales y a sus derechos de autor a cambio del parné. Sobrevivían. Algunos hasta vivían. […] Debían, todos, sacrificar familia y ocio encadenados a sus mesas de dibujo”. Unos héroes de carne y hueso y en cierto modo anónimos que ahora cobran luz y color gracias a este prodigioso cómic y a su autor, que no deja de depararnos nuevas entregas de su incansable talento. Por algo es actualmente uno de los más prestigiosos historietistas españoles.
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