El paseo de Coches del parque del Retiro parece remozado. A diferencia de otras ediciones, esta Feria del Libro de Madrid luce más grande, más ordenada, incluso más concurrida. No sé exactamente las razones, acaso porque hay una mejor programación, porque algunas casetas son nuevas o simplemente porque Eva Orué y su equipo lo hacen muy bien. Sea como sea, y aunque una nube oscura cubra el cielo anunciando tormenta, dan ganas de pasear de un lado a otro. Es viernes por la tarde y se nota. La gente va y viene, pregunta por este o aquel ensayo. Esta tarde me toca en la Librería Reno, la caseta 343, ubicada en un lugar perfecto: todo el que quiera ir al pabellón de actos debe pasar por ahí.
Una jornada de firmas suele durar dos horas pero, a menos que seas un autor muy popular, no se firma todo el rato. A veces surgen baches sin que nadie se acerque a por tu libro. He de decir que ese es uno de los mejores momentos de la feria, cuando puedes hacerte pasar por librero. Yo, por supuesto, no puedo contenerme. A la media hora de comenzar a firmar aparece una de esas pausas. En ese tiempo una mujer se acercó. Quiere varios libros, pero no sabe cuáles. Algo ligero, no muy complicado. Es para su marido. No le gusta leer, dice. Tras conocer cosas básicas como el oficio y la edad del aludido, me arranco a dar ideas.
“Si se dedica a la música, seguro le gustará…” empecé yo toda envalentonada. Recomendé desde El estornino de Mozart, que acaba de publicar Capitán Swing, hasta las Cartas de amor de músicos, editadas por Turner hace ya un tiempo. No noté demasiado entusiasmo en la mirada de la clienta. “Ah, que es músico de rock”. Si hubiésemos comenzado por ahí nos hubiésemos ahorrado tiempo. Diez minutos de esmerada prescripción acabaron con la misma mirada aburrida con la que comenzó el encuentro. No se llevó ningún libro para el marido ni para ella.
La cosa se vino arriba con una pareja de jovencísimos lectores. Él llevaba un Juan Belmonte de Chaves Nogales y le recomendaba a ella, firmemente, la serie de Celia publicada por Renacimiento. Querían leerlo todo y saberlo todo. Así daba gusto agacharse o treparse a la balda, según conviniese, para buscar ejemplares. Lo tienen difícil los libreros en esas casetas para apañarse con la colocación de los libros. El espacio. En cuatro metros de frente con dos y medio de fondo es mucho lo que cabe, si sabes ordenarlo. El libro es un asunto extraordinario, pero no está exento de esfuerzo, muchísimo esfuerzo: ser paciente y educado, aguantar el tipo cuando un locuaz visitante —que ya ha leído lo que tiene entre manos— abre y cierra un ejemplar para hacerse el interesante y docto con quien lo acompaña. Aquel que insiste en decir, erre que erre, que no esa editorial sino la otra. Y así hasta el infinito.
Cuando vuelve la ráfaga de firmas me permito recomendarle libros ajenos a mis propios lectores. Este viernes un hombre se marchado encantado con El retrato de casada, de Maggie O’Farrell, para su esposa, y Lola, una elegantísima dama de unos 75 años quizá, se ha llevado, además de La isla del doctor Schubert, la trilogía Miradnos bailar, de Leila Slimani publicada por Cabaret Voltaire. También he de decir que Lola iba bien pertrechada con varias novelas de Annie Ernaux y varias bolsas de otras casetas. Marisa Somoza, la librera de Reno, y yo bromeamos. A este paso puedo ir a comisión. Si así, vendiendo libros propios y ajenos, puedo devolver el inmenso gusto que supone recomendar libros, yo me doy por satisfecha. Quiero ya que sea siete de junio para volver a ser librera por una tarde.
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