Foto de portada: Julio Ramón Ribeyro, autor del libro de cuentos ‘Solo para fumadores’, en París.
Se avecina la tercera resurrección de Julio Ramón Ribeyro, el escritor peruano que falleció a finales de 1994 —treinta años se cumplen— y que está considerado uno de los grandes cuentistas latinoamericanos: Jorge Luis Borges y Julio Cortázar encabezan la lista, seguida de un terceto en el que necesariamente está Ribeyro. La editorial Alfaguara acaba de reeditar aquella edición clásica de sus Cuentos reunidos, además de un breve volumen titulado Invitación al viaje y otros cuentos inéditos, con lo cual su producción, ya definitiva, toca el número 100, cien textos muy personales de quien ha hecho de la discreción, la sutileza y la ironía todo un programa de vida. Un autor que se definió como «un corredor de distancias cortas», y añadía: «Yo veo y siento la realidad en forma de cuento».
Pero hay más. Mucho más. Algo que sus seguidores llevan tres décadas pidiendo, sin estar seguros de que su espera pudiera tener un final feliz. La grandísima noticia es el anuncio de la publicación de los diarios, esos textos más personales y apreciados del escritor que aparecieron bajo el título de La tentación del fracaso, y tanto interesan a los buenos lectores y a los escritores. Aquellos diarios publicados se inician en 1950 y finalizan en el año 1978, por lo que sus entusiastas seguidores no han cesado de preguntarse: ¿qué ha pasado con esos dicieséis años que se nos niegan y que existen, ya que Ribeyro siguió escribiendo sus diarios, incluso con más intensidad y extensión, hasta su muerte? Esa era la pregunta, y Jorge Coaguila —en presencia del hijo del escritor— la contestó ampliamente en las Jornadas. Luego lo escucharemos.
Antes que nada, y para que el lector contextualice, vamos a hablar de las dos (frustradas) resurrecciones anteriores. Hemos de adelantar que Julio Ramón Ribeyro no fue un escritor de gran éxito en su vida fuera del Perú, donde quizás sea el más querido. En España hubo un intento de introducirlo por parte de la editorial Tusquets; primero con su librito Prosas apátridas, esos textos sin género definido que, por lo tanto, no tienen patria a la que acogerse; y después con el lanzamiento en 1983 de sus novelas Crónicas de San Gabriel y Los geniecillos dominicales (números 8 y 9 de la prestigiosa colección Andanzas), a las que siguió su tercera y última novela, Cambio de guardia, la menos tradicional. Fue un lanzamiento con la visita del autor incluida, que se desplazó desde París (vivió allí treinta años) a Madrid, y donde este cronista tuvo la oportunidad de entrevistarlo y conectar con ese hombre tímido, que en aquel encuentro no nos lo pareció tanto.
El invento de Tusquets no funcionó, ya que la grandiosidad de Ribeyro, como se resaltó en las Jornadas, no son sus novelas, sino sus cuentos y sus diarios. Es curioso que en un tiempo en que los narradores hispanos se lanzaban a la aventura épica de contar la gran historia del continente, como en Terra Nostra, El siglo de las luces o Cien años de soledad, Ribeyro dejó el gran angular a otros autores para tomar el microscopio y «fijarse con fascinación y cariño en los pequeños momentos de las vidas pequeñas», como señala el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez en el lúcido y muy recomendable prólogo de los Cuentos reunidos.
Julio Ramón Ribeyro empezó a ser reconocido fuera de Perú tras obtener el premio Juan Rulfo en 1994, pocos meses antes de fallecer (no llegó a recogerlo). Aquí podríamos situar su primera resurrección, que venía precedida de la publicación en España —años antes— de sus Cuentos completos en un ambiciosa colección de Alfaguara que ya había editado todos los cuentos de Cortázar. Era una manera de reconocer su genio en este género. Ya estábamos en 1994, pero el eco de Ribeyro se fue diluyendo y durante casi dos décadas permaneció sumergido, en sintonía con esa discreción tan propia de su carácter; aunque no dejaba de ser una figura admirada y reclamada por una minoría que se había agarrado con devoción a sus cuentos y a sus diarios. Ribeyro podría ser, entonces, lo que se llama un autor de culto.
Tras casi veinte años de cierto silencio, la editorial Seix Barral decidió apostar muy seriamente por Julio Ramón Ribeyro —se cumplían los noventa años de su nacimiento— con el lanzamiento de sus tres obras claves, acompañadas de prólogos de reconocidos autores españoles: Prosas apátridas, con introducción de Fernando León de Aranoa; La palabra del mudo (o sea, todos sus cuentos), con prólogo de Sara Mesa, y La tentación del fracaso, precedido de un texto de Enrique Vila-Matas, quien, por cierto, fue el mensajero que le llevó a París las pruebas de uno de sus libros de Tusquets y, tal como se comentó en el congreso, apenas si cruzaron palabras, ya que aquello fue el encuentro de dos tímidos. A pesar de este glorioso desembarco, la apuesta tampoco funcionó tal como se esperaba.
Y ahora nos llega la tercera resurrección, que quizás sea la definitiva, ya que se cuenta con un comodín que no existió en los otros dos intentos: la próxima y esperadísima publicación de la continuación de La tentación del fracaso, unos diarios que Vila-Matas presentaba de este modo: «Julio Ramón Ribeyro imaginó un libro que sería desde la primera hasta la última página un manual de sabiduría, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, un valioso conjunto de experiencias, una guía de conducta, un regalo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes…».
¿Por qué no se han publicado esos diarios inéditos en estos treinta años? Es la gran pregunta, y la respuesta parcial tiene un nombre: Alida Cordero, la esposa de Julio Ramón, que falleció el pasado mes de julio y era la depositaria del legado del escritor. Alida fue una joven muy bella e inteligente, marchante de arte, cuyo trabajo sirvió para que la familia llevara una vida más desahogada. Desde el fallecimiento del escritor se ocupó de su obra, pero siempre se negó a tocar los diarios. Había varias razones: temas demasiado personales (se sabe que Ribeyro abandonó París y a su familia y se fue, al final de su vida, a Lima, en donde volvió a su época de alegrías y juergas con sus amigos, y tuvo como amante a Anita Chávez, que luego sería esposa de su amigo Bryce Echenique) y una incertidumbre sobre la edición del libro, además de no ponerse de acuerdo económicamente o pedir imposibles, como un prólogo de García Márquez. También había una razón operativa, que no era la menos importante: ¿a quién encargar el inmenso trabajo de revisar, transcribir y editar miles de papeles?
Al final de su vida, sin embargo, Alida Cordero reconsideró su postura; posiblemente porque halló una persona en la que podía confiar, alguien que pacientemente —desde Lima— trató de ganarse el aprecio y el respeto de la familia: Jorge Coaguila, autor de la biografía Ribeyro, una vida, de un libro de conversaciones con el escritor y el mayor difusor de la obra de Ribeyro, con quien mantuvo una buena relación durante los últimos cuatro años de su vida.
Así que, en diciembre del año pasado, la viuda encargó la edición de los textos de su marido a Coaguila, quien viajó a París para fotocopiarlos y ordenarlos, y nos adelanta que en marzo del 2025 entregará al hijo del escritor la transcripción completa y editada de estos diarios, que son aproximadamente el doble, en extensión, del actual La tentación del fracaso. Estos textos siguen la línea de sus diarios ya conocidos (hasta 1978), pero son más atrevidos, intensos y reflexivos.
En la próxima primavera Julio Ribeyro, único heredero del escritor, tendrá en sus manos la edición de los diarios, y entonces decidirá el destino de esos textos, que aún no está cerrado. Se lo preguntamos en su viaje a Madrid, pero tanto el nombre de la editorial como la fecha del salir al mercado aún siguen en el aire. Sólo nos adelantó que para el año 2026 estarán publicados los dos volúmenes restantes de La tentación del fracaso. La incógnita para este periodista —y para los lectores— es si esos diarios saldrán tal cual Coaguila los ha transcrito o se expurgarán los pasajes más personales y familiares. No hay que olvidar que, en los últimos años, el escritor dejó a su familia en París y se fue a vivir a Lima, en un apartamento en Barranco, un volver a los orígenes, quizás en busca de una nueva e improbable juventud.
Tanto Julio Ribeyro como Jorge Coaguila, los dos nombres claves en la próxima publicación de los diarios del escritor peruano, fueron los invitados que abrieron las I Jornadas Internacionales de Madrid. El hijo del escritor, Julio Ribeyro, evocó algunos aspectos de la vida de su padre, y recordó el día en que, siendo aún niño, su progenitor se presentó ante él, lleno de entusiasmo, y le leyó el cuento que acababa de escribir, «Silvio en el rosedal», algo que le sorprendió entonces, pero lo comprendió —lo comprendió después— al recordar la escena y ver a su padre con esa cara de felicidad de quien sabe que ha logrado uno de sus mejores textos.
En ese congreso, que coincidió con los treinta años de la muerte de Ribeyro, participaron dos docenas de expertos en la obra del escritor peruano de universidades de Europa y América, además del novelista Jorge Eduardo Benavides. Todos ellos han investigado sobre Julio Ramón Ribeyro (JRR), y algunos han publicado libros al respecto, como Asedios a JRR (César Ferreira), JRR y Mario Vargas Llosa (Ángel Esteban), Los refugios de la memoria, un estudio espacial sobre JRR (Javier Navascués), Fila para la gloria, convertirse en JRR (Paul Baudry), El final invisible: Qué cuentan los cuentos de JRR, de Paloma Torres, La ciudad en la obra de JRR, de Eva Valero Juan, y La mujer en el imaginario femenino de JRR (Giovanna Minardi). Y fue esta profesora de la Universidad de Palermo quien, al descubrir la grandeza de los cuentos de Ribeyro en su época de estudiante —confesó—, tomó un avión a Lima para conocer al escritor.
Lo singular de este congreso fue que los invitados no presentaban una ponencia y después se comentaba, sino que las jornadas se concibieron como un acercamiento a la obra y a la figura de Ribeyro a través del diálogo, una especie de conversación continua, aunque hubiese invitados señalados en cada mesa. Es por ello que vamos a destacar, ahora, algunas de las cosas que se dijeron en esos días, pero sin individualizar, como si fuese el eco continuado de una voz colectiva.
Y lo primero que hay que señalar es que, como alguien dijo, la mejor novela de Ribeyro son sus diarios. Hay un matiz a tener en cuenta: la novela imita a la vida, pero necesita un planteamiento cerrado; los diarios, que también imitan a la vida (no son la vida), están abiertos. Ribeyro, que fue un gran lector de Montaigne, concibe esos textos no como diario íntimo, sino como diario de escritor, hechos para ser publicados; de ahí las continuas correcciones y reescrituras. Fue un trabajo que se tomó muy en serio: el único volumen publicado contiene 1002 entradas de frecuencia variable, ya que hay años con treinta y tantas y otros con ciento cuarenta.
Una profesora añadió agudamente que quizás la predisposición de Ribeyro para el diario era algo así como una excusa para demorar el ponerse a escribir sus cuentos y novelas, muy propio del carácter del escritor, tentado por el silencio y la caricia del fracaso. Al final, esas tentativas se convirtieron, quizás, en su mejor obra. El autor fue muy consciente de ello, ya que al final de su vida tenía una seria preocupación por el destino de sus diarios: ¿Quién será capaz de editarlos? ¿Qué pasará si me muero antes que Alida?… Son preguntas que nunca nadie escuchó, pero que se hizo y le turbaron.
Lo que une al diario y a sus cuentos es la visión de conjunto, una cierta atmósfera, la duda, el amor por la palabra exacta en el momento justo, y ese realismo reflexivo. De hecho, en algunos de sus textos, la historia y los personajes se van volcando hacia dentro. Este es un punto importante a desarrollar en la evolución de su obra: lo exterior se difumina hacia lo interior, y al final lo que queda —lo que une— es una cierta tonalidad, una voz que palpita y hará de hilo conductor de su escritura.
En el prólogo de Cuentos reunidos, Juan Gabriel Vásquez señala que los cuentos de Ribeyro hicieron para cierta América Latina lo que Chéjov hizo para Rusia, Frank O’Connor para Irlanda o Alice Monroe para Ontario: «una mitología de lo discreto, de los instantes efímeros en las vidas de gentes sin épica». Para este cronista es Bryce Echenique —y Vásquez lo recuerda— el que nos brinda el gran hallazgo, esa chispa que nos alumbra al considerar que el verdadero padre espiritual de los cuentos de Ribeyro no es ningún narrador latino, sino un poeta de su mismo país, que murió —en París, con aguacero— cuando el escritor tenía nueve años: César Vallejo.
El Vallejo de Los heraldos negros y de Poemas humanos —no el de Trilce— está en los cuentos de Ribeyro. No es raro, por lo tanto, que el autor publicara sus cuentos completos (en ediciones anteriores a las de Alfaguara) bajo el título de La palabra del mudo, expresión que tiene una doble lectura, porque sus cuentos —que se dirigen a una sensibilidad más que a una inteligencia— tienen dos etapas. El autor lo comenta: «…en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de la palabra»; y después: «quienes me conocen saben que soy hombre parco, de pocas palabras, que sigue creyendo en las virtudes del silencio».
Un hombre parco, sin duda, que no cesó de escribir, pese a la tentación del silencio y del fracaso: novelas, ensayos, aforismos, teatro, diarios (el gran hallazgo) y cuentos. Cien cuentos exactamente: en sus Cuentos reunidos, recién aparecidos, se contabilizan 95, que son los 87 de sus nueve libros de cuentos, más ocho publicados en revistas. A este volumen de casi mil páginas, que calificaríamos de necesario para todo lector, hay que añadir Invitación al viaje y otros cuentos inéditos, cinco textos que no añaden demasiado a su gran libro, pero muy interesantes para investigadores y expertos, donde se incluyen mecanuscritos de sus originales (con tachones, dibujos y correcciones) así como un autorretrato. Estos cuentos, hallados casualmente, son de los años setenta y, de todos ellos, el que da título al libro es el más largo, casi una nouvelle, y el que está a la altura de los ya conocidos.
Queremos concluir esta crónica recordando su poética, escrita poco antes de morir, tras cuarenta años de cuentista. En este decálogo —que se incluye en la edición de sus Cuentos reunidos— Ribeyro nos expone sus mandamientos sobre el género. Vamos a quedarnos con dos: (2) «La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real, debe parecer inventada y si es inventada, real», (10) «El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente, a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace, es que el cuento ha fallado».
Postdata: Julio Ramón Ribeyro es un escritor muy querido, en el sentido más íntimo, por la gente de Perú, y uno de los pocos que tiene un club de fans, que se reúne todos lo miércoles a leer sus cuentos, todos sus cuentos, uno a uno, y una vez acabados, vuelta a empezar. Ya deben de ir por la segunda o tercera ronda.
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