Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
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Esta historia se hubiera hundido para siempre en el mar del olvido y la clandestinidad si no fuera porque a mediados de junio un profesor de matemáticas le escribió una carta a Fernández sintiéndose profundamente agraviado y amenazándolo con una demanda civil. El profesor se llamaba Omar Taibo y el cuento de Fernández trataba sobre un viejo relojero que se había enamorado de una mujer casada. La mujer, luego de muchos tironeos existenciales, había elegido quedarse con su marido y abandonar al amante, que la esperó décadas hasta que, recién en su viudez, logró reconquistarla. Taibo sostenía que alguien había cometido una infidencia con el periodista y que éste había reproducido su desgarradora experiencia personal con leves simulaciones, personajes fantásticos y final cambiado. Se sentía vejado y expuesto, y quería la cabeza del “autor del libelo”. Al principio, Fernández creyó que el profesor era un querellante profesional y se preparó para hacerlo trizas en los tribunales. Pero con la segunda carta se dio cuenta de que se trataba de un hombre ingenuo, y ofreció acompañarlo hasta Béccar para visitar la vieja relojería. No hizo falta. Taibo entendió que Fernández había actuado de buena fe y que se trataba de una casualidad. Tomaron un café en el Plaza Roma y el profesor admitió que el amor estaba lleno de lugares comunes, que todos éramos de manual y que solíamos tocar tres o cuatro variaciones de los mismos tópicos de siempre. Es imposible plagiar un cliché —dijo Fernández—. Pero a la vez cada historia y cada ser humano tienen sus matices, ¿no? ¿Cuáles son los suyos? El profesor Taibo no llegaba a los cincuenta, tenía ojos grises y bigotes cuidados; vestía un ambo negro y una corbata al tono, y parecía elegante en su esmerada austeridad. Pidió un coñac mientras escuchaba los argumentos de Fernández y al final, tres copas después, no le pidió reserva. Sólo le pidió anonimato. Fernández aceptó el relato sin prometer que lo publicaría. Si lo publica puede titularlo: “La teoría de los mamíferos” o “No hay nada más difícil que separarse de un hombre bueno”, sugirió Omar Taibo, y empezó a narrar con adverbios y adjetivos las consecuencias de un accidente. Taibo llamaba “accidente” al hecho inesperado, irrefrenable y fatal de haberse enamorado de una profesora de Lengua que se llamaba Hilda Piqué. Trabajaban juntos en un colegio de Olivos y confraternizaban en la sala de profesores. Ella tenía cinco años menos y era una mujer castaña y suave, hecha de sensaciones pausadas y de variadas lecturas. Los libros, precisamente, eran el territorio común por el que navegaban aquellos dos profesores mal pagos que amaban lo que hacían. A Hilda le parecía imposible que el hombre de las ecuaciones se interesara por Flaubert y por Dostoievsky. Ella le prestaba libros de literatura francesa y rusa, y él le traía en canje novelas de aventuras de Stevenson y Conrad. Ambos estaban felizmente casados: él con una atractiva ama de casa, ella con un mecánico dental. Pero los hijos de Taibo ya estaban en la universidad. Piqué, en cambio, tenía mellizos de ocho años: un varón y una nena. Eran dos sólidas y armónicas familias que vivían en los suburbios de la zona norte. Omar nunca le había sido infiel a su mujer. Hilda sólo lo había sido con un remoto catedrático francés con quien había mantenido alguna vez un romance esencialmente epistolar: cuando quisieron pasar de la fantasía a la realidad el amor se desvaneció en el aire. Pero ella había despertado a un nuevo escenario. ¿Por qué no? —se preguntaba—. Si es controlado resulta inofensivo. Y si no se mezcla es un desahogo de la vida. Nada más. Usó esos argumentos cuando Taibo reculaba, con los pelos de punta, al comprobar en una confitería que sus sospechas eran fundadas: Hilda Piqué quería pasar de las novelas a los cuerpos. No se trataba de una mujer vehemente ni arrolladora: hablaba en susurros lentos y con una suavidad acaramelada que a Taibo le resultaba confiable, y que a la vez le transmitía sensualidad y misterio. Se movía también con una cautela felina, y lograba concentrarse en las cosas de un modo tan excluyente que a veces las cosas la borraban del mundo. Con el tiempo, el profesor aprendería de la profesora esa gran lección. Ella le aplicaba un gozo intenso a cuestiones vitales pero mínimas: el sol, la luna, el cielo, el río, el verde, los olores, el pan, los sabores, los libros, el sexo. De adolescente le habían enseñado la mística de no hacer dos cosas a un mismo tiempo: cuando se come se come, y cuando se hace el amor se hace eso y nada más, saboreando todo lentamente, entendiendo que en esa concentración está cifrado el verdadero secreto de la dicha.
Durante un año entero Taibo y Piqué hicieron el amor muchas veces. Y él, que en raras ocasiones lograba perder la lucidez, permanecía con los ojos abiertos, extasiado frente al éxtasis concentrado de ella, que apagaba la mente y vivía cada segundo para ese deleite como si no existieran pasado, presente ni futuro en esos momentos de gritos y colores. Esa estrategia de concentración gozosa, esa progresión permanente de uno a otro casillero sin pensar en el siguiente, hacía que ella perdiera también la memoria, e incluso la perspectiva. Es por eso que el profesor debía resumirle de vez en cuando cómo se veían desde afuera, por qué casilleros había escalado y qué figura formaba su itinerario. Ella iba ladrillo a ladrillo, y él trataba de mostrarle cómo era la medianera y qué edificio estaban construyendo. El profesor era, como se ha dicho, un amateur en amores extramatrimoniales. Desnudarse por primera vez ante otra mujer fue tan fácil cómo saltar de un rascacielos a otro. Primero la paseó una semana entera por Martínez y Acassuso, y luego le dio un beso en la boca en una plaza de San Isidro. Ella le escribió con el dedo índice “te deseo” en el muslo izquierdo, y esa misma noche él entró en Google para buscar un albergue transitorio.
Descubrió un hotel para parejas que se llamaba Troya y la llevó al día siguiente en su Chevrolet Corsa. Le temblaban las piernas y tenía frías las manos del miedo, pero el asunto resultó mejor de lo esperado. El asunto fue incluso más que eso. Fue intenso, dulce y conmocionante para los dos. Y lo repitieron de lunes a viernes durante meses, sin lograr despegarse de esa experiencia turbadora que los estaba cambiando. Omar fue el primero en percibir el terremoto. Después de una vida serena y previsible despertaba a una vida peligrosa, brillante, cálida, esperanzadora. Una vida sensual. El sacudón fue tan fuerte que de inmediato quiso casarse con Hilda. Se lo propuso entre risas mientras tomaban el té. Era ridículo y lo sabía, pero lo estaba diciendo en serio, y ella se dio cuenta. Taibo quería, infantilmente, empezar de nuevo y garantizarse para siempre esos destellos. Ella, que era más madura, tomó la taza con las dos manos, como si fuese un tesoro humeante, y le dedicó una sonrisa encantada pero escéptica. La pasión, según distintas teorías, no podía superar los 180 días o a lo sumo los tres años, le dijo. La pasión, pese a que Taibo oponía citas de escritores franceses, era perecedera. De inmediato se abrieron las aguas. La profesora, plástica y dividida, separó en dos planos sus días y no dejó que aquel romance escondido interfiriera en su vida marital. Tejía de día y destejía de noche, como Penélope, y creía que el torrente de aquel nuevo mundo no pasaría las grietas de la pared ni inundaría su dormitorio. Le marcó claramente a su amante los límites, le dijo que había una pared y que él no podría franquearla jamás. Y que sobre esa pared podía construir lo que quisiera mientras lo que quisiera no fuese tirarla abajo. Práctica y con enorme capacidad para escindirse, ella le decía en la cama palabras de amor indisimulables, pero luego se bañaba, se vestía y se marchaba; cruzaba los puentes y vivía sin prejuicios en el otro mundo, y al ser interrogada por Omar sobre sus declaraciones amorosas de la víspera, simplemente las negaba. O las colocaba cuidadosamente en contexto: en el colmo del placer se pueden decir muchas pavadas. Ella no estaba enamorada, que no se confundiera. Admitirse “enamorada” implicaba algo muy grave. Implicaba dejar que él rompiese la pared y penetrara en su mundo. Y su mundo era feliz y funcional, un hogar cálido y bien constituido, un paraíso inexpugnable. El profesor, en cambio, se dedicó desde el comienzo a sufrir mal de amores. Tuvo una visión simple pero realista de su propia situación: se había enamorado de Hilda Piqué y eso significaba que había dejado de amar a su esposa. La quería como siempre, era una esposa bella y admirable en todos los sentidos posibles, pero otra mujer le acababa de quebrar el espinazo. Una mujer que ni siquiera podía corresponder a sus sentimientos. Omar Taibo sentía esa doble tragedia sobre sus espaldas: su matrimonio estaba terminado y afuera no podía contar con nadie. Hilda Piqué, al verlo tan deprimido, le regaló un disco del Cigala. No te puedo comprender, corazón loco. Yo no me puedo explicar cómo las puedes amar tan tranquilamente. ¿Cómo se puede querer a dos mujeres a la vez, y no estar loco? Taibo leyó con ligereza esos versos, pero adoptó el carácter melancólico de “Lágrimas negras” como si fuera la banda sonora de su catástrofe sentimental. Piqué le estaba diciendo que lo quería y que eso debía resultarle suficiente, y también que jamás renunciaría a su “amor sagrado”, al compañero de su vida, marido y padre a la vez. El profesor de matemáticas era un monogámico estructural y esa esquizofrenia le parecía inalcanzable. Sufría como un colegial y se sentía un inepto al no poder ser un mero amante deportivo. También al no poder ser honesto con su esposa: mirarla a los ojos y decirle la verdad de un tirón. Ella no tenía culpa de nada. Nadie se había equivocado y nadie era culpable. Lo que había ocurrido era un accidente. Es un accidente, querida, y ahora tengo que irme de casa. Se fue de casa recién a los seis meses, cuando su esposa descubrió, dentro de un libro de logaritmos, un largo poema que se llama simplemente “Hilda”. Hacía rato que no hacían el amor y que Taibo permanecía largas horas en silencio, mirando sin expresión las bibliotecas. El poema delator había sido escrito y escondido por el inconsciente del profesor de matemáticas para que su mujer pudiera hallarlo. La ruptura no fue muy civilizada. Nunca lo es. Las rupturas, como las devaluaciones, no se dividen en buenas y malas, sino en malas y peores. Una de las formas del infierno podría ser ésta: infligirás dolor a una persona que quieres. Para dejarla, para juntar el coraje de dejarla, Taibo tuvo que infligirle un gran dolor a su mujer contándole lo que había pasado, y ella trató una y otra vez de revisar lo que habían hecho mal. Desesperado en su argumentación, Omar tuvo entonces que disecar su matrimonio y hacharlo sin piedad, como si nunca hubiesen sido felices y como si tuviera que demostrar un teorema matemático. El remedio fue peor que la enfermedad, y su esposa quedó sola y herida; lo odió de inmediato. Lo odió con toda su alma. Otra de las formas del infierno: te odiará una persona a la que quieres y respetas. Taibo se llevó el Chevrolet Corsa y alquiló un departamento de tres ambientes frente a la estación de La Lucila. Los seis meses previos estuvieron signados por el mutuo descubrimiento. Piqué no podía evitar llamarlo varias veces por día, y tampoco citarlo para paseos románticos en las márgenes del río o en callecitas coloniales. Se contaban febrilmente sus historias personales, y a veces ella se dejaba llevar por el ensueño y caía en el juego que el profesor le proponía: soñaban entonces una existencia en común, a la luz del día, sin mentiras ni ocultamientos. Taibo estaba dispuesto a criar a sus hijos y a pagar todos los precios. La profesora empezó a tener olvidos. Olvidaba una carpeta en un café, el celular en el baño de un restaurante o una gargantilla en la habitación 12 del hotel Troya. Una tarde, cuando Taibo le rescató unos apuntes olvidados en un zaguán, Hilda le dijo al borde de su propio jardín: —Tengo un mal presentimiento, ¿sabés? Me parece que me estoy enamorando de vos. —No te preocupes —le dijo él—. Ya se te va a pasar.
Hasta entonces Hilda parecía inconscientemente feliz. Podía disociar y llevar con elegancia su doble vida. Pero a partir de esa tarde comenzó a verificar que el amor de Taibo contaminaba su matrimonio. Ella vivía hechos de amor innegables, pero vivía negándolos. Atravesaba la crónica de la noticia, pero no podía hacer su análisis. Omar tenía que analizar lo que estaba aconteciendo. El mecánico dental con el que estaba casada era un ídolo de sus amigos y de su familia, el vértice de todos los encuentros y solidaridades, el héroe desinteresado de su amplísima zona de influencias. Pero llegó el día en que la profesora no podía siquiera besarlo en la boca. Fue en ese momento cuando el profesor se dejó ganar por la esperanza. Se dijo a sí mismo: Me ama, pero no puede blanquearlo ni siquiera ante sí misma, y no puede hacerlo por miedo. Por miedo al derrumbe de su modelo. Una vez más Hilda Piqué podía concentrarse en los ladrillos, pero no podía ni quería ver las formas que tenía la construcción. Taibo creía que su amante construía, sin proponérselo, un castillo para ellos. Un acogedor castillo de afinidad y de pasiones. El frío entre la profesora de Lengua y su esposo fue en aumento hasta que una noche el mecánico dental le pidió que fueran juntos a misa de siete y que se quedaran un rato en silencio dentro de la capilla cuando todos se habían retirado y empezaban a apagarse las luces. El mecánico era muy creyente. Le acarició la cabeza y cuando ella se volvió para mirarlo se dio cuenta de que estaba llorando. Te estoy perdiendo, le dijo él. Estuvieron llorando juntos toda la noche, hablando de lo que les ocurría y de la necesidad de ponerle empeño a una reconciliación. Al día siguiente, Hilda dio muchos rodeos pero al fin le comunicó a Omar que debían terminar. El profesor estaba devastado. No podía creer lo que escuchaba. ¡De manera que todo había sido un fraude! ¿Cómo había podido engañarse de tal forma? ¿De esto se trataba todo? ¿De una esposa aburrida que quería divertirse y que todo lo que pretendía era despertar a su marido de la indiferencia? La despidió entre lágrimas negras, y dejó de hablarle por una semana. Ni siquiera tomaba café en la sala de profesores. Hacía tiempo en los pasillos, fumando y fumando mientras masticaba la pena y el desengaño. Pero Hilda le cortó el paso un viernes por la tarde, a dos calles del colegio, lo abrazó con desesperación y le dijo al oído: Te extrañé tanto, te extrañé tanto, mi amor. Y volvió a arder Troya. Después de ese reencuentro abrasivo siguieron flotando juntos a la deriva, sin tratar de entender adónde los llevaba la corriente, anhelando que la vida fuera dictando sentencia y que en el carro, como decía el apotegma peronista, los melones se fueran acomodando solos. Los melones hacían lo que querían. El corazón no acepta decretos de necesidad ni de urgencia. Hilda Piqué podía sacrificarse en el altar familiar, negar el deseo y la ilusión, y poner a disposición la voluntad y la cabeza, pero no podía sostener su plan en tiempo y espacio. Porque su plan era puramente cerebral, y lo que estaba en cuestión aquí eran las emociones, esas hadas malditas. A medida que pasaron las semanas, el mecánico dental se iba desentendiendo de la cuestión: el asunto no podía ser tan grave, apenas una bajada después de una subida, ciclotimia de un matrimonio largo que luchaba por mantenerse vivo. Nada más. Omar Taibo, en la otra vereda, se jugaba el pellejo cada día, daba todo lo que tenía y desbordaba amor, lujuria, tiempo, esfuerzo y cuidados. Hilda era una esponja, tomaba todo una y otra vez, y hasta permitía que el profesor actuara como jefe operativo de la pareja. Omar le daba coartadas y preparaba las complicadas salidas en los laberintos de la clandestinidad. A veces, se sentía el jefe de seguridad de su propio purgatorio: en lugar de conseguir que todo volara por el aire, vigilaba con ojo de detective cada detalle para que ella no fuera descubierta; se encerraba metafóricamente en su celda cada noche, daba dos vueltas a la cerradura y se tragaba la llave. Pedime lo que sea, le ofrecía. Solamente te pido que me quieras mucho, le respondía ella. Se trataba de un pedido sumamente raro. Si algo estaba claro en toda aquella historia era que el pobre hombre moría de amor por esa mujer, aunque Hilda no podía devolverle las mismas gentilezas. Ella seguía dudando si se había enamorado o si se trataba de un gran malentendido. Quería que la quisiera mucho porque se imaginaba, intermitentemente, cambiar su “paraíso” por aquel profesor que la amaba con minuciosa obstinación, y necesitaba ese combustible nuclear para llevar a cabo semejante despegue. Taibo trató de razonar con ella. Somos mamíferos —teorizaba—. El león deja su cueva y se va con otra leona sin remordimientos. Lo hace siguiendo su instinto vital.
Nosotros, en cambio, somos mamíferos refinados, nos cortamos las uñas y nos vestimos con ropa elegante, jugamos a ser racionales pero nunca dejamos de ser animales sublunares. Hemos construido cultura y religión sobre ese instinto, y entonces practicamos la culpa y no queremos dañar a la leona que dejamos. Piqué aceptaba ese argumento porque se consideraba una mujer esencialmente instintiva. Pero regresó de un fin de semana con una refutación: Estuve todo el domingo estudiando con los mellizos, mirándolos de a ratos e imaginándome el hondo disgusto, la tremenda herida que les provocaría con mi egoísmo —le confesó lagrimeando—. No hay forma de explicarles a dos chicos de ocho años la teoría de los mamíferos. Casi no pude dormir, Omar. Hay otro instinto.
El instinto de la cría. No puedo hacerles esto. ¡No puedo! El profesor percibió que la profesora intentaba desertar y, para que no sufriera, decidió cooperar con ella: la llevó a comer a un restaurante de Martínez, le preparó el terreno y puso en su boca las palabras que lo ajusticiaban. Se despidieron tiernamente, diciéndose que nunca se olvidarían. La mujer tomó una servilleta de papel, dibujó un corazón y escribió: te quiero, lindo. Pero el corazón no cerraba en punta, quedaba abierto. Como si drenara cualquier certeza. Taibo se lo metió en el bolsillo y anduvo como un alma en pena. Dejó que su esposa descubriera la verdad y se mudó a La Lucila. Dos semanas de silencio más tarde, Hilda lo llamó para decirle que estaba embarazada. Una nueva sensación de vacío y de soledad desgarraba a Omar Taibo. De pronto se había quedado sin su esposa y sin su novia, se ahogaba en su improvisado bulín y salía todos los días al balcón a ver la estación ferroviaria y a fumarse los nervios. No era un Don Juan ni estaba preparado para confraternizar con otras mujeres. Apenas podía atemperar la tristeza con las visitas de sus hijos, que se habían hecho el propósito de quedarse a dormir con él varios días a la semana a pesar de que no se les había pasado el enojo. Los tres hijos se habían alineado con la madre y les parecía que Taibo había perdido temporalmente la razón. La noticia del embarazo sacudió al profesor, y lo llenó de miedos e ilusiones especulativas.
De nuevo se estaban evitando en el colegio, pero ante la emergencia dejaron de hacerlo para hablar a puertas cerradas en el desierto salón de actos. El profesor no quiso tocarla, pero la profesora le tiró los brazos al cuello y se acurrucó en su pecho. No estaba embarazada, pero era muy regular y tenía un atraso considerable. Se le había metido en el cerebro la idea obsesiva y paranoide de que Dios, con “su magnífica ironía”, castigaría así sus pecados: tenía un verdadero susto de muerte. Había una sola manera de sacarse la duda. Ella le hizo dos rápidas preguntas: ¿Me acompañás? Y luego, mientras caminaban por la galería: ¿Qué harías si estuviera embarazada? Taibo se encogió de hombros: Haría lo que vos quisieras. Hilda le apretó la mano. Estaba conmovida. Compraron un evatest en una farmacia. Ella se metió en el baño de un bar y él la esperó en la vereda comiéndose las uñas.
Colijo, en ese instante crucial, que lo mejor para todos sería un resultado negativo, pero luchaba internamente con la luz de la esperanza, con la fantasía de tener un hijo con Hilda y que con ese hito diera vuelta la partida. Pasaban los minutos y Piqué no salía, y Taibo le prometió al cielo que si todo resultaba bien, si lograban zafar de aquel enorme aprieto, él se entregaría pacíficamente al olvido y recuperaría la vertical. La profesora salió a la calle con una sonrisa inconfundible. Negativo. Se abrazaron a pesar del peligro de mostrarse juntos en público, y respiraron aliviados. Fueron a almorzar a uno de los restaurantes de la calle Dardo Rocha para despedirse con grandeza.
Pidieron champagne. La comida duró tres horas. Estaban eufóricos y Taibo hablaba de libros y de aventuras. Piqué, en un arrebato, le dio un beso con la boca abierta. Perdoname —le dijo—. La carne es débil. Los rodeaban cientos de personas. La llevó en el Chevrolet Corsa hasta su casa. Tres calles antes ella le pidió que doblara hacia el río: quería mostrarle algo. Estacionaron en la playa de un club náutico, a la sombra de un árbol. Piqué se le subió encima y tuvieron sexo apurado y delicioso. Después pasó lo que ya había pasado. Si no podemos estar separados —sintentizó la profesora—, tendremos que estar juntos. Y retomó dos cosas: la ardiente rutina con Taibo y las sesiones de psicoanálisis que había abandonado en 1989. Seguía sin poder asegurarle a nadie que amaba al profesor, seguía creyendo imposible separarse del mecánico dental, pero se volcó al diván con disciplina, buscándose a sí misma. Se buscó y se buscó, y fue descubriendo lo obvio: su matrimonio languidecía. Cada vez que salía de la sesión, Taibo la esperaba con el motor prendido. Ella siempre lloraba. Las primeras veces porque se daba cuenta de que estaba realmente enamorada de Omar; las otras porque iba reconociendo los conflictos negados de su matrimonio. Un día le pidió a Taibo que la acompañara a la sesión, se lo presentó a la psicóloga y le propuso que contara su versión de los hechos. Era una lacaniana heterodoxa y comprensiva, y a pesar de que el profesor se afanó por demostrar que los unía un amor inconmensurable, la psicóloga se fijó más en los gestos que en las palabras. Taibo temió haberse comprado una enemiga, pero nada de eso sucedió. El lenguaje corporal benefició aquella tarde al profesor y Piqué, inesperadamente orgullosa, lo llenó de besos en la calle. Taibo percibía con cierta lucidez que ella lo había llevado para que él pudiera resumirle, una vez más, cómo se veía desde afuera, por qué casilleros había escalado y qué figura formaba su itinerario. Ella seguía yendo ladrillo a ladrillo, y él debía mostrarle en terapia cómo era la medianera y qué edificio estaban construyendo. La progresión de los hechos los llevó a un fin de semana riesgoso. Hilda tenía que corregir una montaña de exámenes y el mecánico dental tomó a los mellizos y se los llevó de paseo tres días a Colonia, donde vivía gran parte de su familia. Piqué invitó a Taibo a conocer su casa. Le pidió que trajera cepillo de dientes. Esa noche, el profesor cruzó el jardín y entró en el chalet de piedra que tantas veces había visto de lejos. Llevaba los testículos en la garganta. Ella cerró la puerta y lo abrazó con amor y deseo. Tenía preparadas las bebidas y pedida la comida china a un restaurante de la zona. El delivery los sorprendió cuando hacían el amor en el sofá. Luego lo hicieron en la cocina, sobre la alfombra del comedor, en la cama del dormitorio y hasta en el baño. Como si quisieran imprimir en cada palmo de ese territorio lo que eran y lo que sentían. Apenas pudieron dormir, dominados por las ganas, y vivieron como marido y mujer el sábado y el domingo. Piqué le hizo un recorrido por su guardarropas, sus rincones y sus recuerdos. Y Taibo tragó saliva mirando las fotos de sus hijos. Los mellizos eran enormes. Enormes. Eran más altos de lo que habían sido las Torres Gemelas. El instinto de cría se escondía detrás de todo, con su sombra amenazante. Y luego estaban sus múltiples amigos y parientes. Eran cientos de ellos, formaban una comunidad autónoma: caras y caras de personas que creían que el mecánico dental y la profesora de Lengua armaban la pareja perfecta. ¿Qué pensarían de ella sus hijos, sus parientes y sus amigos si se enteraran de que había dejado de querer al hombre más querido de la Humanidad? ¿Qué relato podría construir ante ellos y ante sí misma? Nunca estuvimos realmente casados, ¿saben? Nos quisimos, pero sin entregar nuestros respectivos interiores. Fuimos barcos que navegamos juntos, pero cada uno encapsulado en sí mismo. Y las mareas de la vida imperceptiblemente nos fueron separando, y hubo un momento en que anduvimos a la deriva, y otro momento en que descubrimos que ya el mar nos había llevado lejos, a un punto sin retorno, podría haber dicho ella sin decir la verdad. La verdad indecible era así: También pasó otra cosa que no puedo decirles. Pasó que en el trayecto me enamoré de otro hombre. ¿Hice mal? No fue mi intención, se los aseguro. ¿Me perdonan? ¡Por Dios, perdónenme, soy buena! Una mujer buena tratando de abandonar a un hombre bueno. No hay nada más titánico que separarse desde el amor. Es por eso que la gente prefiere derivar las cosas hacia la indiferencia y el odio: desde esos diques es más fácil soltar amarras. La profesora tenía baja tolerancia a la crueldad. Y la situación la obligaba a ser cruel. Era toda una contradicción: tenía que mentir para no causar daño; tenía que ser deshonesta para ser buena. ¿Cómo una buena persona le dice adiós a otra buena persona? Curiosamente, desanimada con él y enamorada de otro, no decirle adiós sería deshonesto. Podía llamarlo “piedad” o “mentira piadosa”, pero sería realmente de mala persona ocultarle a un hombre bueno que ha dejado de quererlo. Un hombre bueno tiene derecho a la verdad, por más dolorosa que sea, pero la profesora era incapaz de decírsela para no lastimarlo. Qué paradoja. Cuando Hilda Piqué orillaba esos escenarios, cuando llegaba a ese monólogo interior, el miedo la nublaba y la hacía retroceder. Taibo descolgó de una pared una foto de su casamiento y miró con interés el rostro de su marido.
—Yo lo sigo queriendo, Omar —le dijo entonces ella, detrás suyo—. No estoy enamorada, pero lo sigo queriendo.
—Las cosas nunca se terminan completamente —le respondió él, acusando una puntada en el costado—. Yo también sigo queriendo a mi ex mujer. La carne siempre queda cruda. Recién se cocina en el horno de la próxima relación.
—No sé —redondeó Hilda, pensativa—. No sé, no sé.
Caía la tarde del domingo y Omar se tenía que ir. Taibo pensó: Ella no tiene antes ni después, pero tampoco tiene atrás ni adelante; ella resbala y cambia, y nunca se queda fija. Nada se puede construir sobre un blanco móvil. Se paró frente al living, un minuto antes de salir, y le dijo:
—¿Y yo qué puedo ofrecerte, linda? ¿Qué puedo ofrecerte si vos lo tenés todo?
Ella lo abrazó: Tu amor, tu protección, tu sensibilidad, le enumeró, enternecida. Taibo volvió a La Lucila caminando, con la cabeza gacha. Era pesimista, y tenía razón: a la semana la profesora le contó que había vuelto a hablar con el mecánico dental, y que había ido a fondo sin revelar el gran secreto, y que él le había pedido asistir a una terapia de pareja con la lacaniana heterodoxa y comprensiva. Taibo había estacionado el Chevrolet Corsa en una calle que chocaba contra las vías del tren.
—¿Y de qué van a hablar si lo principal está callado? —preguntó el profesor de matemática con dolor y con rabia.
—Él quiere jugar el partido y yo tengo la obligación moral de jugarlo, mi amor.
—¿Moral? ¿Obligación moral? ¿Y yo qué voy a hacer mientras tanto?
—No sé, no sé —seguía respondiendo, inquieta y nerviosa—. No sé, esperarme.
—¿Esperarte? ¿Dónde? ¿En el banco de suplentes?
La esperó en el banco de suplentes, donde la piel quema y el tiempo es lento y tortuoso. Ella pidió licencia sin goce de sueldo en el colegio, y Taibo pudo imaginarla durante varios días haciendo el amor y los deberes del deber ser con aquel mecánico dental, saliendo juntos por las noches y riéndose hasta el amanecer, felices de haberse recuperado. Fue en ese breve interregno en el que el profesor quiso dedicarse a otras mujeres, para quienes era muy buen partido. Pero no importaba lo que pasase, Taibo siempre terminaba solo, en su balcón, fumando y fumando la paciencia del relojero frente a la misma estación ferroviaria, consumido por su precariedad emocional, por sus celos y por su angustia. Tres semanas más tarde, cuando la relación cumplía exactamente un año, la profesora lo llamó por teléfono para citarlo en el bar del Centro Asturiano de Buenos Aires. Taibo estuvo a punto de mandarla a la mierda, pero no pudo reprimir un gruñido, ni bañarse en perfume, ni manejar con el alma en vilo hasta Vicente López. Ella lo esperaba, sombría, leyendo unos versos de Baudelaire. Le contó todas las instancias de la terapia. Le contó que estaba conmovida por los esfuerzos de su marido, que él estaba modificando punto por punto lo que fallaba entre los dos, y que ella andaba todo el día con el corazón revuelto. Luego le pidió que caminaran un rato. Caminaron por el Campo Covadonga hasta el río, y ella lo abrazó y lo besó largamente, y le dijo: Te extrañé tanto, te extrañé tanto, mi amor. Fueron directo a Troya y ella mezcló orgasmos con llantos ingentes. Taibo creyó que se estaban despidiendo, pero Piqué decía una y otra vez: No tengo energía, mi amor, ya no tengo energía para amarlo. El profesor de matemáticas, desnudo en la tormenta, entendió entonces lo contrario. Entendió que todo se resolvería a su favor. Pero ella se despidió efectivamente para siempre: no respondió nunca más sus llamados y renunció al colegio y a sí misma. Habían trascurrido tres meses desde entonces. Taibo le preguntó a Fernández en el bar Plaza Roma:
—Usted que es un experto, ¿qué piensa de todo este lío?
—Que necesito un trago —dijo Fernández.
Le trajeron un coñac. Fernández dijo: Somos extraños los mamíferos. Y Taibo movió la cabeza, sonreía con los ojos grises:
—No me estará compadeciendo, ¿no?
—Compadezco a todos a quienes alguna vez les cae encima la maldición del amor.
—¿Le serviría saber que Hilda salvó mi vida?
—¿La salvó?
—¿Le serviría saber que si tuviera que vivirlo todo de nuevo lo haría?
Taibo y Fernández se clavaron la mirada. Había ruido de vajilla y olor a café. Fernández alzó su coñac. Chocaron las copas.
—Sí —dijo—. Me serviría.
“La teoría de los mamíferos”, por entregas y con nombres cambiados, salió publicada los cuatro domingos sucesivos de agosto. En diciembre, Andrés Calamaro dio un recital multitudinario al aire libre en Obras Sanitarias. Lo acompañaban los músicos de la Bersuit Vergarabat, y Fernández llevó a su familia a corear aquellas canciones de la resurrección. A pocos minutos del comienzo, hizo una cola de cien metros para desahogarse en un baño químico y descubrió al azar, entre el gentío, a Omar Taibo. El profesor de matemáticas discutía amablemente con un puestero de souvenires rockeros y les iba probando vinchas y remeras negras del ídolo a dos chicos de nueve años: una nena y un nene rubiones e idénticos, que se mostraban fascinados con la situación. Taibo parecía más joven, con su campera náutica y sus zapatillas deportivas. Fernández lo vio pagar con un billete, tomar a los mellizos de la mano y caminar hacia la muchedumbre apretada. En un momento, y por alguna razón, giró su cabeza y los dos hombres cruzaron miradas soñolientas. Los ojos se iluminaron en un segundo, y Taibo sonrió ampliamente, y levantó un brazo y lo agitó con simpatía y con cierta nostalgia. Fernández le devolvió el gesto desde lejos. Taibo parpadeó otro segundo, volvió a tomar de la mano a los chicos y desapareció en la marea humana. Esa noche Calamaro cantó un tema escasamente frecuentado que decía: La culpa es un invento muy poco generoso, y el tiempo, tremendo invento sabandija. Será que será suficiente con que uno elija, porque si no la buena fortuna pasa de largo. Fernández trató, hasta último momento, de localizar con la vista al profesor y a los mellizos. No le interesaba tanto verlos de vuelta como observar el rostro castaño y acaramelado de la misteriosa Hilda Piqué. Pero no fue posible. Se los llevó la corriente.
Eran ya parte de todos.
acabo de leerlo y todavía no puedo ordenar la respiración para opinarlo pero hay muchos pasajes que me pasaron por dentro y el costado en mi propia historia…..Ahora si: hermoso!